sábado, junio 29, 2019

Julián Rodríguez


© Danny Caminal, El Periódico.
Hace muy pocos días, en esta casa de la calle Gallegos que tanto frecuentó de adolescente, estuvimos hablando Susana Gil, Antonio Sáez y yo de él. Les conté que le había saludado en la caseta de la Feria del Libro de Madrid que Periférica compartía con Nørdica y junto a Impedimenta, y les trasmití las buenas impresiones que tenía por el tratamiento de la dolencia que le llevó a desacelerar el ritmo en la galería Casa Sin Fin y en la editorial. Evocamos algunas de sus inquietudes y ellos también me pusieron al día de otras circunstancias. Ayer, sentado en una cervecería de la Plaza de Santa Ana de Madrid, recibí la llamada de Antonio para decirme que Julián Rodríguez (Ceclavín, Cáceres, 1968) había muerto de un infarto en su casa de Segovia. El día 22 de agosto habría cumplido cincuenta y un años. Hoy sábado regresa a Cáceres para que su familia, sus amigos y sus muchos conocidos le despidamos en el Tanatorio San Pedro de Alcántara, en un camino de vuelta como el que ayer me trajo hasta esta calle y hasta esta casa en la que con dificultad asimilo otro de esos improvistos estragos de la muerte; y me acuerdo, claro, de su hermano Javier, de Anatxu, de Telmo y Pablo, sus sobrinos, de su madre, de su padre, a quien antier mismo vi caminar despacio con sus bastones por la plaza de San Juan de Cáceres, y de quien he hablado hoy con B. al recoger la prensa en el kiosco al que también todos los días acude por su ejemplar de El País el «Casi Anciano» de Cultivos, el sugerente libro de Julián  de 2008 en Mondadori. Llamé de inmediato a Álvaro Valverde, que escribió ayer una sentida nota, y luego a Susi Fernández Blasco, y comenté con amigos como Javier Alcaíns o Juanma Barrado el mazazo. De la inteligencia, del buen gusto y de las inquietudes de Julián nos hemos nutrido muchos, y son innumerables las experiencias culturales y sociales en las que estuvo implicado y nos implicó a otros en la ciudad de Cáceres, que sigue figurando como sede de Editorial Periférica (Apartado de Correos 293), hasta sus últimos títulos, como El ángel del olvido, de Maja Haderlap, que me llevé de la caseta de la Feria del Libro de Madrid la última vez que le vi, cuando me regaló La vida en tiempo de paz, de Francesco Pecoraro, sin darnos cuenta de que yo ya tenía esa novela desde junio del año pasado, cuando la publicó el sello de Julián. Libros, arte, estética y los valores intelectuales de alguien especial han rodeado su vida, y hacen tan incomprensible como negro —su color favorito en el vestir— este final. Me acuerdo de otros amigos que se han marchado antes, tan brillantes y determinantes en las últimas décadas de la cultura extremeña, como Ángel Campos Pámpano, Fernando T. Pérez González o Luis Costillo, y la idea de la muerte temprana sobrevuela cada vez con más descaro en los recuerdos y en las lecturas. La que hice ayer, por ejemplo, de las últimas páginas de Cultivos, dedicadas a Fernando bajo el título «Dos días de agosto». Ahora, un destino trágico titula este final «Dos días de junio», ayer, y hoy que termino estas líneas reescribiendo aquello que el de Ceclavín dejó dicho: «Julián se ha ido».

jueves, junio 20, 2019

La madre de Basilio


Pasado el mediodía de hoy, mientras un sacerdote oficiaba una misa de difuntos en la capilla abarrotada de un tanatorio de Cáceres, con una liturgia inevitable, cuya vacua retórica previsible nunca es consuelo, yo realizaba un ejercicio de memoria intentando recordar un texto de Basilio Sánchez, uno de los dolientes que esta mañana ha despedido a su madre de ochenta y tres años. Poco antes de la misa, él y yo hablábamos —mientras me mostraba una fotografía de hacía unos días de sus padres, él de noventa y cuatro años, de paseo y aperitivo— sobre la circunstancia cada vez más frecuente de incluir en ceremonias así un discurso o la lectura de un texto laudatorio de despedida de la persona fallecida. No sé si me lo ha comentado para saber mi opinión y así decidirse a última hora —aunque él nunca improvisa— a dedicar unas palabras a su querida madre; pero lo cierto es que yo he estado dando vueltas al texto que podría haber servido para tan sentido adiós en público. Al llegar a casa lo he encontrado en dos de los libros de Basilio. En El cuenco de la mano (Villanueva de la Serena, Littera Libros, 2007, págs. 65-67) y también en La creación del sentido (Valencia, Pre-Textos, 2015, págs. 77-79), en donde volvió a publicarse. Se titula «Dieciocho de junio», que es el cumpleaños de Basilio Sánchez (1958), que no ha podido celebrarlo hace dos días porque fue, precisamente, cuando su madre sufrió la hemorragia cerebral que la ha llevado a la muerte. Basilio testimoniaba en esa prosa el talento de su madre para el canto. «Siempre necesitaba que le insistiesen un poco». Así comienza ese texto, que extracto hasta su término en homenaje a una señora a quien tuve el gusto de saludar aunque escasas veces, y como un abrazo a su hijo que quizá no se ha atrevido esta mañana a repetir, con tanta gente delante, la expresión de su cariño: «Se hacía entonces el silencio a su alrededor y, entornando los ojos para que el sentimiento discurriese con fluidez, se iba hundiendo en la música que brotaba de sus labios como cuando alguien, desde la orilla, va adentrándose poco a poco en el mar y nos parece que se sale del mundo. […] Aquella vez, en cambio, nadie tuvo que pedírselo. Nadie tuvo que insistirle para que cantase y para que lo hiciese, además, como no lo había hecho jamás hasta ese instante. Estábamos los dos solos en una habitación de la que apenas recuerdo algunos detalles: la delicadeza de una luz que se encendía y apagaba sin motivo aparente, unos pasos amortiguados al otro lado de la puerta, el aire apacible de la ventana agitando con suavidad unos visillos a la altura de nuestras cabezas. Cantaba con una voz muy baja, casi susurrada, como si quisiera retenerla en aquel espacio reducido que compartíamos, pero aun así ofrecía todos los matices e inflexiones de los que era capaz, todo el virtuosismo que su garganta privilegiada le había permitido conseguir. Yo la oía, desde mi cercanía complaciente, con una percepción exacerbada que no he vuelto a tener nunca, como si me amparase la conciencia de estar asistiendo al milagro fecundo de una melodía creada por los sentidos para los sentidos que se abrirían en mí. Una armonía privada que, en aquel mismo momento, y sin que nada pudiera hacerlo sospechar, se estaba convirtiendo en una parte constitutiva de mi ser, en el hilo que hilvanaría en el futuro las diminutas cuentas de mi lenguaje, mi manera de relacionarme con las cosas. Dejó de cantar solo cuando estuvo convencida de que me había quedado dormido profundamente. Era el atardecer de un día caluroso de junio de 1958. Todavía estábamos los dos en la Clínica de San José y, con apenas unas horas de vida, yo era su primer hijo». Yo también me he acordado hoy de mi madre, de la que también hemos hablado un poquito esta mañana mi amigo y yo.


viernes, junio 14, 2019

Derroches


© Centro de Artes Visuales Fundación Helga de Alvear
Yo creo que cuando hablamos de derrochar casi siempre lo hacemos en clave dineraria. Sin embargo, hay derroches de otros bienes que creemos sobrantes y que no lo son. De ningún modo. La amistad, el cariño, la buena literatura o el agua que sale del grifo con un leve giro de la mano —en su caso— son capitales de los que nos olvidamos cada día y que despreciamos cada vez que nos envanecemos orgullosos y prepotentes, sin pararnos a pensar en nada; tan solo por tenerlos. Derrochamos la necesaria humildad cuando sometemos a los otros por un error cometido, y derrochamos cuando dejamos que los minutos pasen sin hablar con quien tenemos enfrente o, por una fruslería que se esquina, sin abrazar a quien tenemos a nuestro lado. Qué derroche el desprecio de una lectura apestosa sin reparar en lo bien que huele la intención de quien ha querido escribir el poema o el relato que sean. Derrochar es la prepotencia de la mayoría absoluta, la del poder absoluto, la de que yo tengo el mando o estoy sobrado, pues nada me falta. Así que el grifo sigue abierto y se nos van perdiendo la racionalidad, la mesura, los principios democráticos, la delicadeza, el sentido común, los buenos modales y la buena prosa. Esa manera de cuidar cómo nos expresamos, que es otro modo de respetar a quien nos escucha o nos lee. Cada uno que haga lo que pueda. Pero que lo haga. Que se le note. Hoy me decía alguien a quien quiero más —veinticuatro años— que le gustaría conocer mejor nuestra historia y nuestra literatura —toda, intuí, la mundial—; y me pareció bonito pensar en que tiene todo el tiempo por delante. Sobre todo, porque es posible que algún día necesitemos buena parte de lo que hemos estado derrochando del saldo que nos queda de amor, de generosidad, de libertad, de buena literatura… En fin, otra tontería.

martes, junio 11, 2019

La página en blanco


He ido a buscar a la Biblioteca Central este poema de Eliseo Diego y me lo he encontrado en la edición mexicana de Veintiséis poemas recientes (Ediciones del Equilibrista S.A. de C.V., 1986), en un ejemplar donado por un escritor extremeño que pasó por la Universidad de Extremadura y dejó una colección de libros que siempre me hace distinguir entre la investigación y la docencia, que son los principales motivos por los que adquirimos libros para nuestra biblioteca universitaria, y las razones de un lector. El diseño de ese libro fue de Gonzalo García Barcha, el diseñador e ilustrador, hijo de Gabriel García Márquez, que firmó una nota previa junto al editor Diego García Elío, en la que evocaban unas palabras de Eliseo Diego, en un ensayo breve titulado «Cómo tener y no tener una alondra»: «[...] para mí, la poesía es en un primer estadio una iluminación de cierto aspecto de la realidad que nos conmueve o sobrecoge: en este primer estadio, todos somos poetas. Luego, algunos resultan capaces de trasladar el aspecto iluminado de una materia a otra: en nuestro caso, de la realidad a la materia idiomática. El tránsito ha de ser hecho con tal delicadeza, que no se pierda ni una sola de las infinitas sugerencias vivas adentro de lo real, así como ni uno solo de sus múltiples significados posibles. Únicamente de esta forma se podrá llegar al tercer y último estadio en que el poema alcanza su consumación definitiva: la fase de la comunicación de lo iluminado, en que el lector, el otro sin el cual nada habría, recrea la experiencia originaria a través de aquellas mismas sugerencias y significaciones, aún tibias de vida, que el poeta-artesano guardó cuidadoso para él en el cofrecillo también vivo de la palabra».

viernes, junio 07, 2019

Así se hace un libro


A mis alumnas de «Fuentes para el estudio de la literatura española», una asignatura optativa que he dado en los últimos seis cursos académicos, les ponía delante un libro para que hiciesen su ficha bibliográfica sintética, la más sencilla —autor, título, lugar, editorial y año. Por ejemplo: Enric Jardí, Así se hace un libro. Barcelona, Alfa & Alfil Editores, 2019—, y todas se ponían a escribir sin abrir el libro, casi sin tocarlo. Miraban la cubierta y copiaban lo que veían; y en una ocasión les dije que estaba seguro de que si fuesen a comprar una funda para el teléfono móvil darían la vuelta al envoltorio para ver si era compatible con su marca y su modelo. E incluso que, si pudiesen, lo abrirían. Para aquella primera práctica era imprescindible abrir el libro, porque un libro, para que te diga algo, tiene que estar abierto. «Como en un libro abierto / leo de tus pupilas en el fondo», escribió Bécquer; y «como un libro abierto» es una expresión de la franqueza. Qué más. Parece innecesario repetirlo; pero Enric Jardí, que es de quien se trata aquí, lo hace: «La cubierta o la tapa es una parte autónoma de la tripa. Recordemos que es algo distinto de la portada, una pieza que físicamente sí forma parte de esta, como su diseño refleja. […] Tradicionalmente, los libros salidos de las imprentas se vendían sin cubierta. Si el comprador lo deseaba, los hacía encuadernar a su gusto para protegerlos y para facilitar su identificación en los estantes. Cuando se empezaron a marcar las cubiertas, se hizo primero en el lomo y solo posteriormente en la parte frontal. Cuando un diseñador hoy nos dice que hace libros, lo primero en lo que pensamos es inevitablemente en su parte exterior, pero esto es solo el envoltorio, el componente que llama nuestra atención en las mesas de las librerías o los escaparates» (pág. 167). De haber tenido mi ejemplar del libro de Enric Jardí, que compré en enero, cuando ya se terminaron las clases de la asignatura, les habría insistido: «—¿Veis? No soy el único que os machaca con esto». Aunque tiene un título tan atractivo como Así se hace un libro, a alguien podrá resultar demasiado técnico, demasiado centrado en el uso de algunos programas de maquetación, como el estupendo InDesign; pero es una obra que recorre toda la anatomía del libro de una manera amena y amable, y que junto a una recomendación de cómo se marca el interletraje —Tracking/Kerning— en la aplicación, encontramos sugerencias sobre el uso de la negrita o de tipografías como la Bembo o la Garamond; alusiones a la mala costumbre de sangrar el primer párrafo de un texto, que provoca un mordisco visual en la caja de texto; a las ligaduras de pares de caracteres como «fl» o la expresiva manera de definir la línea viuda como la que no tiene futuro —la que ha quedado descolgada de su párrafo— y la línea huérfana que no tiene pasado, porque ha quedado aislada de la columna o párrafo anterior. «Las viudas y las huérfanas son una cuestión estética pero también práctica: los párrafos han sido creados como unidades de significado. Si quedan partidos de una forma tan abrupta y desequilibrada, no cumplen bien su función» (pág. 136). Fue curioso que cuando estaba terminando de leer este libro una alumna de ilustre apellido —Moñino— me preguntase por estos asuntos de la edición y composición de textos —me faltó tiempo para prestárselo y ya me lo devolvió—, y que yo ya tuviese subrayada una de las expresiones más repetidas de este apetitoso manual: «Llevamos más de 500 años haciéndolos prácticamente igual» (pág. 13); «Por ello, los libros impresos hoy se parecen bastante a los hechos hace 500 años» (pág. 41); «El libro es un artefacto que ha cambiado poco en los últimos 500 años» (pág. 167). En fin, fascinante esta demostración de amor al texto, que, aparte algún reparo por errata casi invisible o por otras debilidades de uso —la puntuación o el infinitivo independiente—, el único reparo que puede ponérsele a un título tan atrayente —Así se hace un libro— es que sea tan imperativo.

lunes, junio 03, 2019

Visita a un poeta


A Antonio Raigada Ramos (q.e.p.d.)
Lo he pasado bien esta tarde en los exámenes, sí. A pesar de que eran las cinco, no hacía calor —la sala estaba bien refrigerada—y de que me habría gustado estar en una iglesia despidiendo a alguien conocido que, lamentablemente para mí, no fue más cercano, y que se ha marchado. He dedicado tres horas a conversar —que defiendo como modo de evaluar— sobre Los ríos profundos de José María Arguedas y sobre Estrella distante de Roberto Bolaño. He conversado con Lucía, Beatriz, Rubén, Carmen, Guido, Reyes, Pilar y Javier. El resultado ha sido satisfactorio. Cumplidos los protocolos, cuando tenga que ser, las calificaciones pasarán al acta, y aquí paz y después gloria. Ganas me dan de hacer una gracia con Octavio Paz y Gloria Fuertes. Me quedo en Paz. Porque sí, he recordado que en la prueba —conversación— anterior con este curso de Tercero de Filología Hispánica tratamos Piedra de sol, del poeta mexicano, Nobel de Literatura —y de Paz—, y que yo tenía un apunte escrito sobre «Visita a un poeta», un texto sobre Robert Frost de Las peras del olmo (1957), que evocó Álvaro Valverde y que, de haber habido tiempo, me habría gustado recomendar a mis alumnos. Un texto —una conversación en Vermont, en junio de 1945— que tuve presente hace meses cuando acudí a la casa de un amigo que había escrito un libro de poemas inconmensurable. Es lo que tiene esta red de vasos comunicantes de la escritura de cuadernos, de estos apuntes para un blog, de borradores de vida…, que trasvasan emociones y experiencias hasta llegar a un texto nuevo que pueda expresar el placer de llegar a la casa de alguien, un poeta, que quiere que leas lo que ha escrito. Y estar allí, y que suene el teléfono con la primera propuesta de presentar el libro que acaba de ser premiado. Fue con Basilio Sánchez. Un encuentro hermoso. Casi no parecía real.