sábado, octubre 31, 2015

La metamorfosis (y III)


«Al despertar, escuchó un ruido familiar, aunque muy lejano, el menudo rasgarrasga que enseguida identificó como el esforzado comecome de uno de su especie, y, efectivamente, en el rincón en el que aquella mañana había despertado vio a su hermana. Solo tuvo que incorporarse para que ella se escondiese inmediatamente hasta desaparecer por el pequeño agujero por el que tantas veces antes había entrado y salido de la habitación. Intentó llamarla con una vehemencia ridícula que duró segundos y, convencido de la inutilidad de su esfuerzo, permaneció tumbado a la boca de la rendija, preso de amargura. En los días siguientes esperaba al acecho la llegada de alguno de sus semejantes, en una actitud impropia en un insecto como él, emulando a esos niños que en más de una ocasión le habían sorprendido cuando merodeaban por las inmediaciones de los pequeños agujeros que le servían de cobijo. Más de un compañero había desaparecido entre las manos de alguno de aquellos niños que fuera de la casa se divertían con las criaturas que cazaban o simplemente había perecido aplastado por un zapatazo que retumbaba en las entrañas de la casa. Largos y lastimosos ratos acoplando la oreja a la salida en un intento estéril por percibir algo, lo que ponía ahora de manifiesto la pérdida de sus antenas, valoradas sobremanera al carecer de ellas. Como si la nueva capacidad de mantener erguido su cuerpo sobre las extremidades inferiores se viese acompañada de un nuevo estado mental, había empezado a notar cierta familiaridad sobre conceptos y cosas antes desconocidos. Sabía que en el Día de Todos los Santos no se trabajaba y que la familia salía al campo; sentía una especial cercanía cuando contemplaba desde aquella altura nueva los libros de cuentas que reposaban sobre el escritorio, al lado de un muestrario de paños desempaquetados; reconocía ruidos antes no identificados: la campana de la iglesia de Santa Lucía, el restregar moroso de las ruedas de un carro, el de Serafín Puerto... Había sabido que la casa estaba sola porque llevaba algún tiempo sin escuchar el abrir y cerrar de puertas constante cuando estaba habitada; pero ahora conocía casi a la perfección la causa del silencio. Extraño confrontó la sorpresa y el desagrado de contemplarse por vez primera en el espejo con la familiaridad como diaria de observar su imagen parcelada. A veces intentaba incorporarse para acostumbrar su cuerpo a su nuevo estado y con el tiempo consiguió encontrarse cada vez más cómodo paseando por la habitación, hasta el punto de que cuando permanecía mucho tiempo agachado, en cuclillas o de rodillas al lado de la pared le dolían las articulaciones, abandonaba esa posición y llegaba en algún momento a sentarse en el sillón al lado de la ventana. Así estaba cuando contempló la llegada de gente a la casa y se tiró al suelo con miedo a ser visto. Escuchó en la puerta pasos que se acercaban. Temió en principio la irrupción de alguien, pero inmediatamente se sintió esperanzado. Del mismo modo que sus congéneres al contemplarle reaccionaron llamativamente y huyeron despavoridos, como tantas otras veces le había ocurrido a él, ahora todo sería distinto y sólo la sorpresa de no conocer su identidad, pero no en cambio extrañar su aspecto, provocarían una reacción imprevisible en el visitante. Decidido, se acercó un poco a la puerta para recibirle, ésta se abrió, y contempló cómo se le venía encima la enorme suela de una bota.»

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