En mi biblioteca faltan obras fundamentales. Por las razones que sean; y nunca por voluntad. A veces por ignorancia. No sé: Ana Karenina —no la encuentro—, una buena edición de Petrarca, una digna colección estuchada de En busca del tiempo perdido, de Proust, o un estudio filológico esencial —un ensayo, pongamos por caso aquella Aproximació al Tirant lo Blanc, de Martín de Riquer, de 1990 en los Quaderns Crema, creo. La lista sería inabarcable. Son obras que he requerido de otras bibliotecas, públicas casi siempre. Sin embargo, entran con frecuencia fruslerías editoriales que mis amigos y allegados me critican. «—¿Qué haces leyendo eso?» —me dicen algunos cuando ven en mi casa el último libro de un poeta que acaba de presentarlo en un bar de Cáceres. (Como si los bares no fuesen tan dignos lugares como el paraninfo de mi Facultad o el Círculo de Bellas Artes de Madrid, y los poetas locales no mereciesen un poco de atención). Se me ocurre esto delante de la antología A mi trabajo acudo, con mi dinero pago. Poesía y dinero. Antología poética desde el Arcipreste de Hita hasta la actualidad. Ed. de José Carlos Rosales. Madrid, Vaso Roto Ediciones, 2019, que está en casa desde diciembre. Las casi cien páginas que ha escrito el poeta José Carlos Rosales («Poesía y dinero: ¿las dos caras de una misma moneda?») puede que sean lo más interesante de esta edición que recoge un montón de textos de un montón de autores desde el Arcipreste de Hita hasta Begoña Ugalde Pascual, una poeta chilena nacida en 1984 cuyo poema «Pájaros que soportan el invierno» comienza con un verso que dice que «Mi padre trabajó en un banco hasta jubilarse», que debe de ser la patente que le ha dado derecho a figurar en esta antología, a pesar de que tiene muchos más méritos para estar en otra sobre pájaros, ya que en su texto se posan chincoles, tórtolas y zorzales. No sé. Yo creo que esto es un ensayo libre y personal sobre literatura con la excusa de poner el foco en el tratamiento poético del dinero al que se le han sumado ciento ochenta páginas de poemas cuyo interés no está, sin duda, en que aludan al dinero. Dos ejemplos solo, «La moneda de hierro», del libro homónimo de Jorge Luis Borges, y «Alto jornal», de Claudio Rodríguez (de Conjuros). Ay, no sé. A mí me da que con esta antología me han timado. Perdón, me he timado yo, que la he buscado y comprado. Y eso que a mí este tipo de florilegios temáticos no me dicen nada. Que digo yo que por qué está aquí «Aceituneros» de Miguel Hernández —¿porque se menciona la palabra «dinero» en el sexto octosílabo?— y por qué uno de los autores con más poemas —cuatro, como Fonollosa, Claudio Rodríguez y Manuel Vilas— es José María Cumbreño, del que se seleccionan versos muy poco pertinentes. De verdad, si hace unos años me hubiesen dicho que estos cuatro poetas merecerían estar en una antología así de dineraria, lo habría dudado. Como propuesta editorial, vale; pero para publicar un ensayo libérrimo —en nota al pie 116 (pág. 78) aparece el Papa Francisco— sobre poesía y dinero no sé si era necesario enmascararlo en un recuento de poemas del siglo XX y los primeros del XXI, pues tan solo once textos de los ciento y pico son anteriores. El último día de febrero, el poeta y crítico Luis Bagué Quílez publicó una reseña de este libro que viajó conmigo a Don Benito y sobre la que tengo una opinión distante solo por su final: «Ya saben que el tiempo es oro. Les garantizo que no lo gastarán en balde, si deciden invertir 23 euros en este libro». Yo los invertí. Veintitrés, sí. En balde.
miércoles, mayo 20, 2020
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario