sábado, mayo 02, 2020

Diario de estos días (LI)


«Y ahora, ¿hacia dónde voy?, ¿tiro a la derecha o a la izquierda?» (Miguel de Unamuno)

Sábado, 2. Igual no salgo hoy. No tengo ninguna necesidad —con perdón. Después de más de cincuenta días creo que puedo esperar a no ser de los primeros como todo el mundo. En cualquier caso, si es, será en el tramo nocturno, desde las ocho a las once. Se me vienen a la cabeza aquellas imágenes que probablemente quedarán ya para la historia —bueno, quién sabe, después de conocer ayer la irresponsabilidad de quienes celebraron el cierre del hospital de IFEMA—; las de las aglomeraciones a las puertas de los grandes almacenes el primer día de rebajas. Todo el mundo habla de lo mismo, de ser prudentes. Todo el mundo no, verdaderamente. Esta mañana he visto en mi calle a dos vecinos sin máscaras ni guantes saludarse pegaditos y a uno de ellos dar al otro dos palmaditas en la espalda como despedida. Con ellos no va este asunto. Llevamos mirándonos al espejo —pero nos miramos de verdad, no como Pablo Casado— desde el principio del confinamiento, y cada nueva situación es analizada desde varios puntos de vista —desde el reflejo de cada uno— y recogemos nuevas recomendaciones que sumamos a las que hemos incorporado a nuestro vivir cotidiano. Ayer, un preparador físico dijo en la radio que hay que tener cuidado con las lesiones, después de todo este tiempo con escasa actividad, que hay que estar en forma para correr y no correr para estar en forma. Como nunca, y será por esta experiencia de escribir aquí todos los días, al escuchar un informativo o una tertulia radiofónica, o al leer la prensa, he sentido ir tan al compás de la normalidad más plana —aurea mediocritas—; como nunca, me he encontrado tan acomodado con lo que le ocurre a cualquiera. Por ejemplo, la primera frase de esta entrada de hoy fue ayer «Igual no salgo mañana». Y a la hora de comer, que es cuando leo el periódico, he visto en el titular de un texto de Sergio C. Fanjul en El País: «¿Volver a salir? Preferiría no hacerlo». En él se habla del síndrome de la cabaña y de la agorafobia, y de un niño de doce años que dice que no sale porque está bien en casa. También me he sentido aludido por el artículo de mi admirado Nuccio Ordine en el que dice que nunca había imaginado, después de treinta años de servicio, dar clases a través de una fría pantalla. Yo tampoco. Y destaca lo maravilloso que es leer un texto clásico mirando a los ojos a los estudiantes, y la importancia de sentir el soplo vital de una clase. Yo también. Pero habla de los «cantores del progreso» y de quien «se muestra exultante» porque considera que este es el momento de dar un salto adelante para llegar a una enseñanza telemática. Estoy con él y con los cantores. Del mismo modo que estoy con un pie dentro, en mi pasillo de estos días, y con un pie fuera, en mi privilegiado kilómetro de distancia de mi domicilio que comprende un área Patrimonio de la Humanidad. Igual sí salgo.

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