Leí esta historia gráfica con premura. Es una obra, bien conocida en su género, del canadiense (Quebec, 1966) Guy Delisle, Pyongyang (Bilbao, Astiberri Ediciones, 2005). El libro me lo prestó Julia un viernes y tenía que llevárselo de vuelta aquel domingo próximo. Ella lo releyó en veintiséis kilómetros, es decir, en la hora y pico que tardamos en recorrer esa distancia al salir de Madrid hace ahora un mes. (Viernes. Salida de Semana Santa. Retención por accidente). Se lo agradezco, porque me gustó, y porque volvió a permitirme enfrascarme en géneros que no frecuento demasiado. En ese caso, me llevó a un asunto algo alejado también, salvo lo que propician las páginas de internacional de la prensa: la situación política y social de Corea del Norte. El diario gráfico de la estancia en la «República Popular Democrática» del autor-personaje —por motivos de trabajo en una serie de animación— está salpicado de notas de humor; pero las principales son de otra índole, las que marcan el hermetismo y el totalitarismo de un régimen dinástico que fundó Kim Il-Sung, continuó en su hijo Kim Jong-Il y ahora representa Kim Jong-Un, el nieto y querido líder. Uno se sonríe —la historia no es para reír—; pero la sensación es de congoja y temor del ánimo, a pesar de la lejanía aparente —Pyongyang dista de Cáceres casi nueve mil ochocientos kilómetros—, pues bien cercano ha sido leer el otro día la crónica sobre ese mismo «escenario teatral» a partir de una exposición del fotógrafo holandés Eddo Hartmann, que estuvo diez días allí, y que muestra sus fotos en Ámsterdam hasta principios de junio. Hay veces que una lectura llama a otra; o, más sencillo, que se hace más evidente que leer es conocer.
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