"Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la casa todavía en penumbras, adonde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso que para él había dejado de ser urgente desde hacía muchos años. El refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de ajedrez más compasivo, se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro."
(El amor en los tiempos del cólera)
La propuesta es la siguiente: del mismo modo que hoy en la Casa de América de Madrid se ha organizado una lectura pública —iniciada por la Vicepresidenta del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega— de Cien años de soledad, en homenaje al inmenso Gabriel García Márquez, escribo aquí el comienzo de El amor en los tiempos del cólera para que, quien lo desee, y, en el área de comentarios de este blog, teclee la continuación de ese texto de la novela, y que el siguiente participante continúe el fragmento dejado en el anterior comentario, y así sucesivamente. Los textos, para conseguir un cierto dinamismo, deberían estar entre las setenta y las cien palabras. No se trata de batir ningún récord, sino de un homenaje, se llegue hasta donde se llegue de las páginas de tan monumental novela.
6 comentarios:
"Encontró el cadáver cubierto con una manta en el catre de campaña donde había dormido siempre, cerca de un taburete con la cubeta que había servido para vaporizar el veneno. En el suelo, amarrado de la pata del catre, estaba el cuerpo tendido de un gran danés negro de pecho nevado, y junto a él estaban las muletas. El cuarto sofocante y abigarrado que hacía al mismo tiempo de alcoba y laboratorio, empezaba a iluminarse apenas con el resplandor del amanecer en la ventana abierta, pero era luz bastante para reconocer de inmediato la autoridad de la muerte."
Yo soy más de "Cien Años de Soledad", pero allá vamos; le continúo, profesor Lama:
Encontró el cadáver cubierto con una manta en el catre de campaña donde había dorido siempre, cerca de un taburete con la cubeta que había servido para vaporizar el veneno. En el suelo, amarrado de la pata del catre, estaba el cuerpo tendido de un gran danés negro de pecho nevado y, junto a él estaban las muletas. El cuarto sofocante y abigarrado que hacía al mismo tiempo de alcoba y laboratorio, empezaba a iluminarse apenas con el resplandor del amanecer en la venta abierta, pero era luz bastante ppara reconocer de inmediato la autoridad de la muerte.
Profesor Lama, muchas gracias otra vez por tu maestría,al proponer esta iniciativa en la que disfrutaré inmensamente volviendo a leer las palabras de García Márquez; y perdona que no me sume en la transcripción, pero es de los pocos libros del autor que no poseo, pues lo leí con avidez en la pobre biblioteca del cuartel en el que "¿serví?" a la patria en uno de los últimos remplazos de aquella alienante mili de los años 90. No sé quien era el militar-bibliotecario, pero por lo menos en este caso acertó.
Saludos y dejo paso al siguiente.
Las otras ventanas, así como cualquier
resquicio de la habitación, estaban amordazadas con trapos o selladas con cartones
negros, y eso aumentaba su densidad opresiva. Había un mesón atiborrado de frascos y
pomos sin rótulos, y dos cubetas de peltre descascarado bajo un foco ordinario cubierto
de papel rojo. La tercera cubeta, la del líquido fijador, era la que estaba junto al cadáver.
Había revistas y periódicos viejos por todas partes, pilas de negativos en placas de vidrio,
muebles rotos, pero todo estaba preservado del polvo por una mano diligente. Aunque el
aire de la ventana había purificado el ámbito, aún quedaba para quien supiera
identificarlo el rescoldo tibio de los amores sin ventura de las almendras amargas. El
doctor Juvenal Urbino había pensado más de una vez, sin ánimo premonitorio, que aquel
no era un lugar propicio para morir en gracia de Dios. Pero con el tiempo terminó por
suponer que su desorden obedecía tal vez a una determinación cifrada de la Divina
Providencia.
Un comisario de policía se había adelantado con un estudiante de medicina muy joven que hacía su práctica forense en el dispensario municipal, y eran ellos quienes habían ventilado la habitación y cubierto el cadáver mientras llegaba el doctor Urbino. Ambos lo saludaron con una solemnidad que esa vez tenía más de condolencia que de veneración, pues nadie ignoraba el grado de su amistad con Jeremiah de Saint-Amour. El maestro eminente estrechó la mano de ambos, como lo hacía desde siempre con cada uno de sus alumnos antes de empezar la clase diaria de clínica general, y luego agarró el borde la manta con las yemas del índice y el pulgar, como si fuera una flor, y descubrió el cadáver palmo a palmo con una parsimonia sacramental.
Estaba desnudo por completo, tieso y torcido, con los ojos abiertos y el cuerpo azul, y como cincuenta años más viejo que la noche anterior. Tenía las pupilas diáfanas, la barba y los cabellos amarillentos y el vientre atravesado por una cicatriz antigua cosida con nudos de enfardelar... El doctor Urbino lo contempló un instante con el corazón adolorido como muy pocas veces en los largos años de su contienda estéril con la muerte. Pendejo, le dijo. Ya lo peor había pasado. Volvió a cubrirlo con la manta y recobró su prestancia académica
Publicar un comentario