Volví al número doble 859-860 de la revista Ínsula de julio-agosto de 2018, dedicado a «La novísima literatura latinoamericana (2001-2015)», para volver a preguntarme cómo es posible abarcar en poco más de medio centenar de páginas, aunque sea a dos columnas, algo tan vasto y tan complejo como la producción literaria en español de tantos países del ámbito iberoamericano. No comprendí muy bien, por tantas referencias a estudios teóricos que no he leído, lo que escribió en la presentación Ana Gallego Cuiñas, que basó su método en campos regionales que en ese momento excluyeron a Ecuador, Bolivia y Panamá. Como si tuviesen que ver sus literaturas con las de Cuba o Argentina, con las de Venezuela o Colombia. Tenía razón Ana Gallego Cuiñas cuando anotaba sobre la «(sobre)exposición del escritor, la performance permanente, la extensión de su espacio virtual, etc., que pareciera suplantar a la obra. Los escritores devienen en franquicias en las que deben (re)producir, de manera más o menos sostenida, obra y espectáculo» (pág. 4a). Nada de literatura real, pues; y nada específico de lo latinoamericano. Todo lo contrario a lo que me movió a releer ese monográfico de tan amplio espectro, por fijarme en un minúsculo caso de una literatura más novísima aún que aquella «novísima literatura latinoamericana (2001-2015)». Una manera de llamar la atención sobre lo que realmente hace la historia literaria, el ejemplo pequeño, el texto sin excesiva exposición, sin más performance que la lectura que uno hace en su casa cuando le llega recomendado —o no— un libro a las manos. Sacrificios humanos, de María Fernanda Ampuero (Guayaquil, Ecuador, 1971), publicado por Páginas de Espuma en marzo de 2021. Son doce relatos, algunos muy breves, que orbitan sobre la violencia, que es lo que se destaca de una más de «las voces imprescindibles de la literatura latinoamericana actual», en ese lenguaje tan de solapa de promoción que de tanto repetir la excelencia y lo superlativo hace dudar. Es casi inevitable que la notoriedad de un libro nos venga por su argumento o los asuntos que trata. Así son las etiquetas de novela histórica, feminista o gótica. O tantas otras. Encasillan de un modo tan estricto que se oculta la verdadera singularidad de todo texto con la intención artística de un acto de lenguaje. En el caso de este volumen, es cierto que se impone una historia digna por tremenda para formar parte de un libro; pero conviene llamar la atención sobre la manera en que están escritas esas historias tan fuertes. Rotundamente cierta es la violencia y el terror que contienen los relatos de la humillación de una mujer inmigrante, de la brutalidad de un marido, de la vivencia cotidiana de las débiles… «¿Cuánto tiempo hay que fingir que todo está bien hasta reconocer que estás infinitamente jodida y que lo sabes? ¿Cuánto debes esperar hasta intentar alcanzar un cenicero, un atizador, un florero para estampárselo en la cabeza? ¿Cuánto de prudencia puede demostrar un animal amenazado? ¿Y una mujer?» (pág. 21). Desde ese primer relato, «Biografía», fui subrayando lo que me conmovió, que fue cómo lo expresaba Ampuero, y no lo que decía. Otro testimonio más de lo tremendo: «Una mujer no debería de llorar de miedo cada vez que su hombre se mete en la cama» (pág. 133). A esas alturas, en el penúltimo relato —«Lorena»—, el lector ya está inmerso en una atmósfera terrorífica; sin embargo, lo verdaderamente destacable es la brillantez con la que la autora narra el terror, el terror cotidiano de las miserables, de las débiles. María Fernanda Ampuero, que merece figurar en cualquier vacua por urgente revisión de la ultimísima literatura latinoamericana, logra esto con una suerte de lenguaje admirable, en donde los afanes formales, desde la estructura del cuento hasta la selección de palabras y, por supuesto, su colocación en la frase, explican que al lector le afecten asuntos tan brutales servidos en una prosa tajante y cautivadora. Provocar en el lector un estremecimiento tiene su técnica; y María Fernanda Ampuero demuestra conocerla.
miércoles, febrero 23, 2022
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