lunes, noviembre 30, 2020

Mi madre y Pessoa

El pasado miércoles recordé aquí a Ángel Campos Pámpano sin conocer la noticia de la muerte de Maradona, también un veinticinco de noviembre, como, hace cuatro años, Fidel Castro. Me fijo mucho en esas coincidencias de fechas señaladas. Ya lo he dicho otras veces: la muerte de Lola Flores un 16 de mayo, el mismo día que nació mi hijo Pedro, un mismo día de otro mayo que fue el de la muerte del torero Joselito el Gallo en 1920, tres años después de que naciese otro dieciséis de mayo Juan Rulfo. Hoy Carlos Galilea ha dedicado su Cuando los elefantes sueñan con la música a Fernando Pessoa, que murió un 30 de noviembre de 1935, como mi madre, un 30 de noviembre de 2016, casi a esta hora en la que por algún impulso incontrolado he comenzado a escribir sobre ella por recordarla tal día como hoy. Yo creo que he heredado esa inclinación al calendario que ella tenía y que ahora mantengo en homenaje.

domingo, noviembre 29, 2020

La hora izquierda

Tengo escrito en la penúltima hoja —vuelta— de mi ejemplar de museo de la clase obrera (Madrid, Calambur Editorial, 2018), de Juan Carlos Mestre, una especie de colofón de lector: «Sentirse acompañado por un libro, sí» —en tinta azul, que no frecuento. En la página 71 hay otra anotación en rojo —que uso casi siempre para acentuar lo que tiene importancia— que alude al subrayado de un verso en prosa de Mestre: «el poema comienza cuando estalla la bombilla». Y a la reacción enardecida de mi hermano Josemari un día de marzo del año pasado. Me entusiasmó aquel libro por su forma y por su fondo, su intención y su pertinacia en buscar la verdad de un mundo que le ha dado la razón al poeta por la incertidumbre con que nos regala y la insumisión a la que nos empuja. Lo he rescatado hoy para escribir que justo el día que quería rebajar la altura de los volúmenes apilados en mi escritorio compré once centímetros lineales. Había un clásico de los gordos, un par de novedades, y una novela flaca cuyo argumento me recordó a alguien conocido. Uno de esos libros, este, La hora izquierda (Madrid, Ya lo dijo Casimiro Parker, 2019), me costó 15 euros, a pesar de que la poesía de Mestre la tengo casi toda en casa, y en este caso se trata de una antología. De una antología hecha por un lector amigo —Emilio Torné, el editor de Mestre— y con un prólogo titulado «La imaginación insumisa», que quería tener, como también un libro publicado por una editorial tan singular e independiente como Ya lo dijo Casimiro Parker, que ha publicado obras de Luis Eduardo Aute, Eduardo Scala, Emily Dickinson, Pedro Casariego Córdoba, Ana Pérez Cañamares, Adolfo García Ortega, Alfonsina Storni… Sí, La hora izquierda es una antología de la poesía de Mestre desde sus primeros textos de La visita de Safo (1983), de su Antífona del otoño en el Valle del Bierzo (1985), o de su premiado La poesía ha caído en desgracia (1992), que fueron luego republicados por Calambur Editorial, que ha sido su editora de los libros mayores, como La casa roja —Premio Nacional 2009—, La bicicleta del panadero —Premio de la Crítica 2012— o mi museo de la clase obrera (2018). Alguien que conoce tan bien a Juan Carlos Mestre como Emilio Torné propone un nuevo libro a partir de la selección de poemas reunidos en secciones —siete— en las que quedan barajados, menos los de La tumba de Keats, que Torné considera casi un poema único y que divide en fragmentos en esta muestra, sin que sirva de precedente. Así que el lector de La hora izquierda tendrá la ocasión de habérselas con una muestra inédita de la escritura constante de Mestre, que, según su prologuista, procede por restitución —al estado original— y no por renovación; y que no tiene nada de automatismo, de irracionalismo ni de superrealismo. Bien dicho queda por Torné que la obra de Juan Carlos Mestre es una reflexión sobre «la imaginación poética insumisa que se adentra en los desafíos de la memoria y el porvenir» (pág. 10). Por cierto, antes de la penúltima hoja de museo de la clase obrera está el «índice» más creativo e inteligente, sin dejar de remitir a sus páginas, que he leído nunca. Mestre en estado impuro.



jueves, noviembre 26, 2020

Metaplasmos por recortes

Había pedido permiso en la dipu y pasó por el hiper para comprar algo que no necesitase frigo —también se llevó unas chuches para la peque. Tenía que recoger a sus hijos. Primero, a la niña, del cole, y luego, al otro, del insti, porque querían pasar el finde en la finca del abu. La chica miraba en el coche sus dibus en el móvil y el niño preguntó por las vacas, que dónde las pasarían. «—Los primeros días en casa de mami —le dijo—, que yo me voy con Vane a una ruta larga en bici». En la radio del auto escuchó la noticia de las palabras aceptadas por la RAE: «Coronavirus», «trol», «fascistoide» o «finde». Eso, finde.

miércoles, noviembre 25, 2020

La Moneda de Carver

 Ángel, en la memoria

El motivo por el que traigo aquí, precisamente hoy, este libro tiene que ver con una parte de su contenido. La Moneda de Carver (Madrid, Reino de Cordelia, 2020), de Javier Morales, está compuesto por ocho relatos organizados en tres secciones: «El tiempo del tabaco», «Ninguna necesidad» y «Nuevas miradas»; y está lleno de sugerencias y guiños literarios, y es un libro que, de haber tenido tiempo, habría reseñado aquí hace semanas. Lo hago hoy por recordar a Ángel Campos Pámpano (1957-2008), a quien dedica el autor uno de los relatos del precioso y cuidado volumen —«Viaje a la Ciudad Blanca»—, y al que recuerdo ahora por contar afligido doce años desde su muerte. El cuento arranca cuando en Lisboa, en agosto de 1988, un joven somnoliento de veinte años llamado Samuel —alter ego que está en otros sitios— se apea del tren, del Lusitania Express, y tiene su primera experiencia en la ciudad blanca, que es el título del libro de poemas que le acompaña en su viaje. Aquel primer y determinante libro de Ángel publicado por Pre-Textos en la primavera de aquel año en el que ardió meses después el Chiado. Mi recuerdo, pues, para Ángel; y mi recomendación de lectura de un libro que, en esa su parte central, la citada «Ninguna necesidad», se fija en tres escritores que murieron pronto: el que sirve para el título de todo, Raymond Carver —su moneda de medio dólar está en la página 59—, que vivió cincuenta años; Ángel, que murió con cincuenta y uno; y José Antonio Gabriel y Galán, que se fue con cincuenta y dos, casi la misma edad que tenía Julián Rodríguez, a quien es inevitable encontrar por su Ninguna necesidad (Barcelona, Random House Mondadori, 2006) —y por su prematura pérdida— en las páginas de esta obra de Javier Morales. Salvado este trozo tan literariamente elegíaco, creo que los otros cuentos del libro son piezas sabiamente labradas en la elección del punto de vista —femenino en más de una—, en su objeto, bien sea literario o extraído de una experiencia personal —hay un Javier personaje que se suma como profesor de cursos de Escritura Creativa—, o en una manera de escritura depurada, un estilo reconocible por su llaneza en comparaciones como las de las hojas del tabaco «listas para transformarse en cigarrillos, en humo, como ocurre con los veranos de mi adolescencia» (pág. 26). Sencillo. Sugerente. Bien escrito. No puedo evitarlo: esta lectura de La Moneda de Carver, que merece más, está dedicada a la memoria de Ángel.

martes, noviembre 24, 2020

Palabras para un fin del mundo

Cinco personas en una sala con capacidad para más de cien no creo que sea para preocuparse en este estado de alarma. Si acaso, la empresa, que sigue manteniendo un pase de Palabras para un fin del mundo, el documental dirigido por Manuel Menchón que he visto hoy. Me alegra mucho que la figura de Unamuno siga propiciando la producción de libros, artículos, películas como la de Amenábar —que esta noche he tenido presente— o documentales como el que vuelve sobre los últimos años, los últimos meses, las últimas semanas y el último día de tan respetable figura intelectual. «Intelectual» es una palabra que se repite, siempre en boca de quienes la desprecian, en muchos momentos de esta excepcional manera de recordar al autor de Niebla y de Del sentimiento trágico de la vida. De la vida que se le fue, según los datos que aporta este documento formidable, en unas circunstancias extrañas sobre las que yo creo que indaga con razonable credibilidad. Palabras para un fin del mundo repite la imagen de un entierro del rector de Salamanca rodeado de falangistas, y pone a uno de ellos, Bartolomé Aragón, que no acudió al sepelio, junto a la camilla del maestro cuando murió, sin que luego nadie certificase con verificable certeza ni hora ni causa de la muerte. Todo esto está muy bien montado en un documental que aporta imágenes —no soy ningún experto en la historia gráfica de aquellos años— que yo no había visto nunca, y que incide en la quema de libros y en el ondear de banderas, que son las más notorias situaciones en las que se manipula aquí para expresar mejor lo que pudo haber sido. Lo que fue.

lunes, noviembre 23, 2020

El quiosco irreductible


Irreductible como la aldea gala. Me lo anunció B. hace unos años, cuando nos sobrevino uno de los proyectos de reforma de la plaza. Iban a trasladar su quiosco a la acera de enfrente, junto al Mesón Ibérico. Me pareció innecesario y pensé en cómo le caería el sol en los meses duros. La reforma se hizo; pero el quiosco permaneció en su sitio, y nadie volvió a remover el asunto. Hasta que hace unas semanas B. me dijo una mañana que ya era inminente, que estaban recogiendo todo para vaciar el cubículo y facilitar el traslado. Dos días después, no había aparecido nadie y todo seguía igual. «—Dicen que mañana». La informalidad propia de los informales de la que todos los días a todas horas hay afectados. Lo ha contado muy bien Jeremías Clemente en su muro de Facebook. El pasado lunes, temprano, ya vi a unos operarios que estaban abriendo con herramientas todo el cerco pegado al suelo del sitio en el que diariamente me llevo mi periódico; y creo que fue la primera vez que lo recogí desde un banco de la plaza. B. me dijo el martes que al día siguiente traerían una grúa para culminar la operación. El miércoles no hubo grúa. El jueves tampoco me di cuenta de nada, cuando B. ya me había asegurado a primera hora del miércoles que al volver del campus a mediodía igual me encontraba el quiosco en otro sitio. Pues no. Solo vi a algunos funcionarios del Ayuntamiento y un quiosco herido, pero impasible. «—¿Todavía seguimos aquí?», dije a B. y G., el viernes; ambos, bien temprano, dentro de ese «aislamiento perdurable del quiosco», como dijo Gonzalo Hidalgo Bayal en La escapada (pág. 269), que es para la pareja su segunda casa. Y fue G. quien me explicó que parece ser que los anclajes de toda la estructura son tan firmes que cualquier actuación la descuajaringaría y que sería peor el remedio que la enfermedad. ¡Acabáramos! ¿Enfermedad? ¿Qué necesidad había de utilizar tantos recursos, dedicar tanto tiempo, importunar a una familia y a sus clientes y gastar dinero en algo superfluo en estos momentos que estamos pasando? Ninguna. Y la mejor lección la ha dado un quiosco mudo pero aferrado al sitio en el que ha estado siempre como una ventana más, que me ha tenido conectado al mundo con ese puntito de romanticismo de lugares así, que pronto serán tan solo un recuerdo. Así que mi quiosco irreductible, como la aldea gala de Astérix y Obélix, sigue en su lugar como todo un símbolo contra la jactanciosa incompetencia municipal. Limpio ya de unos feos y absurdos grafitis, luce ahora su verde épico coronado por la publicidad de una cabecera que el referido miércoles dieciocho difundió el despropósito. En mi ambigüedad en el uso de kiosco y quiosco, habría ahora que reivindicar la K extraña, exótica o alienígena, como diría Gonzalo Hidalgo, en lo que tiene también de contestataria y radical en el ámbito social de los okupas, en el político de la anarkía o en el musical del punk. Algo que leí en un artículo de Juan Francisco Fuentes sobre los usos ideológicos de la letra K de este Quiosco con mayúsculas de la placita de San Juan en Cáceres que sigue ahí con una dignidad de héroe, con Q y con K.



miércoles, noviembre 18, 2020

Actos de fe / Acciones concretas (Julián Rodríguez, tipógrafo)

Esta tarde se ha inaugurado sin inauguración oficial la exposición Actos de fe / Acciones concretas (Julián Rodríguez, tipógrafo), que estará en el Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo (MEIAC) de Badajoz hasta el día 12 de enero de 2021. La Editora Regional de Extremadura (ERE), que ha impulsado esta muestra de la faceta del escritor cacereño como diseñador gráfico y de la que se benefició en la imagen todavía vigente de muchas de sus colecciones, ha difundido una nota de prensa de la que extraigo casi todo lo que constituye esta entrada. La nota va encabezada por estas palabras que evocan a uno de los autores predilectos de Julián y de su hermano Javier: «John Berger escribió que la esperanza es un acto de fe y tiene que estar sostenida por acciones concretas: las que introduce esta exposición y recorre libros, portadas, maquetas, tarjetones, postales, borradores, papeles y cartulinas y tipografías que dieron cuerpo a la esperanza en los años que nos iluminó Julián Rodríguez». Y se cierra con las referidas al comisario de la exposición Juan Luis López Espada (Cáceres, 1973), escritor, profesor y diseñador multimedia, con el que he tenido la ocasión de estar muchas veces por razones de todo tipo entre las que se encuentran dos especialmente destacables: en un aula de la Facultad de Filosofía y Letras de Cáceres como alumno del Máster de Formación del Profesorado de Educación Secundaria, que me dijo que cursó por prepararse para cuando sus hijos llegasen a ese nivel de estudios, y en el inopinado funeral de Julián, con quien abrió la galería «Casa sin Fin» en Cáceres y con quien colaboró en muchos de los diseños de las colecciones de la ERE. Me alegro de que hayan estado juntos casi una treintena de años. Me alegro también de que los textos que explican este homenaje estén escritos por Javier Rodríguez Marcos y por Luis Sáez Delgado y que aparezcan mencionados en agradecimiento nombres como los de Javier Alcaíns, José Alvarado, Helga de Alvear, Irene Antón, María Jesús Ávila, Francisco Tomás Cerezo, Inés Fajardo, Asunción Fernández, María José Hernández, Paca Flores, Pilar García, Miryam Ginés, Ana Jiménez del Moral, Manolo Laguillo, Andrés Manzano, Antonio de la Osa, Catalina Pulido, María Marcos Rendo, Jorge Ribalta, Julían Rodríguez Rodríguez, Antonio Sáez Delgado, José María Viñuela o Natalia Zarco. La nota de prensa que tengo delante y que se ha difundido hoy añade que «Julián Rodríguez atravesó nuestra vida como un cometa que a cada uno ilumina de forma diferente, pero deja una estela en la que todos nos reconocemos: en la literatura, en la edición, en el diseño, en el arte, en la fotografía, también en la amistad y el consejo. Una de las líneas que con mayor intensidad brilló en esa estela fue el diseño editorial, un oficio que tiene mucho de trabajo artesano y de talento, tanto como de compromiso con cada objeto que salía de su mano, por pequeño que fuese. Y hasta tal punto llega ese compromiso que se puede acompañar buena parte de su biografía y sus pasiones a partir del hilo conductor de los proyectos que, desde la adolescencia, lo sitúan como uno de los más sabios tipógrafos de España y uno de los más audaces. Esa biografía material es la que recorre Actos de fe / Acciones concretas, y sigue la pauta de su colaboración con la Editora Regional de Extremadura, un momento prolongado donde consolida buena parte de su experiencia y corre paralelo a la creación de Periférica, su editorial, la galería Casa sin fin y a muchas aventuras más. El reconocimiento de Julián Rodríguez es también el de la cultura en Extremadura y, sus obras, balizas que acompañan el desarrollo de la cultura en España durante cuatro décadas, desde los años ochenta a la segunda década del siglo XXI». La exposición Actos de fe / Acciones concretas (Julián Rodríguez, tipógrafo), que reúne más de un millar de piezas, como los fanzines cacereños de los años ochenta o las hojas de sala de su galería, los centenares de libros de diferentes editoriales que diseñó, la Carta de Vinos del restaurante «Atrio» de Cáceres o las obras de arte que inspiraron portadas o diseños, recogidas de diferentes colecciones o instituciones como el centro de Arte Helga de Alvear, se puede visitar en el Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo (MEIAC) de Badajoz desde hoy 18 de noviembre de 2020 hasta el 12 de enero de 2021 por iniciativa de la Consejería de Cultura, Turismo y Deportes de la Junta de Extremadura.

lunes, noviembre 16, 2020

Francisco Brines, Premio Cervantes

© Foto de Fernando Bustamante

Esta mañana, al salir de la librería en la que he encargado Primavera extremeña, de Julio Llamazares, me he encontrado con Javier Rodríguez Marcos, que lleva por aquí unos días acompañando a Juan Luis López Espada, el comisario de la exposición sobre su hermano Julián Rodríguez que se inaugurará, si todo va bien, este miércoles 18 de noviembre en el MEIAC de Badajoz. Hemos hablado de la exposición, de Julián, claro, de sus papeles y gestos, de libros, de editoriales y del Premio Cervantes —me ha recordado que se fallaba hoy. En la conversación apareció el nombre del poeta venezolano Rafael Cadenas como premiable, por si volvía la alternancia entre un nombre iberoamericano y uno español que se rompió cuando los premios a Sergio Ramírez e Ida Vitale en los consecutivos 2017 y 2018. El premio afectado por la pandemia a Joan Margarit en 2019 parecía augurar un galardón del otro lado; y, sin embargo, la feliz noticia del reconocimiento a Francisco Brines ha contribuido a deshacer lo consuetudinario. Cuando he sabido la noticia esta tarde, la primera persona en la que he pensado ha sido Javier Rodríguez, a quien recuerdo destacando un poema de Brines muy especial para él: «El porqué de las palabras», de Insistencias en Luzbel (Madrid, Visor, 1977), que yo he referido aquí y que he leído a mis alumnos en clase alguna vez. («Las palabras separan de las cosas / la luz que cae en ellas y la cáscara extinta, / y recogen los velos de la sombra / en la noche y los huecos; / mas no supieron separar la lágrima y la risa, / pues era una sola verdad, / y valieron igual sonrisa, indiferencia. / Todo son gestos, muertes, son residuos»). Me he alegrado mucho; y seguro que Javier también. A pesar de que a ninguno de los dos se nos vino a la cabeza un poeta tan grande como Brines mientras paseábamos con ganas de charlar por las calles de una ciudad antigua que hemos asimilado como barrio. «De la poesía se reciben siempre razones de vida», escribió el maestro de Oliva, Premio Cervantes 2020.

domingo, noviembre 15, 2020

Territorio de creación

Hace ya algunos años propuse la organización en Cáceres, bajo el lema Extremadura, territorio de creación, de un encuentro literario con escritores que, por diversas circunstancias, habían elegido esta tierra para vivir temporalmente y escribir desde aquí. Ocurrió con Bernardo Atxaga —que iba a ser uno de los participantes de aquel ciclo nunca celebrado—, porque redactó buena parte de su novela El hombre solo (Barcelona, Ediciones B, 1995), en la casa de su amigo el exfutbolista de mi Athletic Club, y entrenador y fotógrafo, Ernesto Valverde, en Viandar de la Vera, donde vivió el vasco de Asteasu durante seis meses. Me impresiona que hayan pasado veinticinco años de la publicación de aquella novela y de mi propuesta de una actividad en la que quería que participasen también Rafael Sánchez Ferlosio, por su vinculación con Coria, Andrés Trapiello y su territorio de creación en Las Viñas, que es como el mirador exterior de su Salón de pasos perdidos como diario y novela en marcha, y Rafael Chirbes, que se vino a Valverde de Burguillos y ahí vivió durante una docena de años. Este era el elenco —Bernardo Atxaga, Rafael Chirbes, Rafael Sánchez Ferlosio y Andrés Trapiello— que también propuse en 2006 —sin éxito, por razones que ahora no vienen al caso— entre la programación de actividades de la bien temprana candidatura de Cáceres como Capital Europea de la Cultura 2016. Hoy, cuando ya no es posible contar con Ferlosio ni con Chirbes, sumaría un nombre más: Julio Llamazares. El País Semanal acaba de dar un adelanto de su libro Primavera extremeña. Apuntes del natural (Madrid, Alfaguara, 2020), que habrá que esperar a leer hasta el próximo jueves 19, cuando se anuncia su puesta a la venta. Desde el mismo entorno que el lagar de Trapiello, el autor de La lentitud de los bueyes (León, Colección Provincia, 1979) nos regala la crónica real y sentimental de un tiempo difícil desde marzo a mediados de junio de este 2020 en un paisaje muy nuestro del que un vecino ilustrado, Konrad Laudenbacher, que fue conservador jefe y restaurador de la Pinacoteca Nueva de Múnich, hizo una acuarela al natural que es la base del texto que yo he leído hoy en El País y que será la del libro que mañana saldré a reservar en mi librería para darme el gusto de no tener que pedirlo a una gran compañía por internet. Llamazares relata la circunstancia que le trajo a Extremadura justo el día anterior a la declaración del estado de alarma y describe muy bien el paisaje natural, pero también sentimental y sensitivo, del espacio en el que ha pasado con su familia varios meses en uno de los más expresivos ejemplos de cómo un escritor levanta la cabeza del cuaderno o de la pantalla del ordenador para escribir que «Tormentas, lluvias, nubes de paso o agarradas a las montañas durante días, arcoíris de circunferencia inmensa, brillos de todos los tonos dejaron paso a una profusión floral que llenó la sierra de mil colores y de una gama de verdes que iba de un extremo a otro de la paleta sin dejar ninguno: del verde claro de la hierba nueva o de las hojas de los madroños y los membrillos al luminoso de los olivos y al casi negro de las encinas. Y sobre ellos, un millón de pájaros que iban y venían continuamente de un lado a otro disfrutando de la soledad de un campo que nunca habían conocido así. Y lo mismo pasaba con las mariposas, los insectos y los reptiles, dueños de un campo vacío que sólo compartían con los corzos y con los animales domésticos, ovejas y caballos principalmente, que pastaban tranquilamente en las fincas ajenos a nuestras preocupaciones». Para los que vivimos aquí son muy obsequiosas las palabras de Llamazares sobre nuestro entorno; pero si no he interpretado mal, es mucho más lo que esta tierra, este paisaje y esta soledad del campo con sus mariposas le ha dado a él para vivir, aunque sea unos meses, y escribir, aunque solo sean unas páginas, por estos lares. Unas páginas que yo espero que pueda presentar aquí cuando todo lo peor haya pasado. Territorio de creación.

sábado, noviembre 14, 2020

Escuchas

En mi calle lo íntimo se dice a voces. Escribí esto cuando salió aquello de las escuchas de la presidenta del Tribunal Constitucional, María Emilia Casas, hace más de doce años —«La llamada que toda España oyó», tituló
El País un reportaje. Pero como estos asuntos no dejan de estar de actualidad gracias a siniestros individuos, se me ocurre que mi calle es también escenario y canal comunicativo de lo que se dice sin que los que lo dicen reparen en que todos los demás escuchamos lo que han dicho. Ya di aquí alguna indicación de dónde está situado el escritorio en el que paso buena parte de mi vida, junto a un balcón que da a una calle estrecha de no más de tres plantas por vivienda que hace de altavoz de las conversaciones que pasan por sus humildes aceras sin desnivel. No hace falta hacer mucho visillo —a lo que también, como a la lectura, soy dado; sobre todo en verano—, para que se te cuele en casa la respuesta a una confidencia («—Lo que te pasa tienes que solucionarlo. Si no estáis bien, no estáis bien.»), un exabrupto («—¡Estás más tonto que mis cojones! ¡Qué subnormal eres!»), una lección moral a la que no puse rostro (—«Hay personas que parecen buenas y no lo son. Hay un tipo de individuos que tienen siempre buena cara para todo, y una inclinación especial hacia la acción voluntaria, a estar en todos los sitios... Pero luego, hijo mío, son lo peor.»), o unas frases a voces desenvueltas por el teléfono («—Espera, espera, que me cojo un taxi; vaya mierda…»), de una mujer de voz muy grave como la de otra noche en una silla de ruedas desde la puta intemperie hacia una ventana («—Yo ya estaba en mi puta casa. Si he venido a verte es porque me has llamado. Ella está en su puta movida»), o, finalmente, el teatro del absurdo de la exaltación de alguien que dijo en alto algo que no pude escuchar completo («—Quiero agradecer este premio…»). Los odiados ladridos de los perros no los entrecolmillo en esta serie real de escuchas literales —lo prometo— en esta mierda de calle en la que soy feliz con mis cositas, y lo que sí me apetece es acordarme de don Ramón María y de su genial esperpento La hija del capitán que corona Martes de Carnaval con ese «—¡De risa me escacho!». Por las escuchas. 

viernes, noviembre 13, 2020

Cáceres en Abril

© José Holguera
Esta mañana han llegado a casa desde Luxemburgo dos ejemplares de este número de Abril, dedicado a textos de escritores de la provincia de Cáceres. Hace unos meses que Javier Alcaíns, José V. Solana y yo hablamos de la posibilidad de publicar una antología de autores de Cáceres en la entrega de Abril del otoño de este año. Sabíamos que era muy difícil hacer una selección de los muchos nombres de calidad que hay en una lista —sobre la que la redacción de Abril eligió— mucho más numerosa que esta docena y pico. El resultado es este, con textos de Pureza Canelo, Ada Salas, Javier Cercas, Santos Domínguez, Basilio Sánchez, Javier Rodríguez Marcos, Gonzalo Hidalgo Bayal, Álvaro Valverde, Emilia Oliva, Julián Rodríguez —a cuya memoria va dedicado el número—, Carmen Hernández Zurbano, Javier Alcaíns, Irene Sánchez Carrón y Pilar Galán. Yo digo ahí que es una nómina justificadamente exigua; pero que puede asegurarse que, sin perder calidad, cabría hacer otra entrega de Abril con el mismo número de nombres. En cualquier caso, recoge una buena representación de lo que la literatura en español le debe a escritores de aquí, en narrativa y en poesía. Faltan géneros, claro. La verdad es que es muy destacable que una revista como Abril, reconocida en 2014 por la editorial Ultimomondo con el premio «Lëtzebuerger Bicherpräis» por el fomento de las culturas «immigrées» y su aportación a la literatura en Luxemburgo, se fije en la de autores vinculados de cualquier manera a Cáceres. Así que ha llegado este Abril en noviembre, una mañana algo gris. No se crea que viene con el apoyo y la subvención —no pedidos— de ninguna institución cacereña, que es lo que cabría pensar de algo así. Nada de eso. Pero, desde luego, no estaría nada mal que alguna biblioteca extremeña pública, dependiente de una diputación, de una universidad o de una consejería, solicitase la venta de ejemplares de esta revista tan singular que en este número está ilustrada por la artista luxemburguesa Malou Faber-Hilbert. Recomiendo la lectura de este Abril después de haber vuelto a leerlo. Por todo lo que significa abril para Cáceres.

jueves, noviembre 12, 2020

Un sueño

Ojalá, se dijo, le hubiesen notado durante la clase la cara de satisfacción. Iba embozado y todo fue muy diferente. Habló de que habría que erradicar el concepto de «lectura obligatoria» y eliminar esos ítems del programa que van encabezados con la palabra «Tema» y un número. Que en lugar de «Tema 16», más, por ejemplo, «El problema [sic] del naturalismo español», que empezaba con algo parecido a que la «novela naturalista fraguó en Francia, merced sobre todo a Zola, ya desde finales de la década de los sesenta, pues su gran creación de veinte volúmenes Les Rougon-Marcquart comenzó a publicarse en 1871, aunque no se concluyó hasta 1893», el tema lo encabezase un texto como Los Pazos de Ulloa, seguido —tema 2— de La Madre Naturaleza. Les dijo que en el primer supuesto había un término —«naturalista»—, un país —Francia—, un apellido —Zola—, un título impronunciable por muchos — Les Rougon-Marcquart— y dos fechas —1871 y 1893—; y que, por el contrario, en su propuesta, solo habría una frase: «Por más que el jinete trataba de sofrenarlo agarrándose con todas sus fuerzas a la única rienda de cordel y susurrando palabrillas calmantes y mansas, el peludo rocín seguía empeñándose en bajar la cuesta a un trote cochinero que descuadernaba los intestinos, cuando no a trancos desigualísimos de loco galope». Que ese era el principio de Los Pazos de Ulloa y que esas cincuenta palabras serían el principio del Tema 1. Y punto. Y que a partir de ese momento iban a empezar a trabajar, no sobre un argumento, que, al fin y al cabo, es algo que a todos puede suceder y concernir; sino sobre una realidad solo textual, en la que habría que explicarse por qué el jinete, por qué el trote cochinero y las palabrillas calmantes. Y lo que vendría después —pues por fortuna habría que seguir leyendo—, estaba seguro —dijo a sus alumnas—, iba a facultarles para conocer, si no Francia, ni Zola, ni los veinte volúmenes de Les Rougon-Marcquart, sí lo que fue el naturalismo literario en España. Se había quedado dormido con la mascarilla puesta y la puerta de su despacho abierta, y fue un compañero quien le devolvió al temario de las oposiciones que sirve para habilitar a los profesores del futuro; el que le devolvió a que la «novela naturalista fraguó en Francia, merced sobre todo a Zola, ya desde finales de la década de los sesenta, pues su gran creación de veinte volúmenes Les Rougon-Marcquart comenzó a publicarse en 1871, aunque no se concluyó hasta 1893».


miércoles, noviembre 11, 2020

Más Mar Rojo

© Fotografía de Antonio Martín

El domingo. Mensaje de voz de un amigo en mi teléfono: «¿Dónde andas, guapo (sic)? Te recuerdo que estamos en confinamiento (sic). ¿Qué haces por ahí? Llámame. Venga». Él llamaba desde Barcelona y yo estaba en el Gran Teatro de Cáceres (fila 9, butaca 2), en la versión expandida de Mar Rojo, que vi en enero, en una función de la que hablé aquí. Tres euros me costó la entrada. Menos que unos «sanjacobos» de La Cocinera (3,89 €) en el sitio más caro; casi lo mismo que un paquete de doce rollos de papel higiénico de doble capa en una de las superficies más baratas. Veintiséis céntimos menos que una tableta de turrón de chocolate Suchard no recuerdo dónde. Podría seguir, claro. El domingo, Raphael, el cantante —valga la redundancia—, decía en una entrevista en un suplemento en papel prensa a color que el peligro del contagio está en la noche y en las celebraciones, y no en el teatro o en el cine, ni en los museos. No por eso me animé a ir aquí cerca para pasar una hora escasa con un aforo muy controlado. Pero he de reconocer que salí de casa y volví a ella como el que reivindica algo. Quería ver la nueva versión de la obra escrita por mi compañera Maribel Rodríguez Ponce, que puso, tirando de clásicos, un sugerente inserto que se acopló bien a esta especie de encuentro imaginario y simbólico de unos seres en las aguas de la vida. Lo visto fue muy distinto a aquello en la Sala Maltravieso. No solo por la distancia que media en medios entre una sala alternativa y un teatro con todas las posibilidades técnicas, sino por la manera de recomponer una breve historia, entre inquietante y cotidiana, en un marco que la envuelve de una forma muy vistosa. Pondré solo dos ejemplos de lo inalcanzable que puede ser para un grupo que representa en un espacio íntimo: la calidad y la calidez envolvente de un sonido potenciado con micrófonos y el apoyo de la imagen sobre el foro para una escenografía tan minimalista como una mesa y unas sillas de tijera. Son dos elementos externos, ajenos a la esencia del texto teatral y a su interpretación, pero que ayudan enormemente a que el público aprecie más los valores de una función de teatro nada convencional. A una forma de vivir y de hacer teatro muy recomendable.

sábado, noviembre 07, 2020

Farsa

Lo recogí esta mañana. Ya lo he escuchado tres veces. Es como si la voz de esta mujer llegase del cielo. Yo nunca había sentido la música como una caricia. Sí como un arrullo, una exaltación, un revulsivo o la confirmación de una certeza. Hoy ha llenado mi casa con las manos de su canto recorriendo con generosidad partes de mi cuerpo como mis brazos o mi cuello, como quien se lanza amorosa para tocarle a uno. Sábado 7. Ojalá un día vea una voz así trascendida en otra forma y pueda abrazarla y decir por qué escribí esto un sábado de noviembre. Sábado 7. Segunda entrega del día.

Sabado 7

Hoy he compartido con mis hijos esta mesa sin mantel en la que tantas horas he intentado digerir más lectura y escritura que cualesquiera otros alimentos igualmente necesarios. Dice P., que ha visto mi teléfono a mi lado como un cubierto más, que parezco un adolescente colgado del móvil. Me gusta consultarlo a cada momento, como el correo electrónico, y confieso esa dependencia. A pesar de todo, nunca lo he llevado a clase y en ocasiones —poquísimas— he salido de casa conscientemente sin él. Sin embargo, he llegado a pensar en un cataclismo por no recibir en un día ni un solo mensaje de una persona determinada; algo tan tremendo que no me ha parecido grave cuando alguien se ha enfadado conmigo por no haber dado señales de vida a través del teléfono durante treinta o cuarenta horas. Pero hoy lo tenía allí porque he iniciado nuestra grata refacción —igual he sido parco, pues no ha sobrado nada— con la lectura de unas palabras divertidas que hacía unos minutos me habían enviado. Ellos saben por qué no doy más detalles. Ellos me aportan la perspectiva de personas de su edad y yo aprendo, y logro corregir alguna vehemencia que no quiero que vaya conmigo cuando la conversación se centra en el gran abanico actual de las orientaciones sexuales y en su lógica reivindicación. Lamento que J. haya pensado en algún momento que su padre se ha pasado al lado oscuro. Ni por asomo. Me sigue costando mucho llevar esta anormalidad de la falta de contacto físico con mis propios hijos, con los que no convivo diariamente. Me he acordado de un artículo de Íñigo Domínguez en El País, que leí cuando todos estábamos confinados, en el que aludía a un borrador de una especie de guía, que no fue difundida, con instrucciones para las relaciones personales mientras conviviésemos con la pandemia. Allí escribió que esos «besos que no damos se nos atraviesan en la garganta», y nos recomendó: «guárdenlos para cuando pase esto». Me acordé de mis hijos, que acaban de irse —tened cuidado ahí fuera—, y de muchas personas queridas. Para cuando pase esto. Escribí un montón de cartas anunciando los besos y los abrazos que no podía dar, y, finalmente, no envié ninguna. Se me mezclaban las personas verbales. Aquello fue en un momento en el que yo no imaginaba que ese tiempo futuro, que esa quimera, se contaba por meses. Así que ojalá un día te vea y pueda abrazarte y decirte por qué escribí esto un sábado de marzo y por qué lo recuerdo ahora otro sábado después de tantos meses.

jueves, noviembre 05, 2020

Figura

He recibido hoy de Emilia Oliva enjundiosa documentación sobre José Antonio Cáceres para una iniciativa que ojalá llegue al mejor puerto. Y es que ella no ceja en su vindicación de la obra de este «poeta secreto», en palabras de Fernando Millán, que se incluyen («J. A. Cáceres: lo abstracto, lo concreto y lo poético», págs. 31-34) en este libro que es edición de un «documento excepcional» —dice Millán, que lo ha tenido entre sus cosas durante cerca de cincuenta años— que es una de las obras principales para comprender una parte de la historia de la poesía experimental en España desde los años setenta del pasado siglo. Cuando leo un libro así de extemporáneo me invade un placer inmenso, irreprimible. Sé que el libro está impreso, que no se va a distribuir satisfactoriamente, que muy pocas personas van a comprarlo. Pero ahí está, para los restos. Y es un regocijo saber que mañana, dentro de un mes, al cabo de muchos años, alguien podrá encontrar este Figura de José Antonio Cáceres, tan sabia y amistosamente anotado y comentado por personas como Emilia Oliva o Fernando Millán. Y que, si algún curioso quisiera buscar una bibliografía y una cronología sobre el autor, sobre José Antonio Cáceres, las encontrará, pegadas junto a un impagable apéndice que es una reflexión teórica sobre la escritura, sobre el arte y sobre la traducción de J.A.C. que se publicó en el diario Información en febrero de 1975. Emilia Oliva ha concebido la edición de un libro como Figura como si se tratase del catálogo de una exposición, en el que cada pieza o página queda referenciada por su formato, por su soporte, por los materiales de su composición, y por sus dimensiones (16 x 21 cm.), y en el que todas esas piezas están comentadas, como ocurre con la 11.3, Fuga espacial, que es la que se ha llevado a la cubierta del libro, fechada en Irlanda del Norte en 1971. Un poema, en palabras de Emilia Oliva, en el que los elementos utilizados representan lo que anuncia el título. «Las letras del alfabeto configuran una imagen de dispersión ordenada para facilitar la elaboración de un referente que simula un cohete con ayuda de los recortes en color. La ilusión de dinamismo se elabora a partir del desplazamiento de es y la cola de os que representan el desplazamiento del aire por un objeto que se mueve en ese medio». Así con todo, sea sobre papel y con pluma, con máquina de escribir y tinta negra, o con letra set sobre cartulina. Es difícil, en este hueco que me doy, recoger los valores de una creación experimental que está en los orígenes del espacialismo, del letrismo, de la poesía concreta de hace tantos años, y me imagino cómo las contemplará hoy algún millenial que se preguntará —«en plan bien»— si eso lo haría cualquiera. [José Antonio Cáceres, Figura. Estudio, edición y notas de Emilia Oliva. Cáceres, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Extremadura, 2020]

miércoles, noviembre 04, 2020

Calas para Vega

Un día las vio en la cafetería de un céntrico hotel de Cáceres. Ella se casó con ellas. Las calas lucieron en su boda —hace ya más de veinte años, me parece— y por eso se encaprichó con una que acababa de ver al ir al aseo. Es su flor preferida. Cuando la vio, recordó las de su boda y quiso llevarse aquella a su casa. M., un profesional con muchos años de experiencia en la barra de esa cafetería, hoy ya jubilado, le dijo que podía llevársela. Sin problema. Se le había cumplido el último deseo del día. Un sábado que le confirmó que los sueños pequeños se cumplen, que hay días en que la felicidad se cifra en las necesidades más sencillas, en un antojo cumplido. Un buen paseo, un precioso paisaje, la contemplación hablando bajito de unas aves elegantes y esquivas, una buena cerveza bajo un cielo azul limpísimo y la conversación. La conversación amable. Siempre. El buen trato. Una cala en la vida apacible. Como esas que lucieron en su boda. Calas para Vega. Este miércoles de noviembre, después de mucho tiempo desde que yo anotase en mi cuaderno un apunte sobre una situación tan mansa y sencilla como aquella, sin saber que iba a recuperarla el mismo día de su cumpleaños; y del que, por diversas circunstancias, hoy me he acordado tarde.

martes, noviembre 03, 2020

El último romántico

Cuando me dan para que lea el mecanoscrito de una obra, siempre pido al autor que, hechas las correcciones que tenga a bien hacer tras mi lectura, me devuelva el original. Es un tributo que creo que tengo derecho a cobrarme y que nunca nadie me niega. Por eso puedo decir que tengo una versión temprana de El último romántico (Cáceres, Asociación Cultural Letras Cascabeleras, 2020), de Tomás Pavón, desde el verano de 2016, y que han pasado cuatro años casi exactos desde que en octubre compartí mi primera lectura con el autor. En su biografía, la escritura, obviamente, ha tenido mucha presencia, desde que con diecinueve o veinte años ganara el Premio «Residencia» de Poesía, hasta su novela El novio de Betty Boop —que tanto me gustó y que, por cierto, se presentó en estos primeros días de noviembre de 2015—; pero el otro eje de su existir ha sido y es la música. Aunque en toda su obra cabe advertir un fondo sonoro, faltaba una que fuese enteramente musical. El último romántico lo es estrictamente; tanto que, por su factura, el libro pediría, si fuese posible, un original formato. Redondo, como un disco. «La vida da vueltas y vueltas sin cesar, igual que un disco de vinilo; y tiene una cara A y una cara B, igual que un disco de vinilo» (pág. 93). Así comienza la segunda parte de una novela que está dividida en dos «pases» o «caras», cada uno de los cuales tiene diez «cortes» o canciones —literalmente, Begin the beguine, No soy de aquí, Toda una vida, A veces llegan cartas… Adoro, Qué será, A partir de mañana—, que recortan el retrato de un cantante y de su mánager en una España reconocible también por lo que se escuchaba a través de la radio, de los primeros televisores o de las salas y locales en los que los músicos se buscaban la vida. Afortunadamente, Tomás Pavón cae en los «putos pormenores» (pág. 166) literarios y vuelve a ser cronista o una especie de narrador correligionario que ha participado en la mayoría de los hechos narrados; pero que quiere distanciarse como el que no quiere la cosa a pesar de haber vivido en primera línea un tiempo del que quiere dejar memoria escrita. Quiere y lo logra. No quiero repetirme al escribir sobre Tomás Pavón evocando a sus grandes autores, como ya he hecho alguna vez; pero qué remedio, si cuando leo en las últimas líneas conclusivas de la novela que «El viento golpea a rachas, formando cortinas de nieve que iluminan los faros insomnes de algún automóvil» (pág. 170), yo vuelvo a reproducir los efectos especiales con los que enmarcaba Juan Marsé a sus personajes, un Juan Marsé que nunca se había muerto cuando yo lo citaba para hablar de la escritura de Tomás Pavón. Ahora sí. Ha tenido que ser en este terrible 2020. Pues eso, que esta novela se presenta esta tarde de martes 3 de noviembre, a las siete, en la Fundación Tatiana Pérez de Guzmán El Bueno, Palacio de los Golfines de Abajo de Cáceres.

domingo, noviembre 01, 2020

Riqueza

No tiene por qué sorprender que titule así esta nota sobre el número 10 de la revista de literaturas ibéricas Suroeste. Porque está enteramente dedicado —no incluye su habitual sección de reseñas o «Escaparate de libros»— a la poesía actual. ¿Otro balance de lo que se escribe en verso ahora, que es tanto y de tanto interés y de ahí lo de la riqueza? No. Este Suroeste nos trae una selección de poesía en portugués, en gallego, en castellano, en asturiano, en euskera, en aragonés y en catalán, en siete muestras precedidas de notas introductorias, respectivamente, de Pedro Serra, Montse Pena Presas, Antonio Rivero Machina, Martín López-Vega, Jon Kortazar, Chusé Raúl Usón y Adrià Targa, algunas de las cuales me han ofrecido más noticias útiles sobre el estado de la lengua que de la literatura. Así ha sido en el caso de la buena síntesis de López-Vega en su «Poesía asturiana última» y, sobre todo, de «El aragonés, lengua traslúcida», todo un ensayo con bibliografía incluida del escritor y editor de Xordica Editorial Chusé Raúl Usón, y de Jon Kortazar en sus «Últimas noticias sobre la poesía vasca de principio de siglo», que me ha permitido leer algo de autores ignotos como Peru Magdalena, Jon Benito, Ione Gorostarzu, Iñigo Astiz y Beatriz Chivite, en una breve antología de textos que son los únicos que se dan, con buen y generoso criterio, en versión bilingüe. La lectura de este número, que he hecho con el fondo musical de Keith Jarrett que ha programado Carlos Galilea esta semana en Cuando los elefantes sueñan con la música, genera una sensación muy placentera, entre el orgullo por la riqueza de la variación lingüística en nuestro ámbito ibérico y la avidez de conocimiento de todas nuestras lenguas. A falta de una nota de la redacción de Suroeste que explique los límites de la «poesía actual» (o poesia atual, poesía recente, egungo olertia, poesía d’anguañu o nova poesía), solo por algunos de los textos introductorios uno deduce que se ha tratado de presentar una muestra de la joven poesía de quienes nacieron a partir de 1980 y que han publicado sus obras ya en el siglo XXI. Este número es un amplio y blanco escaparate para asomarse al tópico repetido de la riqueza poética actual; pero, sobre todo, a la realidad de esa riqueza lingüística que nos acerca. Riqueza, sí; la que tan bien se aviene a la personalidad de Antonio Franco Domínguez, que acompaña en un suplemento tan infaustamente adosado como el del último número de Suroeste dedicado a Luis Costillo. Qué pesadumbre siento al ver que una de las herencias más visibles de esta revista de aquella que fue Espacio/Espaço Escrito tenga que seguir siendo la de la humana costumbre de las despedidas. Ay, Manuel Hermínio Monteiro, Fernando Assis Pacheco, Ángel Campos Pámpano, a quienes despedimos y con los que en esta entrega se reúne Antonio Franco, que compartió con ellos una fotografía incluida en estas páginas de familiares y amigos que hablan de él: su mujer Carmen Cienfuegos y sus hijos Carlos y Gonzalo, críticos, amigos, poetas, profesores, compañeros del MEIAC, que quiero mencionar con los nombres y los apellidos de Martín Carrasco Pedrero, Nilo Casares, Remigio Cordero, Perfecto E. Cuadrado, Miguel Fernández-Cid, Javier Fernández de Molina, Nuria Flores Redondo, Claudia Giannetti, José Jiménez, Clemente Lapueta, Leona, Iván Marino, Salvato Teles de Menezes, César Antonio Molina, Mon Montoya, Miguel Murillo Gómez, Ángela Pérez Castañera, António Cerveira Pinto, Isidoro Reguera, Gustavo Romano, Manuel Rosa, Antonio Sáez Delgado, Ángela Sánchez y Álvaro Valverde. Otro nombre y otro apellido, Carlos Galilea, comenzó el miércoles su programa aludiendo a los dos derrames cerebrales que Keith Jarrett sufrió hace ahora dos años, y que le provocaron una parálisis parcial, que hace «poco probable» —dice un optimista Galilea— que pueda volver a tocar el piano como antes o que pueda volver a un escenario. Otras fuentes anuncian ya su retirada de la interpretación. La que vuelve a acompañarme cuando cierro estas líneas. Con ricura y con riqueza algo sombrías.