domingo, noviembre 10, 2024

L'età dell'oro

Este martes pasado disfruté de la muestra L’età dell’oro, que se inauguró el 26 de octubre y va a estar en la Galería Nacional de Umbria en Perugia hasta el 19 de enero de 2025. El subtítulo de la exposición, I capolavori dorati della Galleria Nazionale dell’Umbria incontrano l’Arte Contemporanea, explica su intención de que obras maestras antiguas elaboradas con oro se encuentren con piezas de arte contemporáneo en el mismo espacio, la Sala Podiani de la Galleria Nazionale dell'Umbria, que, además, es la que presta las piezas que se exponen, que se han trasladado de sitio sin salir del fastuoso contenedor —el Palazzo dei Priori— para compartir la exposición en la que artistas modernos como el vienés Gustav Klimt dialogan con antiguos como el perugino del siglo XV Pinturicchio. En realidad, son nueve siglos de arte los que uno pudo recorrer siguiendo el hilo dorado propuesto, desde el siglo XIII (Duccio di Boninsegna o el Maestro di San Francesco) hasta nuestro siglo XXI (con piezas de Francesco Vezzoli o Mimmo Paladino). La sugerencia es cautivadora, por la exaltación del oro como materia incorruptible en el arte, sobrenatural, luz absoluta desde tiempos muy remotos y hoy presente en la más cercana modernidad; pero también por la convivencia de la espiritualidad clásica con la materialidad contemporánea en algunos de los diálogos que se ofrecen en el recorrido, en el que unas veces se nos exhibe la pieza moderna inserta en el marco antiguo —como la escultura de Marisa Merz en un reliquiario de Santa Giuliana de 1376— y otras se juntan en vecindad expresiva obras separadas en el tiempo —como el fragmento del ángel de la Pala dei Cacciatori de Bartolomeo Capolari, de 1487, con la serigrafía Golden Marilyn 11.40 de Andy Warhol, que se ha utilizado para la imagen de la promoción de L’età dell’oro, a la que se sumó la famosa pastelería «Sandri» del centro histórico de Perugia, que llevó a su escaparate la imagen en pasta de azúcar. Allí, contemplando el medio centenar de obras que se muestra, y mientras imaginaba una traslación posible a un entorno más cercano, pensé en el Museo Helga de Alvear y en la coincidencia de algunos artistas de la exposición de Perugia con los que hay en la colección cacereña. Hecha la comprobación en casa, son siete: Michelangelo Pistoletto, Ettore Spalletti, Andy Warhol, Lucio Fontana, Mimmo Paladino, Yves Klein y Francesco Vezzoli, si no he contado mal. Ahí es nada. 

martes, noviembre 05, 2024

El jardín de los cerezos

Piazza Morlacchi, 13. Perugia. Con permiso de Chéjov y de los responsables del Progetto Čechov, la motivación principal para ir al teatro el pasado miércoles fue conocer por dentro el Teatro Morlacchi, que data de 1781, y tiene una impresionante sala, una altura sobresaliente de cinco niveles de palcos y una embocadura que me pareció mayor que lo que suelo ver. La decoración de la bóveda me llamó la atención, con motivos alegóricos de la Música o la Poesía, y un reloj con la hora actualizada desde el domingo anterior lo miraba todo por encima del bambalinón. Es una suerte conocer un teatro tan a la italiana en Italia. Y, además, por un montaje tan destacable como Il giardino dei ciliegi (El jardín de los cerezos), tercera entrega de la trilogía del Progetto Čechov, compuesta además por Il gabbiano (La gaviota) y Zio Vanja (Tío Vania), y que se había dado, en tres pases, a las 11:30, a las 15:00 y a las 18:00 horas, ese pasado domingo 27 de octubre. Producido por el Teatro Stabile dell’Umbria y dirigido por Leonardo Lidi, el tercero de estos espectáculos, El jardín de los cerezos, que vi con un experto como Luigi Giuliani este miércoles, cuenta con un elenco compuesto por cinco actrices y siete actores, cuyos movimientos en escena resultan una suerte de coreografía —fomentada en algún momento por la acción bailada— que los presenta como un grupo, una entidad de doce, que va formándose de uno en uno al principio de la obra y se va disolviendo al final, cuando cada una de las figuras representa la salida de la casa, uno a uno también, hasta quedar solo, abandonado, el personaje del viejo sirviente Firs, que hace el oscuro. Señalo esto porque la calidad de los actores me pareció extraordinaria por su gran nivel, sin los altibajos interpretativos que podrían ser disculpables en grupo tan numeroso. Todos, aparte matices y singularidades —Mario Pirrello como Lopachin u Orietta Notari como hermana, no hermano (así en Chéjov), de Liubova—, conforman un conjunto brillante y son uno de los fundamentos principales de este montaje. La duración —una hora y cuarenta minutos— se ajusta casi por completo al texto original —traducido al italiano por Fausto Malcovati— sobre el que se proponen varias licencias que resultan oportunas y significantes en la lectura que de la obra hace Leonardo Lidi, cuyo empeño principal es el de trasponer metafóricamente el jardín, ya infecundo y degradado, como el teatro, amenazado en su esencia por la especulación rentable. Por eso, un acento se pone en el contraste entre el pragmático Lopachin y el soñador y poético estudiante Trofimov, y se interpela al público con la canción de Bruno Lauzi «Ritornerai» cantada por Mario Pirrello al principio de la obra, en una ruptura de la cuarta pared que la cerrará también, coherentemente. La escenografía, el vestuario o la transformación de espacios —la escena campestre del segundo acto y el salón de baile del tercero serán una playa, en uno de los encuadres escénicos más logrados, con su plano inclinado y con ocho actores implicados, y una suerte de pista de discoteca, respectivamente— separan al espectador de la literalidad del texto y lo llevan a un registro que funciona en la lectura global de este jardín sin cerezos y con tramoya, en el que, como parece que quería el escritor ruso, sobre todo, se hacen preguntas, sin esperar respuestas. Magnífica visita al Teatro Morlacchi de Perugia, guiada por un proyecto escénico de calidad muy sugerente, y de la que me llevo una canción con un eco deseable: «Ritornerai».


viernes, noviembre 01, 2024

La última frase

Compré este libro sin saber quién era su autora. Una vez conocida su muerte súbita y prematura a los treinta y nueve años, me resultan imponentes estas palabras: «Soy adicta al final. Estoy enganchada al final. Reconozco mi fascinación por ese instante, mi empeño por habitarlo.» (pág. 107). La última frase de Camila Cañeque (Segovia, Ediciones La Uña Rota, 2024) contiene cuatrocientos cincuenta y dos finales de libros, desde La Biblia («Amén») y el Quijote («Vale»), que abren y cierran el volumen, hasta obras clásicas y fundamentales de la historia de la literatura universal que comparten espacio con títulos menores, muy diversos, de autoras y autores de referencia, en su mayor parte, muy conocidos. Hay obras y autores que están por lo que significan en la historia literaria universal, Las mil y una noches La isla del tesoro, Dante o Tolstói; y hay otras y otros que no, Rubias peligrosas o Viaje al miedo, Antonio Escohotado o Sara Mesa, Fernanda Melchor o Camila Sosa Villada. No se queda en un listado, en la «afición inocua» —dice su autora al principio: pág. 14— de recopilar los cierres de esos centenares de textos, sino que su empeño es el de hilarlos en un relato que es la crónica íntima de un prurito de letraherida a la vez que un breve ensayo sobre el final textual, y el conjunto es un «tributo a la cita, a la capacidad de expresión del fragmento, a la potencia de lo breve» (pág. 91), a partir de una colección de últimas frases que al principio fueron de novelas, pero que luego se ampliaron con finales de ensayos, de poemas, «frases salidas de colofones y epílogos, así como la última réplica de algún personaje o la última acotación teatral» (pág. 90), como las de Las sillas, de Ionesco, o El Rey Lear, de Shakespeare. No es fácil intercalar tal número de frases ajenas en un discurso que tiene su planteamiento —Cañeque cuenta cuándo empezó su atracción por las últimas frases y cómo quedó atrapada en «el espacio fronterizo que separa la escritura de la no escritura» (pág. 15)—, su desarrollo —se fija en las imágenes recurrentes o invariantes como la lluvia o el desplazamiento, la llegada o la muerte (pág. 23), o cierta metodología aplicable a su tarea recolectora— y su desenlace —cómo no, propio y ajeno: vale—, que da sentido a todo el tinglado: «Tiene que haber una última frase para que haya algo, para que exista un todo» (pág. 35). Nada fácil es lograr que la selección tenga sentido al disponerla consecutivamente: «Estoy cansado del pensamiento» y «¿Quién no está así?» (pág. 55), con El crítico como artista, de Oscar Wilde y Metamorfosis, de Rosi Braidotti; o «Entonces surgió una especie de lejanía dentro de mí» y «Perdí el último nexo con el mundo del que salí» (de Todo lo que tengo lo llevo conmigo, de Herta Müller y de Una mujer, de Annie Ernaux); lo que se convierte en una representación de las conexiones, azarosas muchas veces, entre las lecturas que hacemos a lo largo de nuestra vida. La composición del libro se hace en dos cuerpos: el principal del relato y el índice final de las frases, sobre el que se advierte en una nota inicial: «Con el fin de no interrumpir la lectura, se recomienda leer estas páginas sin consultar las referencias bibliográficas situadas al final» (las cursivas son del texto). Hay una segunda nótula que dice: «Este texto tiene aproximadamente la misma extensión que la última frase del Ulises, el somnoliento soliloquio de Molly Bloom, 22 000 palabras». En el cuerpo principal la cursiva distingue diacríticamente las frases finales seleccionadas, que se rematan con un numerito volado que remite a la lista final o «Últimas frases», de la 1 a la 452. «—Me gustan estas tontunas», le dije, sin atisbo de menosprecio, a la librera que me lo vendió. Creo que sí comprendió que, al contrario, valoro mucho estas originales ocurrencias, y esta va mucho más allá de eso, pues se trata de una reflexión sobre lo terminal en un texto hecho sobre muchos textos, que es algo tan consustancial con lo literario. En una nota final tras el índice de «Últimas frases» hay un agradecimiento a los traductores de los libros escritos en otras lenguas; pero no habría estado de más haber mencionado en la relación quiénes han vertido al castellano esas últimas frases ajenas. Frases ajenas sobre cuya justificación escribe la autora: «El objetivo no era confeccionar otro ranking de mejores últimas frases de todos los tiempos, ni una colección de spoilers, ni un catálogo razonado para entenderlas mejor. Sólo quería liberarlas de mí y librarme de ellas» (pág. 89). Eso es todo.

jueves, octubre 31, 2024

España desconsolada

Via Matteo Renato Imbriani, 13. Perugia. Qué detestable manera de encontrar una noticia sobre tu país en la prensa italiana. Esta mañana muy temprano la radio anunciaba en su repaso informativo que la tragedia de la dana en Valencia ocupaba la primera página de algunos periódicos de aquí; pero la consternación llegó al comprar poco después La Repubblica y ver en portada «L’apocalisse di Valencia», con esa fotografía de decenas de coches amontonados cubriendo una calle, y dentro, a doble página, una crónica del desastre con un saldo de 95 muertos. Estremece anotar que a las diez de la noche el recuento da la cifra de 155 fallecidos. En el rotativo italiano, con reclamo en primera página, se publicaba en la sección de opinión («Commenti») un durísimo artículo del escritor español Manuel Vilas («Abbandonati a noi stessi», algo así como que nos han dejado solos, abandonados a nuestra suerte), en el que, tras enumerar algunos de los estragos sobre la población, presagiaba tristemente que el gobierno central echará la culpa al de la comunidad autónoma y esta hará lo mismo con el gobierno central y a ellos reprochaba —aparte el inexorable cambio climático— no haber intervenido con la obligada rapidez y con protocolos modernos. «La Spagna è sconsolata», concluía, y habilitaba el titular del texto —«Spagna sconsolata»— en la versión digital de ese periódico. El sufrimiento de tantas familias ha de ser atendido con todos los medios y de manera urgente, y la reconstrucción psíquica, física y material tras la catástrofe debe afectar también a la intensidad y a la comprensibilidad de los mensajes sobre una crisis climática provocada por los países más desarrollados, y que todavía mucha gente sigue menospreciando, cuando no negando. Italia también está desconsolada. Con la imagen de un rescate sobre la que se lee el ruego de una «preghiera per Spagna», recibo un mensaje de una vecina: «Miguel, che disastro!».

sábado, octubre 26, 2024

El mundo de ayer

Via Matteo Renato Imbriani, 13. Perugia. No sé por qué me traje aquí este libro. Quizá porque no lo leí completo cuando tuve conocimiento de que Stefan Zweig había escrito unas memorias poco antes de suicidarse junto a su pareja en 1941. Estoy casi seguro de que aquella lectura por partes fue por uno de los tomos de las Obras completas que publicó Editorial Juventud. O quizá viajé con El mundo de ayer porque ya he recorrido lo suficiente como para encontrar ejemplos inapelables para volver sobre lo leído, en los que encuentro, como decía Borges, formas verdaderas de la felicidad. Lo cierto es que aquí he terminado de leer las quinientas cuarenta páginas de esta edición, bella como todas las de Acantilado, en traducción del alemán de Joan Fontcuberta y Agata Orzeszek. Estar aquí no sé si me sugiere un ánimo distinto para pensar en la idea de Europa que sobrevuela un libro así, que lleva por subtítulo Memorias de un europeo; pero realmente he tenido una predisposición cuando me he dejado llevar con placer por el relato de un contemporáneo de las mayores calamidades del siglo XX, y, desde esta cómoda distancia relativa, una singular percepción de un contexto geopolítico (Ucrania, Gaza…) que llena de sentido frases como «la arbitrariedad de una estúpida política mundial» (pág. 125) o «No se puede armonizar la guerra con la razón y el sentimiento de justicia» (pág. 299). Zweig, que conoció bien a Rilke y a Richard Strauss, fue un humanista perseguido por la inhumanidad. Fue alguien que percibió con el recuerdo vivo de una guerra pasada otra brutal guerra que comenzaba con la invasión alemana de Polonia en el otoño de 1939. Fue un hombre de una extraordinaria sensibilidad que supo encontrar y decir en la escritura poética —más allá de su género— todo lo que «había tenido que callar en la conversación con los hombres» (pág. 324) y su lectura ahora me ha complacido de un modo muy especial que intento expresar torpemente en estas líneas que escribo con el eco persistente de sus últimas líneas: «Pero toda sombra es, al fin y al cabo, hija de la luz y sólo quien ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra y la paz, el ascenso y la caída, sólo éste ha vivido de verdad» (pág. 546). Así termina este admirable y conmovedor libro. 

viernes, octubre 25, 2024

Sulla Spagna

Via Matteo Renato Imbriani, 13. Perugia. En septiembre, antes de venir a Italia, escuché decir a Íñigo Domínguez —corresponsal de El País en Roma— en A vivir que son dos días que la presencia de España en los medios italianos es casi inexistente. Lo decía como un modo de destacar que, desde fuera, los problemas que ocupan diariamente las tertulias españolas resultan insignificantes. Lo recordé cuando, después de casi tres semanas de estar aquí, escuché la primera referencia a España en la radio italiana. Era en un programa que escucho todas las mañanas, de Rai Radio 3, Prima pagina, en el que cada semana un periodista —esta es Francesca Sforza, de La Stampa— lee lo más destacado de la prensa de lunes a sábado. En su momento, el 10 de octubre, Alessandro Campi, director de la trimestral Rivista Politica, aludió a la airada reacción de Francesco Borgonovo en La Verità a las críticas manifestadas por el presidente Pedro Sánchez sobre la política migratoria de Georgia Meloni. Días después, el ministro italiano del Interior, Matteo Piantedosi, diría en la televisión que España había disparado contra los inmigrantes en la frontera, en alusión a la masacre de Melilla en junio de 2022. Ese mismo jueves 10 de octubre, la televisión pública mostraba en un noticiario un cuadro estadístico en el que aparecía España con la tasa más alta –un 11,6 %— de desempleo de Europa. Estas fueron las primeras referencias a mi país después de diecisiete días en Italia. Si a esto sumo el espacio que algunos medios españoles han venido dando al plante de la presidenta de la Comunidad de Madrid en la ronda de reuniones con Sánchez, hay que darle la razón a Íñigo Domínguez en lo del escaso interés que puede tener España por ahí fuera y la trascendencia e importancia reales de según qué asuntos. No así en la Feltrinelli de Perugia en Corso Vanucci, en donde dos autores, Javier Marías y Arturo Pérez Reverte, ocupan espacios destacados en los estantes; y tampoco, para la literatura hispanoamericana, si tomo como ejemplo al grupo de estudiantes que tengo en clase, y en el que algunas alumnas tienen sobre la mesa la edición española recomendada de las lecturas del programa. Un placer. Otra cura de llaneza: el taxista que me llevó la madrugada del sábado a la estación de trenes, después de responderle de qué zona de España era, me preguntó, en su intento de localizar a Extremadura en el mapa de su España conocida —Barcelona, Peñíscola y Palma de Mallorca—, si tenía equipo de fútbol en la Liga. El fútbol, en Italia, palabras mayores. De la protesta de la curva vacía de la Roma en su partido con el Udinese (3-0), que fue mi primera inmersión aquí, a Pasolini, de quien puedo leer casi sin moverme de este escritorio sus Lettere 1955-1975, en edición de Nico Maldini (Torino, Einaudi -Biblioteca dell’Orsa, 5-, 1988).

viernes, octubre 11, 2024

Los recuerdos del porvenir

Estímulos para venir aquí me sobraban desde que se confirmó mi contrato para dar clases durante seis semanas; y uno de los más sugerentes era mi propósito de trabajar en el curso con un texto como Los recuerdos del porvenir (1963), la novela de Elena Garro (1916-1998). Estaba a finales de agosto con notas más definitivas ya para estas clases cuando me alegré al ver que Ediciones Cátedra anunciaba en su catálogo que en los primeros días de septiembre estaría disponible una nueva edición de la novela en la colección Letras Hispánicas. Me apresuré a reservar mi ejemplar en la librería, lo recibí recién salido y leí con ganas esta oportuna y necesaria edición de un clásico contemporáneo, «una de las novelas más originales y mejor escritas de toda la tradición literaria latinoamericana del siglo XX» (pág. 467), en palabras de quienes se han encargado de su estudio: Elena Garro, Los recuerdos del porvenir. Edición de Ángel Esteban y Yannelys Aparicio. Madrid, Ediciones Cátedra (Letras Hispánicas, 909), 2024. Leí con entusiasmo una cumplida «Introducción» de cien páginas, y, además, de nuevo, el texto de la novela generosamente anotado con ciento veintinueve notas entre las que destacan, por encima de las meras aclaraciones de carácter léxico, referencias geográficas o históricas, aquellas que comentan un pasaje del relato, una simbología o una imagen, por ejemplo, en la sugerencia del silencio con el que se abre la segunda parte de la obra y con el que se vela el espacio clave de la casa de los Moncada (pág. 400). Se indica también («Esta edición»), muy someramente, que se sigue el texto por la edición de Alfaguara de 2019, sin más, por ser «la última realizada hasta la fecha» (pág. 113), y se añade una extensa bibliografía de las obras de Garro y de los estudios publicados hasta —si no me equivoco— 2022, fecha de publicación de un artículo sobre la Guerra Cristera en la obra de Elena Garro (pág. 125), aunque se advierte que la última consulta de los hipervínculos que figuran en la relación bibliográfica fue del 6 de junio de 2024. En conjunto, es toda una aportación a un texto que no había sido editado en España de este modo, con este tratamiento de clásico contemporáneo, de «una escritora que debería proponerse al lado de los hombres del boom como una autora que contribuyó tanto como ellos a la calidad del discurso literario latinoamericano del momento» (pág. 56). Voy a tener ocasión de destacar en clase y someter a la opinión de mis estudiantes la lectura crítica de los editores, en algunos casos expuesta de manera más demorada en las notas que en el texto introductorio, sobre todo, en la segunda parte de las dos en que se divide la novela; pero no me resisto ahora a preguntarme por qué no se ha revisado bien lo que se ha dado a la imprenta y así haber evitado erratas u omisiones que llaman la atención. Erratas evidentes son «Joaquín Díaz Canedo», por «Díez» (pág. 49), y «1868» por «1968» (pág. 57), entre otras. Una omisión importante es la de la poesía de Garro, publicada por la Universidad Autónoma de Nuevo León de México, y también en Extremadura bajo el título de Cristales de tiempo, en edición con estudio preliminar y notas de Patricia Rosas Lopátegui (Galisteo. Cáceres, Rosas Lopategui Publishing y La Moderna, 2016), estudiosa y albacea literaria de Elena Garro. Y una omisión por errata es la que supongo del trabajo de Cecilia Eudave, «La memoria como escenario de la tragedia mexicana en Los recuerdos del porvenir de Elena Garro» (Romance Notes, 57.1, 2017, págs. 15-24), a la que se remite en varias ocasiones en la introducción, pero que ha quedado sin mención en la «Bibliografía». No he localizado ninguna alusión a la película Los recuerdos del porvenir, de Arturo Ripstein, de 1968, que es, sin duda, un eco notorio y cercano a la publicación de la novela. No son reparos discrepantes; más bien, marcas de extrañeza en un trabajo ambicioso y muy necesario para seguir reivindicando una obra que siempre ha merecido una atención crítica mayor en el conjunto de los estudios sobre la narrativa latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX, tan marcada por un redundante boom, redundantemente masculino.