© Javier Remedios
No creo que los tiros vayan por una necesidad de atraer a un público que no acude al teatro de siempre, al más convencional; no, no lo creo. El público sigue llenando las salas cuando remontan monólogos como Cinco horas con Mario o clásicos clásicos, como La vida es sueño o Hamlet si están bien hechos. Lo que, a mi parecer, viene ocurriendo desde hace mucho tiempo es que el teatro también busca formatos que totalizan el espectáculo, que lo hacen más grande y rico, más actual. En esta edición, la XXXII del Festival de Teatro Clásico de Cáceres hemos tenido la ocasión de asistir a dos propuestas de este tipo que me han parecido extraordinarias y que han contribuido a que la programación de este año esté siendo muy diversa y rica, de mucha calidad; y que está, yo creo que no por un aforo más reducido por la situación pandémica, noche a noche agotando las entradas. El Caballero de Olmedo del pasado miércoles en Las Veletas fue un espectáculo total, con música en directo, con un cantaor, Manuel Pajares, soberbio, con actores que bailaban y con bailarines que actuaban, en un intento de integración que siempre es arriesgado por el desequilibrio del que pierde el paso. Ocurrió por momentos en los que este espectador apreció una sobrecarga del baile —excelente— frente al texto. Para mí tenía, además, el atractivo de volver a ver en el escenario a mi exalumno Sergio Adillo, autor, ahí es nada, de la versión de la obra, que interpretó de manera destacada el papel del criado Tello. Lo del sábado fue más allá aún, tanto que tuvo que trasladarse por la lluvia al Gran Teatro: Castelvines y Monteses, de la Compañía Nacional de Teatro Clásico y Barco Pirata Producciones, que montaron la pieza de mediados del siglo XVII en la que Lope teatralizó la historia de los amantes de Verona, que conoció alguna edición en el primer tercio del siglo XIX junto a Los bandos de Verona de Rojas Zorrilla, otra de las obras orbitales del Romeo y Julieta de Shakespeare y, antes, de la novelita de Bandello. No lo digo por falsa erudición, sino por lo importante que es que no olvidemos de dónde proviene lo que contemplamos en espectáculos así de contemporáneos. Por eso me ha parecido tan certero lo dicho por el autor de la versión y director del montaje, Sergio Peris-Mencheta, al referirse a que, a pesar de todo, de la tan sugerente envoltura en música, baile y movimiento de esto, se trata de un teatro de texto y que «Lope manda». Y trece intérpretes tan asombrosamente conjuntados que en este caso no mostraron ningún desequilibrio entre la parte musical o vocal y la de interpretación. Geniales todos. Debe de ser muy difícil lograr tanta armonía y mantenerla a lo largo de más de dos horas y que dé la sensación de que te las han subrogado por la mitad. Espectáculos así consiguen llenarlo todo y minimizar los eventos consuetudinarios que acontecen en la sala, como el comportamiento de esa gente que no sabe comportarse en un patio de butacas, sin respeto a los actores ni a los vecinos de filas, hablando a voces como si estuviesen en el Parlamento. Como no sé si tendré tiempo para seguir escribiendo esta crónica improvisada del XXXII Festival de Teatro Clásico de Cáceres, diré, para abundar en lo de la calidad y la diversidad, que este fin de semana pasado también hemos visto dos propuestas muy distintas y exquisitas de teatro de actor, con los elementos necesarios para subrayar la interpretación de los portavoces del texto. Ha sido, también a cobijo del Gran Teatro por la lluvia, con El mercader de Venecia el viernes 18 y con Eduardo II el domingo 20. Sobresaliente.
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