martes, agosto 30, 2022

Aerolitos completos

Supe de la existencia de esta edición gracias a la reseña que Jordi Doce le dedicó en el número 26 del 8 de julio de La Lectura, y quise hacerme de inmediato con el volumen, que completa estas creaciones —más de dos millares de «mínimas» u «ocurrencias»— del escritor gaditano (1923-2010) con 254 textos inéditos: Carlos Edmundo de Ory, Aerolitos completos. Prólogo e Ignacio F. Garmendia. Edición de Carmen Sánchez y Laure Lachéroy. Cádiz, Firmamento Editores, 2022. Algunas podían leerse en la imponente antología poética de Jaume Pont en Galaxia Gutenberg Música de lobo (2003), y exentas en Los aerolitos de Calambur (2005 y 2011) y las editadas por un oryano como José Ramón Ripoll en La Isla de Siltolá en 2019, entre otros lugares. Pero bien, por el momento, estos son los aerolitos completos de Ory, desde «Sin previo silencio las palabras no suenan» (pág. 31) hasta «Las palabras marchan hacia el silencio» (pág. 238), un principio y un final que ponen de manifiesto la opción de las editoras de ofrecer una «coherencia orgánica del conjunto» que uno no sabe si era la del autor. Descartada una ordenación cronológica —«elección más propia para una edición crítica, destinada a los filólogos» (sic), en palabras del prologuista Ignacio F. Garmendia, que hace que me sienta un rarito—, se hace edición, y, aunque se pretenda lo contrario, hay un «afán de sistematicidad» en cualquier propuesta así que se precie. De hecho, los inéditos se ponen en sección aparte. Creo que llegué solo a Carlos Edmundo de Ory y al postismo como movimiento de vanguardia de la posguerra española. Quiero decir que no recuerdo haber escuchado a ninguno de mis profesores nada sobre aquello, que sí conocí gracias a la antología Poesía española contemporánea (1939-1980), de Fanny Rubio y José Luis Falcó (Alhambra, 1981), que me compré en Zafra en mi verano de veinte años. Ahí conocí un poquito de la vanguardia desde 1939 y lo de la revista Postismo (1945), y los nombres de Eduardo Chicharro (1905-1969) y poemas de Carlos Edmundo de Ory como «El rey de las ruinas», «Poema escrito con el torso desnudo» o «Serenata». Lástima que el centenario del nacimiento de Ory el próximo año pueda verse solapado por el de mi madre. Vivía Ory cuando me traje de Cádiz una edición feúcha de su Poesía primera (1940-1942), que editó la gaditana Fundación Municipal de Cultura a finales de los ochenta, y una muy interesante compilación de artículos bajo el título de Iconografías y estelas que sacó el Servicio de Publicaciones de la Diputación de Cádiz en 1991, con una nota previa del propio «Alado Carlos Edmundo», que es como titula su prólogo Ignacio F. Garmendia, que tarda tan solo dos páginas y pico en decir que «los aerolitos de Ory […] son algo más que aforismos», que es lo que hay que decir, en realidad, si uno no quiere pararse en el ingenio sin genio («Errare divinum est») ni en calambures («¿Por qué te vas a Tebas?»), y celebrar la publicación de esta ventanita a una obra mayor como la de este personaje. Es tanto y tan diverso lo que uno puede encontrar en estos Aerolitos completos, que, como dice Jordi Doce, a quien debo esta lectura, no «hay página de la que el lector no salga con una sonrisa, pensativo o maravillado ante el don oryano para el relámpago verbal y la sorpresa feliz. Es como si nuestro poeta fuera capaz de convertir en ‘aerolito’ todo lo que toca y piensa y escribe». Otra lectura recomendable. «Sbrenica, julio 1995: milicianos serbios fuerzan a una madre para que beba la sangre de su hijo de dieciocho años degollado bajo sus ojos (de la prensa)» (pág. 191). En fin… 

lunes, agosto 29, 2022

29 de agosto

Hoy he pensado todo el día en mi madre. Habría cumplido noventa y nueve años. Durante unos segundos he descartado escribir esto y esperar a la cifra redonda de los 100 el próximo 2023. Pero el otro día me caí por la escalera y no me pasó nada —unos moratones que aparecieron días después en el interior del brazo izquierdo y en el hemisferio del mismo lado del culo—, y llevo unos días con esa cosa tan enigmática de la contingencia y del azar, y de que mañana se acaba el juego, como en el cuento de Cortázar, en el que a uno le viene un no sé qué. Así, sin nada. También me he imaginado que ha llegado bien temprano esta mañana a casa un tipo que quería venderme un seguro de vida. Al irse de vacío, me he quedado con el comecome de que mañana la rueda deje de girar y no pueda contarlo. Así se me ha pasado buena parte del día, disfrutando del paseo, de la lectura —hoy he leído la novela corta Alonso Golfín (1894), de Publio Hurtado—, de la sonrisa con la que me ha regalado una simpática mujer —valga el pleonasmo— en la calle, y del café de funcionario un lunes de vuelta al trabajo, es decir, más concurrido que de costumbre en estos días de agosto. 

domingo, agosto 28, 2022

Gijón, de libro

No le ha faltado detalle a esta ciudad. Dos de las librerías más interesantes de Gijón están en el mismo lado de la misma calle (La Merced); pero solo en una de ellas encontré el viernes lo que no suele verse en otras librerías convencionales de España. La «Librería Paradiso» es y no es convencional o generalista, pues fue y es un importante foco cultural de la ciudad, muy significada en los años de la transición democrática —nos contó mi amiga Elena de Lorenzo—, y también fue galardonada años después por su labor de fomento de la lectura; y «El desván del libro antiguo» merece dedicarle más tiempo a la búsqueda de alguna curiosidad y —así fue mi caso— saciar la necesidad de aumentar una colección o de poseer algún impreso de una época que me interesa, como el siglo XVIII o los primeros años del siglo XIX en los que se publicaron obras de autores nacidos en el anterior. Mi «colección» responde al apellido Goytisolo, que es el que, indistintamente, cuenta para el catálogo de este librero que nos atendió. Para mí solo vale Juan; pero, por extensión, y con el correr de los años, he hecho lo mismo que el librero de «El desván»: Goytisolo solo. Al preguntar, como el que pregunta en una tienda de discos por singles de Raphael, el librero vio negocio y me sacó todo lo que tenía. Dos cositas me llamaron la atención: la primera edición de las cuatro narraciones incluidas en Fin de fiesta. Tentativas de interpretación de una historia amorosa (1962), de Juan Goytisolo, que ya tenía en otra más moderna, una reimpresión de principios de los ochenta en la «Biblioteca Breve de Bolsillo»; y la primera de la segunda novela de su hermano Luis, Las mismas palabras (1963). Mucho más valor que precio, si gasté veinte euros en un testimonio de la apuesta editorial de entonces de Seix Barral por los Goytisolo; cuando, después de Las afueras, Premio Biblioteca Breve en 1958, a Luis le publicaron esta edición de Las mismas palabras que hojeo en casa. Y a Juan, mayor —pero menor que José Agustín—, que ya había iniciado su andadura en Destino y fuera de España, también Seix Barral acogió como autor de su sello al publicarle esa especie de guion que fue La isla (1961). «—Como para una tesis doctoral sobre esos Goytisolo» —, escuché al librero. Más caros pero asequibles fueron un apretado volumen del Manual de literatura (1844) de Gil de Zárate —la edición resumida en dos de los cuatro que salieron primeramente— y una edición de Poesías escogidas de Nicolás y Leandro Fernández de Moratín de 1830, que confirma que ya en esas fechas se usó la entidad de los «Moratines» que en nuestros días ha reivindicado y estudiado un especialista como Jesús Pérez Magallón. Más tarde, llegaron ediciones de padre e hijo tan canónicas como la de la Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneira en 1846, y otras de 1874 y de 1882, hasta los dos contundentes volúmenes de Los Moratines de Magallón en la Bibliotheca Avrea de Ediciones Cátedra en 2008. Puedo dar noticia de esta menudencia de edición de las Poesías escogidas publicadas por la Oficina de J. Ferrer y Orga en Valencia, en la que ya el hijo se sobrepone al padre. De hijo y padre ha ido este viaje a este Gijón en el que padre e hijo han compartido espacio con mucho gusto. Un Gijón que uno pasea siempre con placer; y quizá con mayor placer sintiéndose acompañado por Jovellanos y sus frases en lugares emblemáticos de la ciudad en los que se notaba la huella de Elena de Lorenzo y sus afanes cuando el bicentenario de 2011, o 20J1. Si mi hijo decidiese irse a vivir a un sitio tan alejado de aquí, no me importaría. Al fin y al cabo, esta mañana a primera hora estábamos paseando Pedro y yo por el paseo marítimo de San Lorenzo y a las cuatro de la tarde ya estábamos a treinta y seis grados en Cáceres. Una apacible operación retorno sin tráfico y sin mayor incidencia que una buena ración de jamón en carretera. Y el recuerdo reciente de un Gijón de libro.

jueves, agosto 25, 2022

Cáceres de novela (III)

Algo tiene que ver con mi anterior entrega de esta serie cacereña lo que quiero escribir sobre un día cualquiera de agosto en «La Ciudad Feliz», que diría José Ramón Alonso de la Torre, así, con mayúsculas iniciales. Lo mío quedará en crónica de unas horas en una ciudad tan habitable como Cáceres, en la que uno se echa a la calle y todo es encontrar a personas de importancia con las que toda conversación es sustanciosa. Pepe, mi quiosquero, puede saludarte celebrando la temperatura ambiente y hacerte un análisis más cabal de la situación actual de crisis mundial que ningún tertuliano opinante por mucha facundia pagada que gaste. El escritor e ilustrador Javier Alcaíns me saca a tomar café a la hora a la que salen los funcionarios a desayunar a uno de los sitios céntricos más frecuentados, en donde suelo encontrar a gente conocida, como los periodistas Mari Cruz Vázquez —ya con dos novelas como escritora— y César Serrano. Gente importante. Como el músico y cantante Juanjo Cortés, a quien llamé para darle un dato sobre una de las novelas de las que estoy escribiendo y que toman a Cáceres como escenario de ficción. La chica del pelo cobrizo, de Antonio G[utiérrez]. Mogollón, a quien no logro localizar para volver a conversar con él sobre sus escritos, es un relato muy cacereño por su geografía urbana. Pero es, sobre todo, un caso extraordinario de sociología literaria que merece una crónica que no haré hasta que Antonio G. Mogollón me autorice. De ahí mi afán por localizar a este escritor —que parece que ya no es socio de la Asociación de Escritores Extremeños (AEEX)—, que fue Premio Cáceres de Novela Corta con El presta (Cáceres, Diputación Provincial, 1997), que publicó un interesante relato («Cuando era moda llevar los mocos por fuera») en la revista Alcántara en 1998, y que vio cómo la publicación por entregas en El Periódico Extremadura de La chica del pelo cobrizo, que arrancó en octubre de 1998, fue interrumpida tras el séptimo capítulo por supuestas presiones de algunos suscriptores escandalizados por una narración que, progresivamente, iba subiendo en alusiones muy explícitas al sexo en un contexto de sordidez y alcohol. Así lanzó el periódico la sección: «La chica del pelo cobrizo es una novela corta, que a partir de este sábado se publica en entregas semanales, durante once capítulos. Ambientada en Cáceres cuenta la historia sórdida de un hombre vacío, sin esperanzas». La intención del autor era enmarcar su relato en un contexto verificable, muy cercano a un lector cacereño —que era el mayoritario de El Periódico Extremadura—, y no solo se mencionaba parte del callejero real de Cáceres, sino que uno de los locales en los que pasa buena parte de las noches Cosme Expósito —que es el nombre del protagonista— existió por aquellos años en la calle Pizarro: el «Beri-Beri Blues». Y llamé a Juanjo Cortés, porque en la novela aparece Moisés (Moi) Martín, gerente de aquel local y bajista del grupo cacereño Poker de Blues, al que también pertenecía Juanjo. Una curiosidad. Unas risas. Otros tiempos. Tengo el mecanoscrito de la novela que no pudieron leer completa los lectores de El Periódico Extremadura porque Antonio G. Mogollón nos lo envió a la AEEX solicitando amparo por la tropelía. Hace veinticuatro años. Razón de más para evocar aquello con el escritor. 

lunes, agosto 22, 2022

Ejercicio sentimental


Ha llegado más tarde a mis manos este apreciado volumen porque di la dirección de la Facultad para su envío. Cerrado el centro desde el uno de agosto, hasta el pasado miércoles no pude recoger mis ejemplares, y ahora me alegro de que me dé la oportunidad de escribir sobre esto con la lectura reciente este lunes veintidós, coincidiendo con el día en que Julián Rodríguez (1968-2019) habría cumplido cincuenta y cuatro años. A él va enteramente dedicado este libro que acaba de publicar la Editora Regional de Extremadura, con la que tantos vínculos tuvo, y en la que publicó también alguno de sus títulos, como Mujeres, manzanas (2000), en una colección que hoy todos asociamos a él y a su gusto editorial. Coordinado por Antonio Sáez Delgado, Ejercicio sentimental. El universo literario de Julián Rodríguez reúne quince colaboraciones de críticos, profesores, editores, escritores y amigos que le conocieron, sobre todo, en el ámbito humano y literario. Estoy convencido de que otro ejercicio sería el que tratase el universo artístico de Julián, y bien fácil sería convocar a un elenco equivalente para montar un volumen parejo sobre una más de las facetas de alguien cuya vida fue «plural y apasionada a partes iguales, generosa hasta el extremo en cada una de las empresas que acometía» (pág. 10), como escribe su amigo el traductor y profesor Antonio Sáez en el texto introductorio. Excepto alguna comunicación que habrá habido entre colaboradores —solo me consta la que tuve con Fernando Valls—, cada uno de los que escriben en estas páginas lo ha hecho sin conocer lo que otros han propuesto; y quizá por eso hay una serie de reiteraciones que, sin embargo, no quedan mal en la lectura completa del libro, pues nos ofrecen miradas distintas sobre unas mismas obras. Ocurre con Antecedentes (Mondadori, 2010), que está en las páginas de Fernando Valls, en las mías y en las de Pozuelo Yvancos, que también se ocupa de Cultivos (Mondadori, 2008), igual que en su capítulo («A la sombra del olivo y el acebuche») José Luis Bernal Salgado, que desarrolla la relación de Julián Rodríguez con el territorio y con lo rural, presente también en el evocador texto de David Matías, tan buen conocedor de Las Hurdes de la biografía familiar de Julián. Otras miradas sobre el mismo objeto se dan en las palabras de Marta Sanz y de Carlos Pardo, de nuevo sobre Cultivos, que, salvo por algunas alusiones muy repetidas a las «piezas de resistencia» o al «laboratorio» del escritor, insisto en que enriquecen este análisis plural del universo literario de Julián Rodríguez. Los nombres citados se reparten entre las dos divisiones de la obra, explicadas en las palabras introductorias de Antonio Sáez: «Estas páginas son, al mismo tiempo, un reconocimiento explícito de la importancia de la obra literaria de Julián Rodríguez y un homenaje a la persona que la cultivó. Por eso, este libro está divi[di]do en dos partes, que funcionan en realidad como unos vasos comunicantes: en la primera de ellas, varios ensayistas de naturaleza académica abordan diferentes aspectos de su obra literaria, mientras que en la segunda un grupo de escritores, ensayistas, editores o personas vinculadas a las artes plásticas —el universo de Julián— se acercan también a sus libros y a sus obras, a su vida» (pág. 12). A los trabajos citados de la primera sección se suman los de Isabel María Pérez González e Isabel Araújo Branco, respectivamente, sobre los personajes femeninos y Portugal en la obra de J.R. Y a los nombres mencionados de Marta Sanz y Carlos Pardo, en la segunda parte les siguen los de Gonzalo Hidalgo Bayal, que analiza la primera novela de Julián, Tiempo de invierno (Alba editorial, 1998), Martín López-Vega, editor del espléndido Diario de un editor con perro (Editora Regional de Extremadura, 2021), que habla de los cuadernos del escritor, Iván de la Nuez, que habla con Julián y de su «grandeza intelectual», o Constantino Bértolo, editor de Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás (Caballo de Troya, 2004), que recupera las palabras dichas en la presentación en su día de la obra. Andrés Trapiello, con dos textos escritos sobre Julián Rodríguez —uno en uno de los volúmenes de sus diarios, Siete moderno, de 2003, y otro en El País como necrología—, y Javier Rodríguez Marcos, con una biocronología de su hermano, cierran el volumen. Cómo lamento no poder felicitar hoy a Julián, como tantas veces años atrás. En su ausencia, felicito a su amigo Antonio Sáez por haberlo traído al presente tan bien acompañado por algunos de sus lectores, que han querido conversar con él en este ejercicio sentimental que aspira a ser una invitación a la lectura de la obra de Julián Rodríguez. 

Antonio Sáez Delgado (Coord.), Ejercicio sentimental. El universo literario de Julián Rodríguez. Mérida, Editora Regional de Extremadura (Col. Estudio, 62), 2022, 176 págs.

jueves, agosto 18, 2022

Cáceres de novela (II)

La comprobación me ha costado 18 €, que no está mal para una pieza de 1947, con señales de uso —sobre todo en el lomo desgastado—, que no tenemos en la biblioteca de la Universidad de Extremadura, tampoco en la Pública de Cáceres y que sí está en el Archivo-Biblioteca de la Diputación cacereña. No existe tampoco en el catálogo de la Biblioteca Nacional de España. Se trata de la novela de Leocadio Mejías, Segundo López, aventurero urbano (Prólogo biográfico de Santiago de la Cruz. Cubierta de Robledano. Madrid, Ediciones Rollán, 1947). Me ha llegado a casa enviada por un librero de Lucena —hoy, precisamente, cuando hemos sabido la noticia de la muerte de un niño de tres años que ha caído desde el tercer piso de un bloque de viviendas de esa ciudad cordobesa. Qué mal. Tenía guardado un recorte del diario Hoy del 4 de noviembre de 2018 con la siempre estimulante sección de Sergio Lorenzo «Desde la moto de papel», que ese domingo dedicó a «El periodista de Cáceres que casi muere de hambre vistiendo de frac y chistera», o sea, a Leocadio Mejías (Cáceres, 1911-Madrid, 1968), y he metido la página dobladita entre dos de mi ejemplar recién llegado. La novela tiene su miga y algo se ha escrito; pero lo más anotado sobre ella ha sido siempre que fue la base de la primera película dirigida por Ana Mariscal en 1953. La actriz y directora se casó con el fotógrafo cacereño Valentín Javier, paisano y amigo de Leocadio Mejías, que fue quien los presentó en Madrid en los años cuarenta. Recuerdo haber estado en la Filmoteca de Extremadura en Cáceres en la reposición de una copia restaurada de esa película, hace ya más de dieciocho años. Segundo López, aventurero urbano, la novela, va precedida de una impagable introducción del editor, Santiago de la Cruz, titulada «Una hora con Leocadio Mejías» (págs. 9-16), que no solo es un retrato muy cercano de la persona del escritor —a quien también se describe físicamente: «alto, seco, anguloso, de apariencia tristona y reservada» […] (pág. 11)—, sino la que supongo primera entrevista publicada sobre este escritor que fue cuñado de Eugenio Frutos y que escribió con seudónimo y al alimón con Pedro de Lorenzo una novela curiosísima sobre la que ya hablé aquí, Santa Lila de la Luna y Lola (1935). Como sigo pergeñando unas páginas sobre las novelas en las que, por capricho o por fervor, la ciudad de Cáceres —o sus trasuntos— ha sido elegida como espacio de ficción, ha surgido la comprobación que me ha costado 18 €. Anduve, como se sabe, por Boxoyo Libros en estos días de agosto, y Jaime Naranjo García, a quien hablé de mis afanes por buscar vestigios de un Cáceres novelado, me recordó lo de Segundo López. Quizá mezcló la película con la novela, y se lo agradezco; porque el relato —que arranca desde el «vetusto y madrileño café Castilla»—, no da más escena a Cáceres que la mención del lugar de nacimiento de Segundo López en «la posada de la Machacona de la muy noble ciudad de Cáceres» (pág. 21); pero me viene de perlas para filiar uno más de tan excéntricos títulos relacionados con el concepto de «ciudad narrada». Comprobación hecha, libro al zurrón y lectura estupenda.



lunes, agosto 15, 2022

Una larga lealtad

En el único capítulo de este libro que no está dedicado a una persona, Francisco Rico cuenta cómo adquirió en 1962, a sus veinte años, una colección completa de la Nueva Revista de Filología Hispánica que le deparó apetitosas lecturas. Es el discurso que dijo al recibir el Premio Alfonso Reyes del Colegio de México en 2013, que, por otra parte, está lleno de nombres: Amado Alonso, Raimundo Lida, Antonio Alatorre, los principales; pero también Leo Spitzer, María Rosa Lida —un nombre «sacrosanto» para Rico—, Enrique Canito o José Manuel Blecua. De nombres trata Una larga lealtad. Filólogos y afines (Barcelona, Acantilado. Quaderns Crema, 2022), que, como reunión de escritos publicados desde 1964 a 2020, es para el autor «un testimonio de gratitud» (pág. 9); pero para el lector es una galería de excepcionales profesionales de la filología, de la investigación y de la enseñanza a quienes uno sigue contemplando en los merecidos pedestales a los que les han llevado sus obras. Y una gozosa y formativa lectura. No creo que sea capaz de mencionar aquí, en los límites que me doy para no ser cansino, la cantidad de motivos de mi entusiasmo por Una larga lealtad. La primera semblanza de este libro es en parte una crónica de la visita que don Ramón Menéndez Pidal hizo al III Congreso Internacional de la Société Rencesvals celebrado en Barcelona en septiembre de 1964; pero —por la talla de don Ramón— es un significativo pórtico a estos retratos de personalidades que conoció y trató quien hoy es uno de los que reúne en sí mismo el prestigio, la sabiduría, el garbo y la agudeza de muchos de los nombres que evoca y elogia en su libro. Entre ellos —motivo de satisfacción y cercanía—, mi profesor Juan Manuel Rozas, de quien dice en el incipit justificativo que «no salía de la mejor escuela, pero tenía un admirable entusiasmo» (pág. 10) y a quien le dedica el cuarto texto después de don Ramón, de Rodríguez-Moñino y de Yakov Malkiel. Razones cronológicas; pues la organización del libro es esa, desde aquella crónica sobre Menéndez Pidal del 64 hasta lo dedicado al novelista y filólogo Marco Santagata en 2020, tras su fallecimiento. Sí, muchos de los bocetos biográficos de Rico sobre otros —aunque no solo por eso— son sentidas y fundamentadas necrologías: Rafael Lapesa, Domingo Ynduráin, Fernando Lázaro Carreter, Anthony J. Close, Cesare Segre… Lo de Rico sobre Rozas fue una reseña de la excelente edición de las Obras de Villamediana en Clásicos Castalia (1969) que se publicó en la revista Ínsula (mayo de 1970, núm. 282, pág. 13), y su reedición aquí, en Una larga lealtad, la compartí con su hijo José Luis cuando estaba enfrascado hace pocas semanas en la corrección de pruebas y últimos retoques de un libro con una gustosa avenencia: Conversaciones y semblanzas de hispanistas, unos apuntes de Juan Manuel Rozas (1936-1986), hasta el momento inéditos, que escribió entre 1970 y 1976, que editará próximamente Renacimiento y en los que sale Rico en uno de los capítulos no escritos que solo tienen el título. En el caso: «Paco Rico o la precocidad». Sin más nada. Uno lee Una larga lealtad con una profunda admiración por la prominencia de algunos nombres de la filología y constata el desnivel —cada uno es hijo de sus obras, escribió Cervantes– desde el que uno los contempla. Dice Rico que ojalá el lector se sienta atraído por la imagen que plasma de sus maestros y amigos, y que añore haberlos conocido y haber trabado con ellos lazos parecidos. Puede estar seguro, por el sentimiento con el que yo he leído este libro que compila relaciones escritas y sentidas, que inciden en el perfil humano de los nombres, aunque a F. R. a veces le pueda —es de agradecer— el relieve de erudición, la agudeza jocosa y el sarcasmo, que son siempre trazos de su firma. Y también porque me siento cercano a muchos de los nombres citados. No solo a Rozas, quizá el principal para mí entre los convocados por Rico, sino a Rafael Lapesa, Domingo Ynduráin, José-Carlos Mainer, Julián Martín Abad, Claudio Guillén, Alberto Blecua, Darío Villanueva, Inés Fernández Ordóñez o Juan Gil, con algunos de los que ya no es posible prolongar el saludo cordial, el encuentro profesional o la conversación amistosa. Los textos de Una larga lealtad navegaron, antes de quedar recogidos en este volumen, por la red de publicaciones de referencia de otra época, la de las revistas Ínsula, Destino, los periódicos La Vanguardia, El País, o en prólogos y discursos, y su recopilación permite ahora recorrer gran parte de la vida de este castellano —así consta en muchas de sus notas biográficas— de Barcelona que espolvorea en sus semblanzas muchas perlas de sentido común filológico. A propósito de Roger Chartier, no deja pasar la oportunidad de responder —otra vez— a la pregunta de «¿Qué es un clásico?»: «Un clásico es una obra que sigue estando en las buenas librerías setenta años después, cuando menos, de la muerte del autor. Es, también, una obra que se conoce sin necesidad de haberla leído, porque pervive principalmente en versiones derivadas de la original: traducciones, recreaciones, presencias en otros textos, pinturas, óperas, adaptaciones al cine, al cómic…» (pág. 213). Cuando reseñó los estudios de historia literaria Signos viejos y nuevos (2006) del llorado Alberto Blecua, subrayó que por «mucho que lleve también otras miras, la obra literaria es, antes de nada, historia de la literatura, porque nace como emulación de otras obras» (pág. 151). Y en su alocución de agradecimiento ya citada en El Colegio de México uno encuentra una afinidad de esas que dan ganas de abrazar a quien profiere tal preferencia: «El módulo, molde o modelo fundamental en las humanidades es la variedad que consiste en rigor en una monografía breve y que en el gremio llamamos “artículo”. La inmensa mayoría de las novedades (buenas o malas) que se nos proponen en este terreno no aparecen como tesis, ediciones ni libros, sino como artículos de revista, tomo de homenaje, actas de congreso… Personalmente opino que es un formato estupendo» (pág. 222). Estas son para mí las calas que dijo Jordi Gracia que Rico hace en su propia «biografía de extravagante catedrático» y de «perfecto sentimental», y son algunas de las muchas que el lector puede anotar de este libro de tan nutriente lectura sobre tanta figura de la filología y esos afines con carné de oro que serán, entre otros, un escritor —Vargas Llosa—, un editor —Roberto Calasso— o un historiador —Steven Runciman. El conjunto es una reverenciable galería de nombres y de lealtades largas y bien entendidas.

miércoles, agosto 10, 2022

Classiques Quillet

Ayer estuve de compras y hoy he repetido en el mismo local. La puerta del establecimiento estaba cerrada con el cartel de «Abierto» colgado y permitía una temperatura dentro que no era inferior a veintisiete grados. Tiene un pequeño y atractivo escaparate a la calle que creo que no hace falta iluminar de noche una vez que se baja el cerramiento metálico de protección. Además, desde que vivo en esta ciudad, a la cacereña calle Margallo nunca le ha faltado alumbrado público. A Boxoyo Libros suelo ir a hablar, aunque casi siempre me llevo algo. Ayer salí contento con varios volúmenes de la colección «Classiques Quillet». Aristide Quillet (1880-1955) fue un librero y editor francés que con veinte años puso en marcha una pequeña empresa editora que devino después en una importante sociedad y en una librería cuyos fondos fueron confiscados por los alemanes durante la ocupación. Supongo que por ello le concedieron años después una Medalla de la Resistencia. Fue editor de diccionarios enciclopédicos, de una historia general de las religiones y de una enciclopedia autodidactique, además de esta colección de clásicos —en la BNF encuentro que se editaron veinticuatro títulos— que dirigió su colaborador durante mucho tiempo Raoul Mortier (1881-1951), profesor de la École Normale Professionnelle de Vierzon, en la región Centro-Valle del Loira, y que también coordinó el Dictionnaire Encyclopédique Quillet que publicaron en seis volúmenes en los años treinta. Tener en francés algunos clásicos principales en ediciones que supongo textualmente cuidadas es siempre un placer. Entre 1928 y 1930 Quillet publicó la Poética de Boileau, las Meditaciones poéticas de Alphonse de Lamartine, el Emilio de Rousseau, y obras de Molière, Voltaire, Blaise Pascal, Madame de La Fayette, Mérimée, Alfred de Vigny… Las Poésies nouvelles de Musset, que me traje, junto a otros cuatro volúmenes a los que he sumado hoy un descuido imperdonable para un dieciochista: Le théatre au XVIIIième siècle, con piezas de Beaumarchais, Regnard y Lesage (Paris, Librairie Aristide Quillet, 278, Boulevard Saint-Germain, MCMXXX). Lo realmente atractivo es la edición y su estado de conservación, el objeto libro, las piezas. La encuadernación en media piel y los lomos con esos arabescos, el doble tejuelo y las letras doradas dan la apariencia de libros más antiguos, aunque no mucho más. La exquisitez puesta en otros elementos como los fotograbados fuera de texto, las guardas, los retratos de los autores e incluso algunas láminas desplegables —p.e., la carta de Voltaire a la Duquesa de Maine en sus Contes choisis, con el apéndice de la Histoire du Règne de Louis XIV— hacen de estos libros un modesto tesoro adquirido al asequible precio de unos diez euros de media por pieza. Boxoyo Libros da para hablar mucho y siempre es una casa acogedora y especial. Cuando he llegado a la mía, después de llevarme hoy un par de curiosidades modernas de allí que necesitaba para lo que estoy escribiendo —un encargo—, me he preguntado por el grado de compulsión de mis compras, y si el excelente estado general de estos libros se corresponde con el de su ya feliz propietario, mentalmente delicado. Agosto, 37 º en la calle.

lunes, agosto 08, 2022

Perros flacos

© Ilustración de portada: Miguel Ángel Martín, 2021
Poco sé sobre la novela española que aborda los años ochenta e imagino que alguien habrá hecho algún corpus de textos narrativos en torno a las circunstancias de aquel tiempo, a episodios como la movida madrileña y de otros lugares. Siempre me vienen ejemplos de mi biblioteca de antaño como Historias del Kronen (1994) o Mensaka (1995), de José Manuel Mañas, o Caídos del cielo (1995), de Ray Loriga; pero también Mary Ann (Libertarias, 1985), de Fernando Márquez, y otros textos que conozco de lejos: como el de David Valdehíta, Euforia (2012), la novela de Miguel Mena, Foto movida (Suma de Letras, 2013), la de Enrique Llamas, Todos estábamos vivos (2020), o, aún más cercanos, Fernando Benzo, con Los viajeros de la Vía Láctea (Planeta, 2021), o Alberto de la Rocha, Los años radicales (2021), algunos de ellos, como el de Mari Cruz Vázquez, Perros flacos (Madrid, Apache Libros, 2021), que tratan otra movida, y no la más glamurosa y central. No sé qué lugar ocupará en un futuro inventario de estas novelas la que ha escrito ella, esta madrileña de Cáceres; pero debería estar entre las principales. Solo espero que, como es una obra publicada cuarenta años después de los hechos que relata, no se la incluya en esa especie genérica sin sentido —ni siquiera lo tuvo en su esplendor de principios del siglo XIX— de «novela histórica», por lo que habría que recriminarle que ojiplático (pág. 174) no se decía en aquellos años. Cumple con el más importante rasgo del género de novelas sobre la movida: estar bien escrita. Véase un ejemplo: «Y mientras, aquí estamos nosotros tiraos, humillaos, doblegaos y oprimidos. Unos putos pringaos. Y seguimos sin reaccionar, sin dar una patada y mandar todo a la puta mierda.» (pág. 128). No es ironía. El ejemplo está extraído de uno de los muchos diálogos en los que se cimenta todo el relato, y que es uno de sus valores. La reproducción del lenguaje de una época —con la inmersión en un registro lingüístico nada convencional y a veces vulgar— es uno de los afanes literarios de una obra arriesgada por eso, por adoptar un estilo directo muy directo que hay que combinar con una voz narradora en tercera persona que constantemente se deja arrastrar por el primer nivel —diré que la novela comienza en estilo directo: «Yo no bebo», dice ella (pág. 13)— y se acomoda muchísimas veces en el estilo indirecto libre: «El día que tuviera cojones para salir del cuartel puede que consiguiera sacudirse un poco de toda la mierda que lo comía por dentro» (pág. 185); aunque en otras retoma una relativa neutralidad: «El paso elevado de Cuatro Caminos se extendía y alargaba, dibujado por las luces de los coches. Un viernes, en la zona de los puentes, a esa hora en que se salía del curro, la vida estallaba. Coches, autobuses, taxis, motos y motocicletas daban elásticas pinceladas de luz a la calle Reina Victoria, a Raimundo Fernández Villaverde, a la calle Orense» (pág. 111). Hay otros constituyentes muy visibles en este tipo de novelas tan marcadas por su realismo social; y creo que entre los principales están el tratamiento de los personajes, el espacio y el tiempo, y los que se quieran añadir. En Perros flacos todo está bien pensado. Se pone tanto por delante la necesidad de representar una escena situada en un lugar y en unos años, en donde dejar que se expresen unas figuras, que me resulta todo el relato muy cercano al lenguaje teatral —el capítulo 13 contiene un acto primero—, al guion cinematográfico y a la crónica periodística. La novela en estado puro. La galería de tipos justifica el hilo del relato coral: son nueve perdedores que se presentan en las primeras páginas como un reparto cuyos caracteres precisos no caben en esta nota. Valga la cita de arriba (pág. 128) como divisa. El tiempo, la cronología, estructura la novela en sus veintiún cortes —tres sin fecha, un «Hoy» y un «Ayer» al inicio, y otro «Hoy» de cierre que con el primero remite al 1989 de las revueltas de la Plaza de Tiananmen en junio y de la caída del Muro de Berlín en noviembre; y el resto desde el sábado 9 de febrero de 1980 hasta el jueves 29 de septiembre de 1988. Supónganse en ese arco temporal hechos que están en la novela como el 23-F o la masacre de campesinos por Sendero Luminoso en Perú en abril de 1983, entre otros. Y el espacio es otro significante, porque se trata de la Unidad Vecinal de Absorción (UVA) de Hortaleza —y no de un barrio céntrico como Malasaña en el contexto de la movida madrileña—, que tiene una unidad de lugar menor en La Factoría como sede de un microcosmos réplica de algún referente mundial como las Factory de Andy Warhol (pág. 77), igual que la Hortaleza de la novela también tendrá su Sofía Loren de la película Ayer, hoy y mañana (1963) en el personaje de Anita (pág. 295). Un acierto más de esta novela de Mari Cruz Vázquez que está llena de incentivos para un lector que vivió aquel momento; y que también funcionará para lectores más jóvenes, en los que pienso cuando me imagino Perros flacos como un texto anotable —profusamente— para algunas clases de literatura y sociedad sobre las últimas décadas del siglo XX. Perros flacos ganó una beca de Creación Literaria de la Comunidad de Madrid en 2019 y se cierra con un apéndice titulado «¿Qué suena en cada capítulo?», que incluye —en QR— una lista de reproducción y el listado de canciones que aparecen. Y es que la música es uno de los primeros componentes de esta novela que tanto sugiere. La elección de un periodista y crítico musical como el gran Jesús Ordovás, uno de los míticos locutores de Radio 3, como prologuista dice mucho sobre esto. Cabría —aquí no— hacer un análisis de cómo se acoplan esos sonidos a un relato así. Hay pocos capítulos sin música, que va desde Kaka de Luxe o la Alaska de los Pegamoides, mucho de Ramones y de Pink Floyd —que ocupa el capítulo 11—, hasta Lou Reed o Queen. La verdad es que Mari Cruz Vázquez tiene una entrevista para preguntarle sobre su novela.

jueves, agosto 04, 2022

Segni della memoria

La primera persona con la que compartí la recepción de este libro fue mi hija Julia, a quien debo el conocimiento de algunas de las obras y algunos de los autores que son referencia en sus páginas, como Alfonso Zapico, Paco Roca o José Pablo García, los que más he leído. La segunda persona fue mi hermano Josemari, por su dedicación al estudio de la Guerra Civil española y su reivindicación rigurosa de la memoria histórica. Pensé en ambos cuando recibí de mi colega de la Universidad de Verona Felice Gambin, a quien sigo desde hace muchos años, Segni della memoria. Disegnare la Guerra civile spagnola. (Alessandria, Edizioni dell’Orso, 2020). Recoge las aportaciones de varios estudiosos a un congreso que con ese mismo título se celebró en Verona en abril de 2018, y también la «entrevista» o respuestas a un cuestionario de los autores Antonio Altarriba, Lorena Canottiere, Vittorio Giardino, Paco Roca y Alfonso Zapico en 2020, montadas por Felice Gambin. Me parece admirable este interés de fuera por la cultura y la historia españolas, y que existan colecciones como la Biblioteca di «Spagna Contemporanea», fundada en los años noventa por los historiadores Alfonso Botti y Claudio Venza, y que en los últimos años ha iniciado una nueva serie en la que se incluye este volumen colectivo en torno a los cómics o historietas (fumetti) que han tratado la Guerra Civil española y otros sucesos con ella relacionados. Precisamente, en el mismo año de celebración de aquel congreso, se publicaba en España el libro de Michel Matly El cómic sobre la Guerra civil (Madrid, Ediciones Cátedra, 2018), que insistía en la atracción del tema, y que queda bien reseñado en la nota 1 de la página 25 de este Segni della memoria. Felice Gambin presenta el libro en una introducción muy evocadora de las metáforas de la escritura y de la conjunción de palabra e imagen, y da paso a una decena de trabajos que abordan diferentes aspectos del asunto. Daniele Barbieri fija un corpus esencial constituido por novelas gráficas (utiliza el término fumetti) de Vittorio Giardino (No pasarán), Alfonso Zapico (La balada del norte), Antonio Altarriba y Kim (El arte de volar y El ala rota), y Paco Roca (Los surcos del azar). Junto a Lorena Canottiere (Verdad), son los dibujantes que concurren, como ya he dicho, en el ilustrativo capítulo final bilingüe y que responden al cuestionario del coordinador en «Raccontarsi a fumetti» (págs. 209-221). Son también los principales referentes de los trabajos del crítico y guionista de historietas Pepe Gálvez («¡No pasarán!: La vertiente internacional de la guerra española de 1936-39, en un relato gráfico que supera los límites del género»), del profesor de la Universidad Ca’Foscari de Venecia Alessandro Scarsella («Allegorie italiane della Guerra civil: da Romano il legionario a Verdad di Lorena Canottiere»), de Rosa María Rodríguez Abella en su análisis de la traducción de Los surcos del azar (I solchi del destino, por Francesca Gnetti), y también, en parte, de Felice Gambin en su «Imagini, parole e suoni della Guerra civile spagnola nel fumetto italiano». Hay otras contribuciones más generales, como las del propio Felice Gambin en una puesta al día de los kilómetros de lápiz y de colores dedicados a la Guerra Civil que sigue al trabajo de Barbieri. Luego vienen otros muy interesantes y muy bien ilustrados como el de Tomás Ortega (Universidad de Sevilla) sobre «Viñetas de la mujer en la Guerra civil española» (págs. 51-75), o el de Paola Bellomi (Università degli Studi di Siena), que alude a títulos menos conocidos y a un aspecto tan especialísimo como la presencia de los judíos en el cómic sobre la Guerra Civil, como un trazo de lo que supusieron las brigadas internacionales. Matteo Rima, de Verona, se ocupa sobre los cómics en Estados Unidos de América dedicados a la guerra española, lo que indicia el nivel de aproximación que este volumen tiene para abordar un asunto como este, que culmina sus aportaciones con «Enfoques cruzados: el paso de Robert Capa por la Guerra civil española en la novela gráfica ultra-contemporánea», de Maura Rossi (Universidad de Padova) y lo citado de Rosa María Rodríguez Abella, de Verona. Me quedo, finalmente, con la dedicatoria de Paola Bellomi en su trabajo, que cierra con un poema de José Agustín Goytisolo («Queda el polvo»), de Claridad (1961), creo: «Vorrei concludere dedicando il testo di Goytisolo ai partigiani di oggi, i volontari della resistenza curda che lottano da anni per porre fine alla guerra civile nelle loro terre e lottano per un ideale democratico que noi, forse, diamo troppo per scontato. Dalle ceneri, come dimostrano anche i romanzi grafici su cui stiamo riflettendo in questo volume, può rinascere la vita, attraverso la memoria: nostro dovere è non lasciarla ingrigire nuovamente» (pág. 87). Que vendría a decir en esta traducción de andar por casa: «Quisiera terminar dedicando el texto de Goytisolo a los partisanos de hoy, los voluntarios de la resistencia curda que luchan desde hace años por poner fin a la guerra civil en cualquier lugar y luchan por un ideal democrático que nosotros, quizá, damos demasiado por hecho. De las cenizas, como demuestran también las novelas gráficas sobre las que estamos tratando en este volumen, puede renacer la vida, gracias a la memoria: nuestro deber es no dejarla envejecer de nuevo». 

lunes, agosto 01, 2022

Primer día de agosto

He consultado las entradas fechadas aquí el primer día de agosto y son muchas. Solo un par de ellas tituladas como esta, y otras sobre tan diversos asuntos como el anuncio de un acto, un recuerdo de un viaje al lago de Como, una reseña de un libro de poemas, o, entre más, una reivindicación sobre el arca de Pessoa y una protesta por el reconocimiento que no tuvo Ángel Campos Pámpano de la Medalla de Extremadura. Creía, pues, que no era día tan señalado el que inicia el mes principal del verano, que para muchas familias mide las vacaciones. Para mí también ahora. «Luz de agosto» podría haber puesto ahí arriba; pero era una previsible recurrencia literaria que hoy confirmo, por recoger del quiosco —estuve fuera— y leer el último número de julio de El Cultural dedicado a agosto y que se despide hasta septiembre. La revista dirigida por Manuel Hidalgo –y quizá por eso— ha tenido la ocurrencia de dedicar todas sus páginas a Agosto como tema: «Grandes obras, hechos y personajes que han reflejado y protagonizado el mes más veraniego», recalca la portada. Y, después de un cuento de Pablo Remón, el primer artículo literario, precisamente, es sobre Faulkner y Luz de agosto. El Jarama de Ferlosio, Cesare Pavese y su suicidio en agosto, ese mes de la estancia de Lorca en Nueva York, la fecha de la muerte de Francisco Umbral, y las de Marilyn Monroe con treinta seis años en 1962, cuando nací, y de Elvis Presley con cuarenta y dos, el mismo día que yo cumplí quince años, son algunos de los contenidos de un número especial que estoy convencido de que podría tener réplicas —con contenidos pertinentes— para cualquier otro mes del año. Quizá por eso, con ironía, escribe en esas páginas Ignacio Echevarría que «Agosto es también un mito cultural». Como noviembre, añado. Y enero… Para cualquier mes podríamos encontrar algo, como los dos primeros actos de un clásico como Tío Vania, o el cuento de Aldecoa «Los pájaros de Baden-Baden». Todo encuentra acomodo en el pie forzado del mes más veraniego. Lo que he sabido hoy de agosto es que la cartelera de cine de mi ciudad me ofrece Padre no hay más que uno 3, Héroes de barrio, DC Liga de supermascotas, entre otras perlas como el thriller del afamado Liam Neeson La memoria de un asesino. Y que he resuelto la incertidumbre sobre la página de sucesos en La Opinión de La Coruña: «Fallece un vecino de Ferrol en Abegondo al colisionar su turismo contra un camión»; «La Guardia Civil interviene picadura de tabaco de contrabando en el puerto de A Coruña»; «Un bañista fallece en la playa de Riazor». Todo lamentable; pero un alivio saber que la escena vista el sábado por la mañana no fue nada. Lo pasé muy mal. Volvía de mi caminata desde la Torre de Hércules hacia el centro de la ciudad y vi estupefacto cómo un crío de no más de dos años se asomaba a la balaustrada del paseo marítimo en la zona en la que la playa queda a diez metros de altura —o de caída—, y cómo la señora que acompañaba al niño a demasiada distancia, apoyada en la sillita vacía, se limitaba a reclamarle para seguir. Me llamó mucho la atención, y sentí un escalofrío cuando me giré, sin dejar de caminar, y vi al niño asomado con medio cuerpo ofrecido al vacío sin que aquella persona mostrase ninguna inquietud. Por eso, al día siguiente, miré la página de sucesos y fue un alivio, a pesar de todo. Agosto.