Sin lugar a dudas, la lectura de El sentimiento de la vista da para más de una entrada aquí. Sugiere mucho y permite al lector de poesía conocer poemas magníficos sin costuras visibles. Hay uno que retrata al profesor en el aula de un instituto explicando Luces de bohemia («Comento el diálogo entre el preso / y Max Estrella, mientras no dejo de oír / cómo resuena mi voz […]»), y que consigue con admirable naturalidad (sabiduría) representar poéticamente la coexistencia de un discurso cotidiano por aprendido y obligado y de otro igualmente cotidiano por sobrevenido y que, además, es inexorable («[…] Nada / quizá que ver tiene Gaza con esto, / o sí, porque me ocupa un lugar / en la cabeza mientras hablo»). El poema nace de una situación vivida que se convierte en hecho lingüístico con conciencia de serlo, como ese «Autorretrato ante el espejo» —que no es un título (o sí), y sí un primer verso— en el que se siente «el sentimiento de la vista», que es un título, y también el último verso de ese poema. Porque quizá conozca algunas referencias no necesarias de la escritura de los poemas, ese autorretrato puede resultarme más cercano. Pero no menos incitante y rico. Imaginemos. Hace nada busqué unas palabras sobre Crítica y verdad de Roland Barthes que escribió Miguel Casado en su libro Del caminar sobre hielo (Madrid, A. Machado Libros, 2001) y ahora relaciono aquella cubierta con esta de El sentimiento de la vista, que ofrece unos caracteres chinos. Son, parcialmente, los que se transcriben al final del último poema como una fórmula de saludo y un indicativo del aprendizaje de una lengua: Hola, ¿cómo estás? ¿De dónde eres? Que me corrijan si he leído mal El sentimiento de la vista, uno de los buenos libros del año pasado —hace poco tiempo— que más me han motivado como lector de poesía.
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