martes, octubre 29, 2019

Con Javier Fernández de Molina


«Son como cuadros», me ha dicho Javier esta mañana en su casa. Yo tenía una reunión de trabajo en Mérida y antes de volver a Cáceres quise estar con Javier Fernández de Molina. Todavía sigo impresionado por lo que he visto en su estudio. Quizá sea porque yo nunca he visitado los talleres de los artistas; vamos, que he conocido pocos. Pero el de Javier siempre ha sido un espectáculo, la representación visual de una tarea en marcha que luego puede materializarse en una exposición magistral. Me he traído a casa El pedregal de Morería, un álbum de fotografías en fuelle con cubiertas de madera que dio cuenta de su inmenso e imponente trabajo de hace ahora un par de años con sus mosaicos de piedra de diversos tamaños que hoy he podido contemplar y que estuvieron expuestos, entre octubre y diciembre de 2017, en la Escuela de Arte y Superior de Diseño de Mérida, en la que sigue dando clases. El álbum muestra fotos del lugar al que he vuelto esta mañana y del que me he traído, con el permiso del artista, unas cuantas instantáneas. Parecía el almacén de una fábrica de cerámicas; pero era el taller de siempre del pintor. O una tienda. Centenares de piezas: platos, muchos apilados, morteros, fuentes, jarras, cuencos, fruteros, vasijas…, cacharros de todas las formas decorados por Javier Fernández de Molina. La acumulación de piezas es la imagen de la intensidad de un trabajo descomunal de un año y unos meses que es una marca temporal inconcebible para la grandiosidad de lo que hay en esa estancia en la que también se ven piezas pintadas sin esmaltar a la espera de una última mano. Algunos cacharros provienen de algún ceramista de Salvatierra, otros han sido moldeados por el propio artista, que tiene que mandarlos a cocer fuera de casa. No hay pieza que no merezca un elogio, de verdad. Es impresionante. No quiero imaginar cuando tenga que mover todo eso para exponerlo; todo o parte. Hemos hablado de muchos amigos comunes; muchos notables. Le he puesto al día de mucho; porque él está a lo suyo ahora del barro, de la pintura y del esmalte, a otra forma sólida de darse. Hemos hablado también de Ángel, siempre; y de la próxima edición —será la sexta— del Premio de Poesía Joven «Ángel Campos Pámpano» y de que el próximo mayo en San Vicente de Alcántara se le podía entregar al ganador una de estas piezas. Al fin y al cabo, en las bases, con buen criterio, siempre pusimos «una obra original del pintor Javier Fernández de Molina». Y es que son como cuadros.


domingo, octubre 27, 2019

Ausencia


Creo que la última vez que escribí sobre Borges aquí fue cuando vino a la Facultad el profesor Vicente Cervera, de la Universidad de Murcia, gran especialista español en el inmortal autor argentino. Ahora no recuerdo —o sí— por qué apareció en el escritorio de este ordenador una captura de pantalla del poema «Ausencia», de Jorge Luis Borges. Es de Fervor de Buenos Aires, su primer libro, de 1923. Sobre la primera edición de esta obra hay un interesante artículo de Carlos García publicado en la revista Variaciones Borges en 1997, que creo que luego lo incluyó en un libro que no he visto sobre la primera época del poeta de El oro de los tigres. Qué título. El poema, con el debido respeto por los derechos de autor, dice así:

Habré de levantar la vasta vida
que aún ahora es tu espejo:
cada mañana habré de reconstruirla.
Desde que te alejaste,
cuántos lugares se han tornado vanos
y sin sentido, iguales
a luces en el día.
Tardes que fueron nicho de tu imagen,
músicas en que siempre me aguardabas,
palabras de aquel tiempo,
yo tendré que quebrarlas con mis manos.
¿En qué hondonada esconderé mi alma
para que no vea tu ausencia
que como un sol terrible, sin ocaso,
brilla definitiva y despiadada?
Tu ausencia me rodea
como la cuerda a la garganta,
el mar al que se hunde.

Estoy escribiendo sobre asuntos literarios de un ámbito geográfico muy reducido; y no quiero que parezca que los estoy comparando en menosprecio con una literatura tan grande. No. Aunque, la verdad, me gustaría estar leyendo y escribiendo sobre Jorge Luis Borges. Solo ha sido un receso entre una tarea y una lectura enigmática y afrentosamente oportuna en un domingo como este. El más largo del año.


Wish you were here


© Hipgnosis
Aquí solo, ahora no deja de parecerme sarcástico un título así. No creo que fuese mucho después de que este disco se publicase en Reino Unido, en septiembre de 1975, cuando nosotros ya lo escuchábamos en casa de Lolo Ramírez. Qué jodida lástima que no pueda compartir con él lo que ahora escribo. Confieso haber sucumbido al enganche de la promoción de las dos últimas colecciones de discos que ha lanzado El País. La actual, esta de la discografía de Pink Floyd, es la que me está haciendo viajar a un tiempo pasado ahora muy querido desde el presente de este domingo —encima, el más largo del año— que tiene de bueno solo el sonido con el que me llegan ahora las canciones, por ejemplo, de Animals (1977), que vuelvo a escuchar después de tantos años y que me transporta a otro mundo gracias a momentos como el comienzo de «Pigs», uno de los clásicos de Roger Waters de ese álbum: «Big man pig man ha ha charade you are»

sábado, octubre 26, 2019

Con José Antonio Zambrano


Este sábado lo he pasado en Almendralejo con José Antonio Zambrano. Le debía visita desde que se publicó su Ahora (Pre-Textos, 2019), uno de los libros principales de su última etapa después de una vida poética de más de cuarenta años. No encuentro —qué rabia y qué raro— mis anotaciones de la mañana que leyó en Zafra los poemas de este libro aún inédito en aquel entonces ante un grupo de amigos, un acontecimiento que hoy hemos evocado. Ver ahora la obra editada —que se presentará en donde nací el 22 de noviembre—, después de haberla conocido en varios estadios de su escritura, es una experiencia muy grata, que afortunadamente he tenido con muchos amigos que escriben. Hemos terminado en su biblioteca, en el sitio en el que se le pasan las horas del día. Estaba disgustado por una limpieza doméstica que, además de quitar el polvo de los libros, ha provocado un desbarajuste incompatible con lo que se le debe a un espacio así. He estado muchas veces en el lugar del que salen sus poemas; pero nunca me había parado a escribir sobre él. Bueno, sí. Un poco de eso escribí por lo que me pidió Fernando Clemente para La Gaceta Independiente, en 2013, y me he acordado hoy porque he vuelto a ver el patio de sus geranios y aspidistras. «No tengo que esforzarme mucho —escribí— para imaginar a José Antonio Zambrano en su escritorio, entre sus libros, afanado en sacar adelante un verso, el único que le falta por rematar de un poema en el que anda ofuscado desde hace semanas. O meses. En su libro Apócrifos de marzo (2009), hay un poema titulado «Normas para el rumor», cuyo comienzo es bien expresivo del afán constante en la escritura de José Antonio Zambrano: «Acumulo momentos / para hablar de lo que desconozco, / sabiendo que mi ignorancia es tan grande / como la de los geranios de mi patio». El elemento doméstico se convierte en un referente de la ignorancia y el desvalimiento que siente el poeta que todo lo busca, que indaga, que escribe desde esa desolación». En ese entorno de lo escrito estuve yo esta tarde de sábado sin ir más lejos. En una mesa auxiliar estilo antiguo, no sé si de roble, unos cuantos marcos de pie con fotos con sus amigos. Unos desaparecidos —Santiago Castelo, Dulce Chacón— y otros por fortuna vivos —Ramírez Lozano, Pureza Canelo, Pablo Guerrero—; y sus libros. Hemos hablado de poesía. Me ha mostrado en la pantalla del ordenador su próximo poemario, en el que está enfrascado. Solo diré que hay un poema espléndido que dedica al primer verso de Don de la ebriedad, de Claudio Rodríguez —«Siempre la claridad viene del cielo»—, y otro poema en fárfara pero estupendo sobre el último verso inconmensurable —«Abre tus ojos verdes, Marta, que quiero oír el mar»— del poema de José Hierro, de Agenda (1991), «Lope. La noche. Marta». Otro hito de la poesía del XX. Y todavía me queda, después de esta visita, volver a estar con José Antonio en la lectura de su Ahora. «El peso de un poema / tiene el tamaño exacto de una obstinación. / La que provocan las palabras / cuando se abren al mundo». Son los primeros versos de la tercera de las piezas de esta nueva orfebrería de un individuo que en Almendralejo, en el espacio en que hemos estado, se dedica a esa rutina de la luz. 



martes, octubre 22, 2019

lunes, octubre 21, 2019

Un salivazo


Creo que fue un día de marzo. Sí, fue un día de marzo. Qué tontería. Fue el lunes dieciocho de marzo poco antes de las nueve de la mañana, que para eso anoto de todo en mi cuaderno. Un padre llevaba de la mano a su hijo camino del colegio. El niño, muy pequeño, cargaba a la espalda una mochila liviana —solo un refrigerio para el recreo, seguro; sin libros, y quizá algún estuche con lápices de colores y un cuaderno. En el mismo sentido del tráfico por una acera estrecha —calle Parras de Cáceres—, el padre llevaba a su hijo cogido de la mano izquierda cerca de la calzada por la que los coches les rebasaban. El padre iba a lo suyo, al lado de la pared, levantó la cabeza, carraspeó, retronó todo, y escupió en la acera con la violencia del proyectil que hace un agujero en el suelo. Juan Rulfo, en «Nos han dado la tierra», de El llano en llamas, escribió: «Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una lasta como la de un salivazo». Aquel lunes yo tenía en la cabeza un texto así para llevarlo a clase. El niño miró a su padre como el que asiste a un gesto común y corriente con admiración y respeto. Con el debido respeto y la admiración debida. La educación, idiota, la educación, me pareció escuchar antes de entrar en el garaje para coger mi coche y marcharme a la Facultad, a mis clases. Por cierto, Rulfo. «Nos han dado la tierra». Y Pedro Páramo. Es otro apunte sin la menor importancia.

domingo, octubre 20, 2019

Maxime Chevalier y el «Lazarillo»


¿A todos nos ocurre? Removemos unos libros de un lugar a otro y salvamos la tarde volviendo a abrirlos y leyendo lo que recordábamos remotamente y lo que en el tiempo presente sugiere nuevas sensaciones, incluso significados distintos. A veces es porque alguien, un alumno, un colega, te pide una referencia que se convierte en un conducto tubular, como en las películas de aventuras, por el que caes a una infinidad de llamadas o de evocaciones. Así que pasas a otro asunto, a otro incidente, casi a otra dimensión. Por esa razón imprecisa por la que uno queda retenido en uno de los libros de su biblioteca, he recuperado Lectura y lectores en la España del siglo XVI y XVII (Madrid, Ediciones Turner, 1976), de Maxime Chevalier. Mi ejemplar me lo regaló en su casa de Madrid, en junio de 1998, Joaquín González Manzanares; y por motivo también impreciso, he reparado en que en su último capítulo dice: «Cabe la posibilidad de que una biblioteca pública o privada de contenido todavía incompletamente examinado nos depare alguna edición de Lazarillo de Tormes desconocida hasta la fecha» (pág. 169). El hispanista francés apuntaba eso por el hallazgo de una impresión no conocida de un Lazarillo de Valencia, en casa de Miguel Borras, de 1589; y añadía: «Acaso circularan en la España del siglo XVI más ejemplares de Lazarillo de lo que suponemos, acaso fuera la novela más leída de lo que sospechamos» (pág. 169). Me pregunto hoy si Chevalier supo de la aparición del «Lazarillo de Barcarrota», la edición impresa en Medina del Campo en marzo de 1554, como las otras tres primeras conocidas. Supongo que sí, y ahora me pregunto cómo reaccionó y si acaso recordó lo que él escribió veinte años antes. Ojalá la vida siga deparándonos hallazgos así, que modifican —y justifican— lo mucho que con tanto afán se ha investigado en historia literaria.

martes, octubre 15, 2019

Rodríguez Búrdalo


Sigue pareciéndome fascinante que la literatura como esencia de mi trabajo como profesor haya propiciado tanto conocimiento humano. Podría haberme quedado en casa y escribir sobre la poesía de un autor a quien no hubiese visto en mi vida. (Me ha ocurrido, claro; y no solo con los muertos). Pero lo que me ha pasado ha sido más bien lo contrario: he conocido a muchas buenas personas gracias a alguno de sus textos. No sé, seré, de natural, curioso e inquieto. A Juan Carlos Rodríguez Búrdalo (Cáceres, 1946) lo conocí gracias a la poesía, a su poesía. Ni las vivencias, ni las geografías, ni la ideología, ni los años —que también, puestos así— nos habrían acercado tanto como una actitud ante la escritura, como un montón de versos. Por eso, no dudé ante el ofrecimiento de participar en un acto literario el próximo sábado, en Piedras Albas, el sitio rayano con Portugal en donde pasó su infancia y adolescencia, en el que un grupo de amigos va a homenajearle. Me satisface mucho haber escrito sobre él y que me considere su amigo. Qué cosas logra esta afición a leer poesía. Sábado 19 de octubre. A las doce de la mañana, en la Casa de la Cultura de la localidad.

lunes, octubre 14, 2019

Hipérbole


Figura retórica consistente en ofrecer una visión desproporcionada de una realidad, amplificándola o disminuyéndola. Ejemplo: «Con cien cañones por banda / viento en popa, a toda vela, / no corta el mar, sino vuela/ un velero bergantín» […] 

domingo, octubre 13, 2019

El refugio de los libros


Di esta tarde un paseo por Italia leyendo El licenciado Vidriera. Tenía ganas de evadirme, de salir un poco de esta calle de Gallegos tan silenciosa hoy, domingo, y trasladarme a las apacibles de Florencia o a las de la majestad romana. Hasta que Tomás Rodaja vuelve a Salamanca en la novelita y por los veneficios que recibe de una dama despechada pierde el entendimiento; pero no el sentido común cuando dijo que los maestros de escuela eran dichosos porque trataban con ángeles. Qué cantidad de aforismos malintencionados salen de tan vidrioso caletre, y qué bien recibidos, para que luego Rodaja-Vidriera-Rueda acabe tan solito en su cordura. Quizá no merezca la pena nada; ni siquiera perder el juicio. Antes de volver a casa, me he parado en el rellano de la poesía de Horacio y una dichosa medianía me devuelve a mi sitio, a esta calle en la que escribo y desde la que viajo más que si mi fin de semana hubiese comenzado con un billete de avión cuya vuelta ahora tiro a la basura.

martes, octubre 08, 2019

Columna (vertebral)


[Primera parte] Genial la columna del pasado viernes 4 de octubre de Juan José Millás sobre una pareja de videntes que tuvieron una hija ciega a la que hicieron creer que veía y que los ciegos eran ellos. Esa niña creció y tuvo una hija vidente a la que hizo creer que era ciega. La niña preguntó un día a su madre en qué consistía ver y recibió esta respuesta: «En no tropezar». Aunque el texto de Millás termina con un «nunca se volvió a hablar del asunto» propicia hablar de él. Genial. [Segunda parte] Lo peor de la columna de Millás es el título —«Interruptores»—, porque privilegia un elemento interesante del relato pero no esencial. Esto es muy discutible, mucho. Me refiero a sugerir que un reparo sea que el título es lo peor. En realidad, no es más que un pretexto para proponer un estudio que analice la manera de encabezar piezas así de este género periodístico, desde aquellas míticas columnas de Umbral hasta estas de Millás. Y cómo el reducido espacio en el que se va a alojar un texto condiciona a su autor. O le impone, o le somete a titular con los caracteres que caben en el corsé en que se va a publicar lo que ha escrito. No estaría mal un estudio, si no se ha hecho —seguro que sí—, sobre estos microparatextos. Porque de ahí habrán salido los interruptores del relato de Millás del pasado viernes. Y los «Rituales» o el «Tenorio», de aquellas de Félix de Azúa; la «Istoria» de ayer de Almudena Grandes, que también escribió sobre «Aritmética» y «Sin perdón»; o las de Millás de otras fechas: «Áspero», «Taxidermia», «Atracos». Es curioso cómo el escritor se somete al imperativo del espacio y cómo el texto adolece de esa limitación. Lo de toda la vida. Yo me imagino que uno de esos escritores, desesperado por que no cabe «La insoportable levedad del ser» deja que le titulen su texto «Absolución». O algo parecido.

miércoles, octubre 02, 2019

Vida


Mañana de un sábado pasado en casa, trabajando y leyendo el periódico a la hora del aperitivo, en silencio o con un poco de música de Radio 3 —Toma uno, de Manolo Fernández. Noticias locales, muy locales, bobadas de suplementos alienantes…, y la lectura más detenida de crónicas y artículos de interés, y ese malestar por lo que ofrece la prensa sobre lo que se hace notar sin ser importante. Me detuve en el artículo de Babelia de todos los sábados de Antonio Muñoz Molina —de quien hablaron en el programa de Javier del Pino desde Bilbao a propósito de una supuesta falta de humor del escritor, que supongo que no es cierta—, que tituló «En la vida real», y en el que hablaba de la gratitud ciudadana que él percibe cuando va a una consulta o a ver a un amigo médico a un hospital público, y dice que «También he sentido lo mismo entrando en un aula o en el salón de actos de un instituto donde los profesores y los alumnos han sabido conjurarse para no rendirse al deterioro planificado de la enseñanza pública». Sin duda, el deterioro de nuestra enseñanza pública está planificado desde los gobiernos; pero tengo la certeza de que quienes sostienen el sistema son los profesores —ahora, a mi edad, veo que casi todos han sido alumnos conocidos— que día a día se preocupan para que sigamos creyendo en aquellos mejores valores que también expresó hace unos años Javier Gomá en «La gran piñata», otro de esos artículos de periódico que yo suelo ver pinchados en los corchos de las salas de profesores de muchos institutos de Educación Secundaria. En ese texto de 2011, Gomá reivindicaba incitar al amor por las disciplinas que se enseñan en las aulas, mucho más que al conocimiento positivo de ellas: «Durante los años escolares no hay tiempo para que el pupilo asimile siquiera los rudimentos de literatura, lengua, matemáticas o física, pero si ‘ha aprendido a aprender’ enamorándose de estas asignaturas, dispondrá del resto de su vida, y en particular los años universitarios, para profundizar autónomamente en ellas. Y así, la intimidad desinteresada con estos saberes acabará decantando en esa conciencia una visión del mundo bien articulada a partir de la cual estimar los muchos logros de la sociedad en la que vive y también criticar, cuando procede, sus desviaciones y excesos». Resulta muy inquietante que lo del «deterioro planificado de la enseñanza pública» de Muñoz Molina el sábado pasado tenga tanta relación con lo dicho por Javier Gomá hace poco menos de ocho años: «Las actuales reformas ‘a la boloñesa’ de la Universidad española postergan temerariamente la misión de formar hombres cultos en beneficio exclusivo de la preparación de profesionales. Oímos que la Universidad ha estado demasiado alejada del mundo laboral y que lo prioritario ahora es crear puentes con la empresa. Por eso los nuevos planes prevén pocos años de estudio para obtener un título universitario, conocimientos técnicos especializados y aplicados, y muchas prácticas desde el primer curso. Mutilada la Universidad de su misión educativa, el resultado previsible será la producción industrial de una masa abstracta de individuos preordenados para competir y producir, tan hipercompetentes como incultos, autómatas como los niños cantores de villancicos, ávidos consumidores de escasa civilidad […] Empezarán a trabajar antes que nunca y se jubilarán más tarde que nunca, lo que, privados de conciencia crítica, romos en su visión del mundo, asegura más de medio siglo de dócil mansedumbre a las leyes del mercado […]». Es todo igual de inquietante que yo siga volviendo a la misma idea y retomando avisos que ya puse aquí hace unos años, con la misma foto, el mismo enlace. Y más inquietante aún que hoy mismo haya escuchado a un querido compañero argumentos parecidos —salvadas las distancias— en un benéfico encuentro entre personas que piensan y que crean, y cuyos objetivos no sé a qué nos llevarán. Ojalá que a algo bueno. Yo, por el momento, sigo leyendo, como decía hoy Enrique Santos Unamuno, el compañero aludido.

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De la fotografía © Bob Thomas / Corbis - EL PAÍS