martes, diciembre 31, 2019

Fin de año


Ni soñando me daría tiempo a dar salida a todos los apuntes que han ido acumulándose con posibilidades de ser publicados aquí. Mentiría si dijese que son recientes, pues algunos tienen años, y es desmesurado lo que ocupan, más de ciento cincuenta páginas inéditas que van conformando el documento base del que surgen mis textos en este blog desde junio de 2005. Algunos perdieron actualidad y lo más probable es que se pierdan definitivamente; otros son meros esbozos de una idea ya remota cuya reconstrucción me llevaría un tiempo del que no dispongo. Ahí hay desde un apunte sobre un encuentro con el traductor Mario Merlino (1948-2009) en el verano de 2006 que no llegué a publicar, hasta reseñas nonatas de libros de mucho interés que leí en su momento. La imposibilidad de leer con la dedicación debida, el miedo a escribir tonterías y la inseguridad para expresarme con cierta soltura, que se traduce en el triple de tiempo que necesita cualquiera que escriba, son algunas de las causas principales de todo lo que hay en el cajón sin salir a la luz. Hay también el comienzo de un texto que me sugirió escribir un amigo sobre el extraño comportamiento de los clientes de un bar de Cáceres cuando buscan hueco para tomar algo. Esa pieza costumbrista no la descarto. Hay el nombre de un lugar de Finlandia: Rovaniemi. Hay un apunte que comenzaba con una cita de Juan Carlos Mestre («Todas las cosas tienen un nombre durante la noche y otra palabra distinta que las designa al amanecer»), que leí en la antología de relatos de Antonio Pereira Sesenta y cuatro caballos, que la editorial publicó en 2011 para celebrar sus veinte años, en una colección así titulada, Calambur 20 años, que era el motivo de mi comentario. Hay también bastantes apuntaciones pendientes de este 2019, aunque no ha sido un mal año para Pura Tura, activo desde el primer día de enero hasta hoy. En lo publicado —que ocupa en un documento más de cien páginas—, a ciertas entradas fijas, como la felicitación a Juan Marsé o mis recuerdos a mi madre, a Ángel Campos Pámpano, se han sumado lecturas y reseñas necesarias, jubilosas tarjetas de recibimiento de escritores y profesores que vinieron a Cáceres —Eleonora Filkenstein, Valentina Varas, Alonso Guerrero, Rafael Courtoisie, Pedro Álvarez de Miranda, Jesús Pérez Magallón…—, presentaciones de libros —de Álvaro Valverde y Basilio Sánchez, de Ada Salas, de Javier Alcaíns…—, lacerantes esquelas por la muerte de amigos y de personas conocidas o notables —Pérez Rubalcaba, Ana María Martín Gaite, Monroe Z. Hafter, Alexandre Lacaze, Julián Rodríguez…— o la alegría por el estreno de dos películas muy familiares. Es la primera vez que hago un recuento así; pero quizá no esté de más retomar lo mucho que ha dado de sí haber seguido un año más escribiendo sobre una porción pequeña de lo que me pasa. Una coda: el último libro que ha entrado en casa este 2019, hoy mismo, ilustra esta entrada. Precisamente, ayer se cumplieron doscientos años del nacimiento de su autor: Theodor Fontane, Antes de la tormenta. Traducción y estudio introductorio de Helena Cortés Gabaudas. Valencia, Pre-Textos, 2017. Y Feliz Noche Vieja.

Los cuentos de Ezequías


Hace unos meses leí en una entrevista a Pilar Galán que los cuentos no son el salto a la novela, ni un camino de preparación; que son un camino y un fin en sí mismos (Farraguas. Revista de creación literaria, 1, pág. 74). Eso es lo que puede aplicarse a los textos que se reúnen en el volumen Solo hay una clase de monos que estornudan, de Ezequías Blanco (Madrid, Huerga y Fierro Editores, 2019). Si luego escribo una entrada de despedida de 2019 se comprenderá uno de los motivos por los que he rescatado mis apuntes sobre la lectura hecha este año de los cuentos de Ezequías Blanco, a quien siempre he dedicado con gusto un espacio aquí. Aparte las reseñas de los números que recibía como suscriptor de Cuadernos del Matemático, hablé muy poquito de Los caprichos de Ceres, en 2007, y de Una ceja de asombro, de 2010, dos de sus libros de poemas. Mis notas me recuerdan ahora que tuve la intención de reseñar la reedición de las Memorias del abuelo de un punk (Madrid, Huerga & Fierro Editores, 2017) que había publicado nuestro común amigo Ángel Campos Pámpano en 1997 (Badajoz, Del Oeste Ediciones). La novedad de la reedición de aquellas narraciones trenzadas, tan pertinentes para trabajar la lectura en los institutos de Educación Secundaria, fue que se enmarcaron con un prólogo y una guía de lectura de Juan Díaz de Atauri, el escritor y traductor fallecido en 2015, compañero de Ezequías Blanco en los Cuadernos, y con quien supongo que había concertado la republicación de esos textos. Tampoco pude dar noticia de la presentación en Getafe un 14 de diciembre de 2017 de Bare Nostrum (Amargord Ediciones, 2017), de Quías y del fotógrafo cacereño Evaristo Delgado, un encomio en textos e imágenes de los microcosmos de los bares como espacios sociales. Solo hay una clase de monos que estornudan me acompañó a un viaje en julio. Ahora lo he recuperado. He vuelto a leer algunos de los cuentos que más me interesaron. Y he vuelto a constatar esa voluntad de convertir un volumen de narraciones en algo más; en un conjunto en el que en el último cuento («Juanita Banana») aparece de manera bien natural una voz que remite al primero («Solo hay una clase de monos que estornudan»). Desparpajo realista, mucho humor, desenfado estilístico y gracia encontrará quien quiera leer esta colección de relatos muy breves llenos de personajes delirantes y de guiños literarios. Quien pertenezca al gremio docente en un instituto o cosa parecida leerá con complicidad relatos como «Un Cristo saliendo del armario». Aunque me digan que todo es absurdo. Buen elogio de este libro. Pura realidad.

viernes, diciembre 27, 2019

Declaraciones


© EFE (Detalle)
«Va a ser muy complicado; pero tenemos que hacerlo lo mejor posible para traer algo positivo de allí». Frases como esta, escuchada un viernes 8 de noviembre de 2019, muy temprano, de un futbolista de la Segunda División que era preguntado (¡) sobre cómo veía un próximo partido, se repiten todos los días y a todas horas. Estoy seguro de que después de aquello algún periodista pediría a esa misma persona su opinión sobre el desarrollo del encuentro. Y la respuesta: «Bueno, ha sido un partido muy disputado. Ellos marcaron primero, pero menos mal que empatamos y ya en la segunda parte llegó el gol de la remontada». Profesionales así salen más en los medios y hacen más declaraciones públicas que cualquier intelectual que se precie; más declaraciones que una filósofa, una escritora, o una profesora de literatura que vaya a entrar en clase o que haya salido ya del aula después de su lección. Así nos va. Este es el ruido que todos los medios traen todos los días para arrinconar y despreciar los juicios razonables. Lo peor es que esto que yo digo se convierte en asunto de alguna tertulia de una de esas emisoras que, cuando acaba el programa y menos te lo esperas, vuelve con que «Va a ser muy complicado; pero tenemos que hacerlo lo mejor posible para traer algo positivo de allí». Hay un momento, sí, en efecto, en que se habla de otros asuntos. Incluso durante unos minutos se entrevista a una científica que discurre sobre cuestiones muy interesantes en el mismo medio que repite que «Va a ser muy complicado; pero tenemos que hacerlo lo mejor posible para traer algo positivo de allí». Y también, a veces, escuchamos lamentos sobre la necesidad de la educación en un país en el que las palabras de las futbolistas serán muchas más diariamente que las de las profesoras, las científicas, las de todas las intelectuales que tienen algo que decir, mucho que decir; y que hay más ruido que juicios razonables. Pero, al momento, vuelve lo de «Va a ser muy complicado; pero tenemos que hacerlo lo mejor posible para traer algo positivo de allí». Y todo se olvida.

jueves, diciembre 26, 2019

Instrucciones de uso


© Julia Lama Guerrero
Qué tiempos. Precisamente hoy que mis hijos me han dado plantón para comer en casa y que he leído la columna de Luz Sánchez-Mellado («Hijas de mi vida»), me he encontrado con una nota que dejé a mi hija en el verano de 2016 con las instrucciones de uso de una casa que ha ido evolucionando con la misma vocación de mejoras y de reformas que la vida de su dueño. Ella se extrañó por tantas disposiciones con tantos detalles que la hacían pasar por torpe y a mi casa por el puesto de mandos de un submarino. Hace más de tres años la caldera era otra y el lavabo otro; y había una terracilla en la cocina que ya no existe, como no existen, claro, aquellos cepillos de dientes, ni hay una cama debajo de otra cama. La puerta de abajo está arreglada y aquel equipo de música ya murió. Es curioso; pero muy pocas de estas instrucciones serían hoy válidas. Tiempos. Instrucciones de uso: el fontanero tiene que venir en agosto a desmontar el inodoro, que pierde agua cada vez que se usa la cisterna. Mientras tanto, hay que cuidarse de vaciar el recipiente que he puesto para recoger el goteo —escaso, nada alarmante. Cada tres o cuatro cisternazos hay que vaciar y colocarlo bien para que el agua no caiga fuera. En previsión, hay un trapo. No basta con pulsar la manilla de la cisterna hacia abajo. Para el vaciado completo —y eficaz— hay que mantener la manilla pulsada unos segundos hasta su tope. Cepillos de dientes: magenta, el de X; azul, el mío; naranja de Cs, el de Y. Hay un cepillo azul sin estrenar en la vitrina de la ducha para ti. Ponle algo para distinguirlo del mío. Ojo con los grifos del fregadero de la cocina. Tienen holgura —en términos fontaneriles— y conviene apretar —sin pasarse— para asegurarse de que no gotean. («No se aprecia el valor del agua hasta que se seca el pozo» —Proverbio inglés—). Aire acondicionado. Dejo el mando en la mesa alta del salón. No hay que tocar más que el botón de start/stop. Suena un pitidito para el encendido con un pilotito rojo. Aunque parezca que no ha encendido, arranca y empieza a sonar un poco después. Discreto que es el aparato. Si tengo el del salón puesto y quiero pasarme al estudio, siempre enciendo el del estudio primero y luego apago el del salón. De esa manera la máquina no tiene que arrancar de nuevo. Son dos splits conectados a la misma máquina que está en el tejado. Por eso. Televisión. El mando de imagenio es identificable. Enciende el router de imagenio. El mando negro es el del televisor. El televisor se enciende y se apaga en el primer botón desde arriba en la trasera de la pantalla. Lo digo porque no me gusta dejar los aparatos en stand by. Los apago. Por cierto, qué antipática la forma stand-by, si no la convierto en la mítica canción de los sesenta, «Stand By Me», que luego cantaron John Lennon y tantos otros. Música. Se ha estropeado el cargador de discos. Solo se pueden escuchar los que están cargados, y no todos. Tarea para agosto: llevarlo a arreglar. («Sin música la vida sería un error» —Friedrich Nietzsche—). Sábanas. Están cambiadas las sábanas de tu cama y las de la de X. La de debajo de tu cama no está vestida; pero hay sábanas limpias en el segundo cajón de tu armario. Las sábanas de mi cama también están limpias. Macetas. Mis geranios. Me los dio W hace unos diez años y siguen vivos. Cada primavera-verano resucitan. Les basta con un poco de agua todos los días. Por la noche: dos regaderas (la que está en la terracilla de la cocina) bien distribuidas entre todos los tiestos, los pobrecitos. Víveres. Hay para mantenerse unas horas con imaginación; pero aviso de que hay dos pizzas en el segundo cajón del congelador. Puertas. El portón de abajo está vencido y no cierra. No importa. Entramos y salimos sin necesidad de cerrar. Basta con encajar la puerta. Sí me gusta que quede cerrada —sin llave, no hace falta— la celosía de arriba. Los ladrones, cuando se asoman desde abajo y ven cerrada la puerta labrada de arriba, desisten. Te lo prometo. En cuanto a la puerta de casa, ya sabes que si no se cierra completo el cerrojo, alguien que quiera acceder con llave desde fuera no podrá abrir. Lavadora. Hay que girar la rueda a «Normal» o «Color», según se quiera; y yo suelo lavar siempre con agua fría. Así que la rueda de temperatura no la toco. Siempre «Normal» y a 0º. Se pulsa el botón rojo y punto. Cajetín, desde la izquierda, el primero para el detergente y el siguiente para el suavizante. Así, mezclando la ropa de color con la blanca, y con el agua fría, no me va mal del todo. Caldera. Es importante. No tiene por qué dar problemas; pero es crucial que la aguja que marca la presión del agua esté en 1 o por encima de 1. No pasa nada si la aguja, como ahora, toca un poco la zona roja; pero si baja hay que cargar de agua la caldera girando el botón gris con estrías que hay casi justo debajo, al lado de un tubito. Cuesta girarlo —hay que aflojarlo hasta que la aguja suba, es decir, que cargue el agua. Hace un ruido telúrico. Parecido al de Voldemort en Harry Potter. 


miércoles, diciembre 25, 2019

Chansons de Tanger


A Yolanda Gómez y a Álvaro Valverde
Parece ser que este libro se terminó de imprimir el día de Navidad de 1939. Estas Canciones de Tánger las publicó Javier Alcaíns con su sello de Javier Martín Santos Editor en 2013 y son un regalo exquisito que merece ser difundido. El original, ejemplar único, de este libro se conserva en la Biblioteca Nacional de Francia con la signatura RES G-YA-18, y está reproducido en una tirada de noventa y nueve copias, estuchado, en rama, cuyo resultado es una delicia por el papel, la calidad de los colores, la tipografía, el reverencial gesto de emular lo que los primeros editores —el ilustrador François-Louis Schmied, su hijo el tipógrafo Théo Schmied y un tal Georges Desoubry, a cuyo nombre fue destinada la pieza. Estas canciones son cantos de mujeres árabes que tradujo Elisa Chimenti (1883-1969), una napolitana hija de un médico que recaló en Tánger, en cuyo cementerio cristiano está enterrada, que aprendió el árabe y supo fijarse en las personas de aquel entorno como su fuente de inspiración, como reza la nota bio-bibliográfica, en español y en francés, que acompaña esta magnífica edición que también recoge todas las traducciones —de José V. Solana— de esas breves y delicadas narraciones. Algún coleccionista ponderará el rasgo exclusivo de una obra —una más— salida del sello de Javier Martín Santos Editor; pero yo me quedo ahora con esas canciones —«La canción de la aguada», «La canción de Tánger», «El canto del agua»…—  para acomodarlas a mi lectura de uno de los libros más luminosos que he leído este año que en pocos días se acaba: La adivinanza del agua. Todo encaja.

martes, diciembre 24, 2019

Nochebuena


No quiero ser aguafiestas; pero, literariamente, una fecha como hoy trae más tristeza que alegría. Literariamente, insisto. No lo sé, en verdad. No he hecho ningún estudio sobre el tratamiento literario de un día como hoy e intuyo que las referencias positivas pueden ser más numerosas; pero la literatura más conocida me lleva a textos en los que la Nochebuena está asociada a la tragedia y no a la comedia, aunque ahora se sienta cómo viene desde la calle el bullicio de las cañas que tuvo que inventar un enemigo de la cena de esta noche, del esmero y el dinero que se ponen en sus preparativos y de la exquisitez de sus viandas. Tragedia y no comedia. Vamos, que me digan, si no, cómo es el comienzo de «La Nochebuena de 1836», del gran Mariano José de Larra: «El número 24 me es fatal: si tuviera que probarlo diría que en día 24 nací. Doce veces al año amanece sin embargo un día 24; soy supersticioso, porque el corazón del hombre necesita creer algo, y cree mentiras cuando no encuentra verdades que creer; sin duda por esa razón creen los amantes, los casados y los pueblos a sus ídolos, a sus consortes y a sus Gobiernos, y una de mis supersticiones consiste en creer que no puede haber para mí un día 24 bueno». Y luego viene todo lo demás del «delirio filosófico» entre ese yo y su criado. Y qué decir de la leyenda sevillana de «Maese Pérez el organista» (1861), de Bécquer —misa del Gallo, convento de Santa Inés. Mi abuelo Luis Hernández Flores, a quien no conocí, murió una noche como esta de 1958, el mismo año de la muerte de Juan Ramón Jiménez. En la casa familiar, desde ese momento, nunca se celebró la Navidad, como siempre hemos repetido los hermanos y uno de ellos, el mayor, reflejó en su libro Años de ignorancia, inquietudes y esperanza. 1946-1970. Evocaciones personales y reflexiones sobre acontecimientos de esos años, inédito, salvo la tirada íntima que sus allegados disfrutamos —¿seis ejemplares?—. Termino con esta reseña de la literaria mirada amarga a la Nochebuena con una referencia a una novela que creía que yo había comentado aquí después de mi lectura. No, no comenté nada sobre la novela de Miguel Ángel Hernández El dolor de los demás (Barcelona, Anagrama, 2018), aunque sí aludí a ella aquí, en una entrada sobre mi madre, en la que recordé la cita de Susan Sontag que el novelista incluye al principio de su novela y que dice que «La memoria es, dolorosamente, la única relación que podemos sostener con los muertos». En algún sitio he leído que morir en Navidad es como morir dos veces, y hoy el periódico local traía más esquelas —y más grandes– que de costumbre. Uno de los puntos de partida de la novela del escritor murciano Miguel Ángel Hernández está en esta frase: «—Hace veinte años, una Nochebuena, mi mejor amigo mató a su hermana y se tiró por un barranco». De ahí nace El dolor de los demás como un texto literario prendido de una experiencia real y tremenda. Parece como si todo, en esa novela, girase en torno a estas fechas. El principio del capítulo cuarto comienza un martes 26 de diciembre. Y al final de la primera parte es cuando se cuenta que «La Nochebuena de 2002, justo a la mitad de la cena, murió la Nena, que para nosotros era prácticamente nuestra abuela. Tenía más de noventa años». Y el texto continúa con palabras que yo asumo como si hubiese vivido la muerte de mi abuelo. Lo dicho, que no quería ser aguafiestas. Feliz Navidad, de verdad. De corazón.

lunes, diciembre 23, 2019

Francisco Zea


Limpiando el polvo y recolocando unos libros, volví sobre la Antología poética del romanticismo español que Ramón Andrés publicó (1987) en la colección Clásicos Universales Planeta —es una de las pocas del siglo XX que recoge la composición más conocida de Bartolomé José Gallardo—, y me topé con el poeta Francisco Zea (1825-1857), a cuyo fantasma abrí la puerta de casa y estuvo conmigo toda la tarde. De estos tipos siempre me despido diciéndoles que usted merece una tesis. No hay muchas noticias sobre este desgraciado individuo, coetáneo y amigo de escritores como Ventura Ruiz de Aguilera, Eulogio Florentino Sanz, Manuel Fernández y González, Antonio Hurtado Valhondo o José de Castro y Serrano, algunos de los cuales participaron muy activamente en el reconocimiento póstumo que le tributaron al publicar sus Obras en verso y prosa (Madrid, Imprenta Nacional, 1858). Murió con treinta y dos años e hizo divisa personal de su definición de la poesía como un «manjar espiritual que sustenta el alma y hace enflaquecer el cuerpo». Un malogrado. Claro, José María Cossío lo recogió en el apartado de «Los malogrados» de sus Cincuenta años de poesía española (1850-1900), y son raras las referencias modernas a un individuo tan infortunado como Zea, que quiso ser poeta y no lo fue públicamente, que tuvo que dedicarse a oficios como las clases de esgrima para militares cuando él quería leer a Fray Luis y a Herrera, que quedó huérfano de padre y tuvo que sufrir el encarcelamiento de su madre por asuntos que explica Castro y Serrano en el prólogo de sus Obras y que encumbran a aquella señora a modelos de una honradez inusitada. Sé muy poco de Zea desde entonces y no he tenido mucho tiempo para averiguar nada sobre esta figura que merece ser rescatada —el volumen de sus obras llega casi a las seiscientas páginas—, aunque solo sea para situarlo y situar sus textos —«Inspiración» puede representar un ejemplo de poema de época que precise ese momento del romanticismo español— y que ofrece también ese perfil de prematura muerte. Sí sé que Joaquín Olmedilla publicó en La España Moderna en 1914 una semblanza de Zea descaradamente dependiente de lo ya escrito por Castro y Serrano. Igual que yo me pongo a la sombra de lo dicho por Olmedilla: «Dos títulos principalmente enaltecen a Zea, y le hacen acreedor a la pública consideración y a que su nombre se coloque entre las glorias del parnaso español, y han sido su inspiración poética de primer orden y sus desventuras. Las luchas que mantuvo durante su vida, y en las cuales puede decirse que triunfó en fuerza de constancia y de fe, son verdaderas odiseas que le colocan en el catálogo de los héroes del trabajo y de los mártires de la fatalidad y del infortunio. Son motivos bastantes para evocar su grato recuerdo y decir a la generación actual que no lo ha conocido, la existencia de un modesto obrero de la inteligencia, que, en medio de la incesante lucha y los insuperables obstáculos que le salieron al paso, produjo interesantes obras, cuyo brillo y fragancia serán imperecederos». Y me pongo también al abrigo de Castro y Serrano que escribió estas líneas que no parecen tan alejadas, escritas en 1858, de la situación actual de las letras españolas: «[…] en una época en que todo el mundo sirve para todo; en que cualquiera es lo que quiere ser con tal de que lo proclame osadamente; donde la suma de impudores individuales constituye esa impudencia general al abrigo de la cual cada uno consentimos que el primer quídam se proclame lo que quiera, siempre que a nuestra vez consientan esos quídam que nos titulemos como nos de la gana; con tales declaraciones hechas en semejante época, ¿qué le espera a nuestro pobre amigo? Lo que tuvo, lo que soportó con heroica entereza: hambre y desnudez para el cuerpo; desesperación y luto para el alma». Era Francisco Zea, al que se refería su padrino póstumo. Inspiración poética y desventuras sin cuento.

sábado, diciembre 21, 2019

Barbacoa


Hace unas pocas semanas, en una ciudad que no es la mía, después de comprar unos libros, entré en una cafetería céntrica a tomar algo, hojear algunas páginas de lo que compré —las de un ensayo sobre lo lúdico en la ficción latinoamericana del siglo XX— y pensar un rato en lo solo que estaba. Es algo en lo que pienso mucho; y no siempre es malo. Me senté en una mesa junto a un amplio ventanal que daba a una calle sin coches desde el que vi pasar una mañana, recuerdo ahora, a una actriz muy conocida. Cuando un cliente al parecer asiduo que estaba en la barra dejó de contar su vida y milagros a dos señoras y dos señores que le escuchaban sentados y que habían venido de otro lugar a pasar el día y ya se iban, pude concentrarme algo en la lectura y en la escritura de algunas notas en el cuaderno que siempre llevo conmigo en esas ocasiones. No me quedé solo. Enfrente, en otra esquina, una pareja tomaba en hermosas copas de balón lo que deduje que eran dos gin-tonics. (Esto es un detalle superfluo y debería de aprender a evitar formas inoperantes de realismo extremo. Como no puedo evitarlo, diré que ella era morena, con el pelo recogido en un moño con un pañuelo prendido, muy atractiva; y él, barba corta y canosa, muy atractivo también. Cincuenta sesenta, que no son medidas, sino el cálculo de las edades de los dos protagonistas. Debería evitar esto). No tengo ninguna necesidad de precisar nada en un relato que parte del momento en que el hombre llama desde su teléfono y comienza a hablar en un tono demasiado audible a dos mesas de distancia y con acento argentino. «Linda» y «amor» fueron las primeras palabras que me llegaron, dirigidas —supuse— a una niña que dejó el teléfono a quien luego tuvo que escuchar que a «él» le gustaba mucho un sitio —yo imaginé un río; o un lago, quizá— en el que deberían arrojar sus cenizas. Hablaba de algún familiar muerto, supuse. A él le gustaba mucho, insistía. Es lo mejor; y qué lástima no estar allí y acompañar a todos. Y estar con él. Otra cosa te digo: que lo último en quemarse es el corazón. Te lo digo de verdad. Que lo que más tarda en quemarse es el corazón. Ella escuchaba y esperaba a que la conversación terminase. Yo leía, bebía, escribía y escuchaba sin querer que podían llevar la urna en una barquita, así que no fueron imaginaciones mías lo del río o el lago. Y él volvió a decir el nombre de un lugar que debería ser el destino de los restos después de la incineración. Daba instrucciones y dijo de nuevo que lo último que se quema es el corazón. No sé si será verdad; pero aquel hombre lo decía con la misma autoridad que quien te dice que la sal se añade a la parte ya hecha del chuletón.

jueves, diciembre 19, 2019

Hospitalidad (y II)


Ha sido la primera vez que he estado solo en la Sala Cervantes de la Biblioteca Nacional. Nunca me había pasado. Recuerdo que hace bastantes años, en la antigua ubicación de grandes cristaleras, a veces uno tenía dificultades para encontrar pupitre. Hoy, el mío, el número 3, era el único ocupado hasta que ha llegado otro investigador y se ha sentado en el 8. Y ahí hemos estado, en un silencio y una tranquilidad inusuales. Mi amigo hospitalario de ayer me hablaba esta mañana en el coche del mucho tiempo que llevaba —aun viviendo en Madrid— sin venir a la Nacional; y es verdad que ha cambiado todo tanto y que accedemos a una información que era impensable hace años; y que, naturalmente, tiene que notarse en el número de visitantes, de lectores y de investigadores que pisan esta monumental y acogedora casa. Mucha culpa de esa despoblación lectora en la sede de Recoletos tiene el impresionante proyecto de Biblioteca Digital Hispánica, que, puesto en marcha en 2008, a fecha de octubre del pasado año, ha incorporado 218.000 títulos de libros impresos entre los siglos XV y XIX, manuscritos, dibujos, grabados, folletos, carteles, fotografías, mapas, atlas, partituras, prensa histórica y grabaciones sonoras. Una casa acogedora, sí, como siempre lo ha sido para este usuario. A pesar de las molestas pero inevitables medidas de seguridad, es gratísimo el trato que te dispensa todo el personal, desde el que atiende en un mostrador hasta el facultativo que te resuelve una duda más especializada o quien se ocupa de orientarte en el moderno sistema de pago en el servicio de reprografía. Uno sale de allí como el que ha recibido «la debida asistencia en sus necesidades» de la primera acepción de hospitalidad del diccionario y en la boca un «Felices Fiestas» muy sentido. De esas casas hospitalarias de acogida que celebro a esta la mía desde la que ahora escribo.

Hospitalidad (I)


Anoche estaba en Madrid en un sitio idóneo para preguntarme si la palabra hospitalidad está bien recogida en el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia. Su primera acepción es «Virtud que se ejercita con peregrinos, menesterosos y desvalidos, recogiéndolos y prestándoles la debida asistencia en sus necesidades». La segunda es la «Buena acogida y recibimiento que se hace a los extranjeros o visitantes». La tercera, por ahora, es «Estancia de los enfermos en el hospital». Esta última no viene al caso, pues es obvia desde un punto de vista léxico y además no tiene gracia. Ya que estaba allí —en esa «Real Casa», me refiero—, se me ocurrió que alguien que pueda proponga revisar lo que desde el siglo XVIII viene siendo definición principal de la palabra y que se modernice en lo de la virtud —esto sí hay que mantenerlo— que algunos tienen de acoger a quien viene de fuera y logra que se sienta como en casa. Ya en 1803 estaban casi como ahora siguen las dos primeras acepciones, y en 1822 se recogió la tercera como la «estancia o mansión de los enfermos en el hospital». Y hemos quedado en que esta ni viene al caso ni tiene gracia. Ayer y hoy, en realidad, hospitalidad solo viene en mi diccionario en los públicos términos modernos de refugiados y desasistidos —y lamentablemente sigue siendo una acepción con vigencia—, y en los términos personales de quien se ve tan bien tratado por amigos tan hospitalarios que ellos mismos son los que dan sentido a la definición de la palabra moderna: recibir con agrado. Agrado y agradecimiento los míos, que no me siento nunca allí ni peregrino, ni menesteroso, ni desvalido.

martes, diciembre 17, 2019

Aliteraciones (I)


[1] De Ángel González, de Áspero mundo, en Palabra sobre palabra (pág. 31): «Voz que soledad sonando / por todo el ámbito asola, / de tan triste, de tan sola, / todo lo que va tocando. / Así es mi voz cuando digo / —de tan solo, de tan triste— / mi lamento, que persiste / bajo el cielo y sobre el trigo. / —¿Qué es eso que va volando? /—Sólo soledad sonando».

[2] De Jaime Siles, «Marina«, de Colvmnae, en Poesía 1969-1990 (pág. 211): «Una antorcha es el mar y, derramada / por tu boca, una voz de sustantivos, / de finales, fugaces, fugitivos / fuegos fundidos en tu piel fundada.»

[3] De Sara Sánchez Soler, Summa […] VI.2 (s.p.). «Yo no sé si Schumann es de suyo sabio; pero su sonata grosse en fa sostenido será suficiente para saber cómo suena su sensualidad sonora, esa solidez sinfónica tan sublime».

[4] De Santiago Lorenzo, Las ganas (pág. 146): «Benito no sabía ni cómo contenerse, tras un trienio de tremendo tremedal tremolándole entre las tripas».

viernes, diciembre 13, 2019

Casa Meléndez Valdés


La tarde de este miércoles 11 volví a Ribera del Fresno a la inauguración de la Casa Meléndez Valdés, un espacio de interpretación y documentación sobre este ribereño ilustre, poeta y magistrado, y una de las figuras más destacadas de la segunda mitad de nuestro siglo XVIII. He vivido muy de cerca todo el proceso de creación de este espacio, desde que, hace más de cinco años, Piedad Rodríguez Castrejón, la alcaldesa de Ribera, me contase la intención de habilitar el inmueble sito en la calle que lleva el nombre de Meléndez Valdés, por aquel año —2014— recién adquirido para memoria y tributo del escritor ilustrado. Resultan tan fortuitos ciertos hechos que me pregunto cómo, después de dedicar tantas horas a la lectura y al estudio de las obras de «Batilo», ha sido mi hermano José María —desde su empresa «+ Magín» —que casi nadie pronuncia bien— quien ha dirigido toda la musealización y la preparación de los textos de una actuación tan encomiable. Muchas grandes ciudades con hijos ilustres desearían tener un espacio como el que acaba de inaugurarse en Ribera. Hace unos años, estuve en Florencia en el museo «Casa di Dante», y puedo asegurar que ni siquiera las tres plantas juntas de ese sitio en el centro histórico de la ciudad italiana pueden resistir una comparación con lo que ofrece en homenaje a Meléndez Valdés un pueblo agrícola de Tierra de Barros orgulloso de su historia. Han pasado más de treinta años desde que participé allí, junto al escritor Bernardo Víctor Carande, en la inauguración del busto dedicado a Meléndez ubicado en aquel entonces en una de las plazas a la entrada de Ribera; y ahora celebro continuar estando tan próximo a todo lo que alrededor del ilustrado nos llega desde allí. Es admirable. La casa tiene cuatro salas, una dedicada al hombre, otra al jurista, otra al poeta y la dedicada al político, y todas ofrecen información y análisis de un perfil tan intelectual y humano como el del que escribió los Discursos forenses. En una de ellas hay un panel que me resulta especialmente querido, pues se recogen en él imágenes y reseñas de los estudiosos de Meléndez, desde Martín Fernández de Navarrete, Quintana, Pedro Salinas o Antonio Rodríguez-Moñino, que pertenecen a un pasado conocido y no vivido, hasta investigadores que, ya sí, tuve el gusto de tratar, epistolarmente o en persona, como Jorge Demerson y John Polt, o como Emilio Palacios o Antonio Astorgano. A mis alumnos, que tienen que leer en la asignatura de «Textos de la literatura española del siglo XVIII» el próximo cuatrimestre la poesía de Meléndez Valdés propondré una excursión a Ribera, a partir de febrero, para que conozcan este espacio de interpretración y documentación que acaba de inaugurarse. Ojalá pueda ser.

martes, diciembre 10, 2019

Cuadernos Dieciochistas


Acaba de publicarse en el gestor online de revistas de Ediciones Universidad de Salamanca el número de este año de Cuadernos Dieciochistas (vol. 20), dedicado en su sección monográfica a la economía del siglo XVIII, coordinada por el profesor Joaquín Ocampo Suárez-Valdés, catedrático del área de Historia e Instituciones Económicas de la Universidad de Oviedo. Puede leerse o descargarse aquí.

lunes, diciembre 09, 2019

Riesgos del paseo diario


Calculaba ayer las veces que subo al año al Santuario de Nuestra Señora de la Montaña de Cáceres. Más de ciento cincuenta (?). Primera aclaración: no subo por devoción, sino por hacer ejercicio. Y aunque algunos no acaban de comprender para qué he subido, ya que no entro en la ermita a rezar; yo sigo sin comprender a estas alturas de nuestra civilización ciertas supersticiones. El paseo, con todo, que requiere su esfuerzo, es muy agradable y ocupa una hora cabal. Por gimnasia o por fervor religioso. Segunda: desde que conocí el Pirineo aragonés y la zona de Sobrarbe (Torla u Ordesa), me cuesta no pensar en lo hiperbólico de la denominación «de la Montaña»; sobre todo, cuando hay tantas modestas vírgenes «de la Peña» por la geografía española y cuando soy de la opinión de que una prominencia de seiscientos metros es un cerro. Pero en lo consuetudinario la Montaña es la Montaña, y así lo digo y así va a quedar, seguro. El paseo es apacible aunque requiera su esfuerzo; pero no podía imaginar, después de tanto tiempo, que fuese tan expuesto, tan aventurado en un día de niebla que moja la acera que nos lleva y nos trae a todos los viandantes. Esta mañana, lunes y fiesta, a la altura del sitio conocido como «El Calvario», bajaba un señor cuya corpulencia fue lo último que vi antes de escuchar sus gritos a mi espalda. Qué dolor. Qué dolor. Joder. Qué dolor. Estaba tirado en el suelo después de haber resbalado junto a una chumbera amenazante. El corpachón se quejaba y no quería moverse. Le dolía la rodilla. Mucho. Una pareja que venía delante de mí también acudió y el marido llamó a las emergencias que enseguida dispusieron enviar una ambulancia al sitio. Los pocos andarines que subían o bajaban se interesaban por el tumbado entre matojos y sobre la hierba mojada, junto a la chumbera indolente. Subía uno que imagino que subía soñando con encontrarse con una ocasión así para gritar al postrado: «—¡Denuncie al Ayuntamiento! ¡Denuncie al Ayuntamiento! ¡Esto es una vergüenza! ¡Cómo tiene Cáceres este Salaya!». El energúmeno siguió su camino ascendente sin reparar en nada más que en el actual regidor de la ciudad culpable del resbalón. Bajaba en ese momento un conocido de estos paseos al que yo llamo Domingo porque siempre, siempre con indumentaria del Real Madrid, sube al santuario ese día de asueto —hoy no era domingo, pero como si lo hubiese sido— y llamó por su nombre al accidentado y se subrogó como persona que iba a ocuparse y permitirnos seguir nuestro ascenso a la cima. Llegué a la cúspide junto a la pareja, después de los inevitables comentarios sobre lo sucedido —conviene salirse de la acera al bajar; a veces echan sal, pero cuando hiela; no llevaba móvil; a mi marido se lo digo cuando sale solo, que se lleve el teléfono; es verdad… Y nos despedimos arriba hasta que me quedé solo para iniciar el descenso con la idea de contar el incidente. Por fortuna, al pasar por el sitio, ya no estaba el corpulento y del energúmeno ni rastro. 

domingo, diciembre 08, 2019

Carta sobre el poder de la escritura


Envío el viernes un mensaje para decir que he llegado bien de Madrid y mi hijo Pedro —burlón— lo único que me dice es: «—¿Cuántos libros traes?» El puñetero tenía razón; porque algunos traje. De uno de ellos no tenía noticia. No sabía que Periférica había publicado en abril de 2016 una edición especial —en cartoné forrado en tela roja, para conmemorar su décimo aniversario—, «como un breviario casi» —leo ahora en la página de la editorial— de la Carta sobre el poder de la escritura (1947) de Claude-Edmonde Magny (1913-1966), con el prólogo de Jorge Semprún (1923-2011), a quien se la dirigió en febrero de 1943. «Yo también me he preguntado con frecuencia qué justificaciones dar a esa fe que profeso por el valor del Libro, qué raíces podría tener que la hicieran tan tenaz; hasta tal punto que cuando algunos amigos, de los que sin embargo sé de qué manera su vida interior puede existir sin la escritura, me confiesan su pereza, algo en mí se aflige en silencio, y sólo se calma ante las pruebas materiales de su actividad.» (pág. 15). Esto escribe, casi al principio, la escritora y profesora de filosofía Edmonde Vinel, que firmó con el seudónimo de Claude-Edmonde Magny, y que conoció a Jorge Semprún cuando el hijo del embajador de España en París tenía unos quince años, y a quien leyó la Carta a los veintidós. «Escribir es la mejor manera que he encontrado aquí para integrar cierta experiencia, para “incorporármela” verdaderamente […], para hacer que dicha experiencia esté a mi entera disposición, totalmente convertida en aptitud, como la natación o la locomoción. Eso no significa en absoluto que todo esto sea válido también para usted» (pág. 17), escribe a Semprún. En estas páginas bullen personajes como Monsieur Teste, de Valéry, y autores como Rimbaud, Balzac, Proust, Keats, Rilke, Henry James, Mallarmé, Dos Passos o Kafka. También Gide, Sainte-Beuve y Flaubert. La lectura de esta Carta es reparadora —imagino cómo sería para su destinatario, que declara en el prólogo que la llevó consigo a todas partes, en todas las circunstancias de su vida, «incluso durante los viajes clandestinos» (pág. 9)— y propicia un rato —son treinta y ocho páginas— de plenitud literaria que es de agradecer. Semprún culmina su breve prólogo citando una frase de Claude-Edmonde Magny, cuya influencia, dice, fue determinante en su trabajo como escritor: «Nadie puede escribir si no tiene el corazón puro, es decir, si no se ha desprendido lo suficiente de sí mismo…», a la que responde: «Me esfuerzo en ello.» La traducción es de María Virginia Jaua. P.S.: noto la mano del llorado Julián Rodríguez (1968-2019) en la publicación de este libro, en su aspecto externo. Y vuelvo a verla, desde los inicios de su editorial, en la nota que sigue apareciendo al pie de los créditos: «El editor autoriza la reproducción de esta obra, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales». No, como siempre figura, por imperativo legal, en tantos libros.

sábado, diciembre 07, 2019

Advertencia


Como leo en una nota final que «Queda terminantemente prohibida la reproducción total o parcial de este texto sin previa autorización escrita del editor», me abstengo de referir algunos pasajes divertidos de este libro y comentar lo bueno que es.

miércoles, diciembre 04, 2019

La adivinanza del agua en Madrid

Mañana jueves 5 de diciembre, a las siete de la tarde, estaremos Javier Alcaíns y yo presentando La adivinanza del agua (Cáceres, Javier Martín Santos Editor, 2019) en la Librería Panta Rhei de Madrid, en la calle Hernán Cortés núm. 7, entre Fuencarral y Hortaleza. Será un placer volver a hablar sobre este delicioso libro y animar a su disfrute.

lunes, diciembre 02, 2019

La isla del fin del mundo


Haber compartido durante tanto tiempo el relato en primera persona del personaje de esta novela, Aidan Fitzwater —joven irlandés de veinte años en la página 188—, es lo primero que me viene a la cabeza cuando escribo sobre esta obra. Tengo mi ejemplar desde el verano de 2018 y lo he leído a sorbos en los desayunos durante casi un año. ¿Se puede leer así? Yo creo que se puede. De hecho, creo que ha sido una de las claves de mi grata lectura de esta obra de Selena Millares, poeta, novelista y profesora de literatura hispanoamericana en la Universidad Autónoma de Madrid. Leo otros comentarios sobre la novela poco después de su publicación —dos especialmente queridos, de Santos Domínguez y de Fernando Valls— y me siento fuera de lugar, como un advenedizo que se pone a escribir sobre una novedad del año pasado. Me pasa mucho. Lo cierto es que este modo de lectura me ha permitido reproducir la travesía del personaje, que parte de un puerto, Waterford, y que llegará hasta las Islas Canarias, de donde proviene la autora de esta historia. Está escrita en primera persona y se inicia con el relato del comienzo de una travesía y como la puesta en marcha también de unos recuerdos, de tal manera que la lectura va avanzando o acompañando al lector en ese mismo periplo del personaje que habla desde su «extraño encierro» (pág. 9) —que cobrará sentido al final— a un lector que escucha. Perdón, que lee. Y es que una de las claves de esta historia articulada en siete capítulos sin titular y solo numerados es que haya unos ojos que le den «sentido, alma y resurrección» (pág. 210). El lector acompaña a esta búsqueda de una especie de tierra prometida que también es un paraíso perdido, una utopía que siempre tiene su lado de amargura y de frustración. Selena Millares sabe contarlo, sabe de sobra trenzar su relación autobiográfica, con sutiles cambios al que implica a la amada —«Ahora que te recuerdo en la distancia, Marella mía, desde este extraño encierro en que te pienso y te espero, me parece que fue ayer aquella noche última en que nos despedimos» (pág. 77); «mi bella Marella, mi cautivadora leanhaun shee, qué lejos te siento y qué cerca también» (pág. 146)—, en un texto que se lee con mucho gusto. Millares de besos a la autora por eso. No me gustan tanto los tramos del relato en los que se nota un afán documental de «novela histórica» —y esta no lo es— y cierta voluntad de dar detalle de lugares verificables; pero, afortunadamente, son pocos. Hay en esta novela muchos guiños —ya que soy el lector, me los tomo así— que me la hacen especialmente cercana. Que su tiempo sea el penúltimo decenio del siglo XVIII y que de pronto aparezcan figuras como Feijoo o como ese «viejo amigo», director del Real Gabinete de Historia Natural, José Clavijo —el de El Pensador. O que, además, en esta novela se use la referencia mítica a la isla de San Borondón o San Brandán, esa superficie fantasma y cambiante, aislada, esquiva, legendaria y utópica, que es la «razón social y literaria» de una editorial tan próxima a mis intereses como Ediciones Liliputienses que lleva con buena mano José María Cumbreño, cuya infancia, si no estoy equivocado, estuvo vinculada a un sitio en el que nació un ilustrado como José de Viera y Clavijo —del que me gustaría hablar aquí un poquito después de la exposición Viera y Clavijo. De isla en continente, que se montó en la Biblioteca Nacional de España entre enero y mayo de este año. Ojalá esta novela no pase inadvertida, como tantas; y ojalá sigan cayendo lectores con quimérica sensibilidad, de los que no solo leen lo más visible y mediático. [Selena Millares, La isla del fin del mundo. Madrid, Ediciones Barataria, 2018]

domingo, diciembre 01, 2019

Víctor Infantes, tres años


© Imago. Revista de Emblemática y Cultura Visual
Quiero que la primera entrada de este mes de diciembre esté dedicada a Víctor Infantes (1950-2016), porque hoy se cumplen tres años de su muerte. No me sorprende que sean tan numerosas —una treintena— las entradas de este blog que hablan de él, porque me tuvo entre los destinatarios de sus regalos de rara impresión, sus artificios bibliográficos y sus consejos; y siempre quise corresponder a su generosidad y reconocer su sabiduría en materia de libros. Espero que muy pronto se publique un volumen en su homenaje que ha coordinado su discípula y amiga Ana Martínez Pereira y que creo que llevará el título de Arte de la memoria. Ella, Ana, publicó en Imago. Revista de Emblemática y Cultura Visual, en el número 9 de 2017, una «Semblanza de Víctor Infantes» que encabezó con una cita de Manuel Altolaguirre que decía: «La memoria, que en la vida nos abandona con tanta frecuencia, en la muerte nos presta su abrigo, nos conforta, nos salva. El alma se queda envuelta con el paisaje de su conducta, de sus pensamientos, de sus emociones». Y, debajo, otro epígrafe, este de Víctor Infantes, que rezaba: «La memoria es un silencio de madera». Ana Martínez Pereira, que firmó con Víctor valiosos trabajos, cerró aquella semblanza con las siguientes palabras: «Su saber, y su modo de saber, son una gran pérdida para la filología española. Su ser, y su modo de ser (y estar) son insustituibles para sus amigos. Su memoria, impresa y vital, vivirá siempre en nuestro recuerdo». Por supuesto. Un recuerdo muy vivo.