lunes, diciembre 31, 2018

Último día de 2018

Recuerdo ahora tal tarde como la de hoy, hace un año, como por mirar atrás, sin ninguna nostalgia ni apego alguno por nada material que no sea un cuaderno en el que poder escribir en cualquier parte. Como siempre, me apoyaba en palabras ajenas, y hoy son las que leí ayer de Manuel Vicent («La luna»), que dice que la felicidad —esa metáfora de la luna como lo inalcanzable que dejó de serlo cuando se llegó a ella y no nos hizo más felices— puede concedérsela uno a sí mismo si no pide más de lo necesario. Vicent —qué lástima que todavía no hayamos logrado traerle a Cáceres al Aula «José María Valverde»— que escribe que «[...] cualquiera que remonte el río de la memoria hallará un aroma, el tacto en otra piel, un sabor en el paladar, el sonido de una música evanescente o una imagen velada en el espejo del pasado cuyo recuerdo le nublará el cerebro y le hará saltar las lágrimas de placer. Un instante de esta felicidad da sentido a toda una vida y en esas sensaciones hay que apoyar la palanca para sobrevivir», hace recuento de algunas de esas experiencias que durante el año que se acaba le han permitido alcanzar algo de esa luna de la que habla: ver dos o tres buenas películas, alguna exposición, sobremesas agradables con los amigos, una música y los resultados de una analítica favorable. Y es verdad, porque una de las mejores definiciones de la palabra «salud» que conozco es la de que «La felicidad consiste sobre todo en que el cuerpo guarde silencio por dentro», que escribe Manuel Vicent en esa misma columna, que esta última tarde del año me motiva también a recordar un libro excepcional, un desayuno con Pedro en la calle València de Barcelona, otro con Julia en una terraza de General Perón en Madrid, una visita reparadora y una espalda recorrida, la noticia que llegó por teléfono de la alegría de un amigo escritor por un premio merecido, una mañana con mis alumnas —y Javier— en la Biblioteca Pública de esta ciudad ante unos cuantos incunables —con Teresa Gómez—, otro desayuno en casa —la mejor comida del día, sin duda—, y, ojalá, un buen resultado de los análisis que no me he hecho. Feliz año nuevo.

sábado, diciembre 29, 2018

Pezoa Véliz

© Fantasio (1929)
Un martes de este diciembre que se acaba, mis alumnas —y Javier— y yo estuvimos enredando en clase con un libro. Se trataba de algo muy sencillo: leer. Pero leer hasta las costuras. Algo así como leer bien el manual de instrucciones de un objeto que yo percibo que manipulan con más torpeza que un teléfono móvil o que la caja que contiene un fármaco. Buscar entre las páginas lo que parece que no está y que, sin embargo, cuando lo necesitamos, nos sirve. Por ejemplo, un índice onomástico; o una nota escondida que nos informa que el texto que leemos fue publicado en un periódico pocos meses antes de la muerte del autor, o después de su muerte, muy pocos días después de su muerte. Por otra tarea, he vuelto a esa obra póstuma de Roberto Bolaño, de la que hablé aquí, la recopilación de sus artículos, ensayos y discursos bajo el título de Entre paréntesis (Anagrama, 2004), bien cuidada por su —antaño— editor literario, Ignacio Echevarría, que es la que llevé a clase. Yo recordaba que Roberto Bolaño habló de un par de poemas memorables de un poeta chileno muy desconocido, Carlos Pezoa Véliz (1879-1908), y he vuelto a toparme, buscando otro asunto poético, con esa referencia. Ya he podido saber que uno de los poemas que Bolaño decía que merecía ser recordado era «Tarde en el hospital». Sin duda, es interesante, o como dijo Bolaño, auténticamente bueno:

Sobre el campo el agua mustia
cae fina, grácil, leve;
con el agua cae angustia:
llueve
Y pues solo en amplia pieza,
yazgo en cama, yazgo enfermo,
para espantar la tristeza,
duermo.
Pero el agua ha lloriqueado
junto a mí, cansada, leve;
despierto sobresaltado:
llueve
Entonces, muerto de angustia
ante el panorama inmenso,
mientras cae el agua mustia,
pienso.

viernes, diciembre 28, 2018

La hoguera de los inocentes

No parece mal día —aunque solo sea por lo nominativo— para hacer aquí un apunte sobre este ensayo de Eugenio Fuentes, La hoguera de los inocentes. Linchamientos, cazas de brujas y ordalías (Barcelona, Tusquets Editores, 2018). La palabra «ordalía» está en todos los títulos de los catorce capítulos —en el último, un derivado como «ordalizado»— y del epílogo de este libro. En la introducción a su obra, Eugenio Fuentes dice que leyó por vez primera esa palabra en La verdad y las formas jurídicas, de Michel Foucault y que la historia de la humanidad es una sucesión de ordalías, esa injusticia o aberración jurídica con apariencia de juicio —el «juicio de Dios»— que impelía a un acusado a demostrar su inocencia por la resistencia a la tortura o a otro tipo de pruebas irracionales y absurdas. Presentado en su origen histórico en el primer capítulo —«La ordalía primigenia»—, Fuentes se fija en el resto de estaciones de su ensayo —que también es un dietario de muy diversas lecturas, desde el libro del citado filósofo francés hasta, por ejemplo, El Proceso, de Kafka— en la esencia de su asunto, y va recorriéndolo por ejes temáticos y referencias literarias o cinematográficas. La religión católica y su combate contra su herejía, la caza de brujas, el racismo, las dictaduras, o la intolerancia ante la libertad sexual, son algunos de los puntos en los que focaliza el autor de Montehermoso su pensamiento en torno a esta actitud histórica que parece un pretexto para transitar por la historia de la literatura, del cine y del arte. Por eso, se echa en falta, sumado al índice onomástico, uno de títulos, pues son muchos, muchos más que los mencionados en el índice general que abre la obra, en el que están El hereje, de Delibes, Intruso en el polvo, de Faulkner, Las brujas de Salem, de Miller, De los delitos y las penas, de Cesare Beccaria, Huracán en Jamaica, de Richard Hughes—qué bien—, El cuento de la criada, de Margaret Atwood...; pero que también podrían mencionarse todos y cada uno de los títulos que se allegan a esta reflexión en forma de libro. Un pretexto, además, que se trae al texto y se expone admirablemente por Eugenio Fuentes. Una buena recomendación para el Día de los Inocentes, sin hogueras.

miércoles, diciembre 26, 2018

Análisis

Hay una clínica que está muy lejos de esta ciudad que me envía los resultados de los análisis de otra persona, que debe de tener una dirección electrónica parecida a la mía. Hace meses fue un hemograma y un lipidograma, y hace menos, un inquietante tac abdominopélvico con contraste. Ya avisé del error y continúo avisando, y, por supuesto, ignoro unos resultados para cuya lectura e interpretación me enviaron claves e instrucciones. Eliminados los mensajes, sigo intranquilo. A ver si no solo la dirección electrónica es lo que tenemos en común. Ojalá todo esté bien. Estoy deseando enterarme.

Libros de un año y más (y III)

Tengo que volver a empezar a leer La isla del fin del mundo (Barataria, 2018), de Selena Millares, que comencé en mal momento, escrita en primera persona y sobre algo ocurrido en el último tercio del siglo XVIII, que tanto me interesa. Y debería nutrirme completamente —escribiendo— de la novela ejemplar del extremeño de Azuaga Antonio Jiménez Casero Medea murió en Corinto (Chiado Editorial, 2016), que también tiene su primera persona y es también una manera muy discreta de ser un atractivo ejemplo de difusión de la literatura clásica, y cuya lectura debo a Carmen Alfonso. En la fotografía que parece un mosaico están dos libros muy recomendables y muy distintos —o no— de José Antonio Llera, que es profesor de literatura española en la Universidad Autónoma de Madrid y fue estudiante y doctor en la de Extremadura: los diarios de Cuidados paliativos (Logroño, Pepitas de calabaza, 2017), en los que hay de todo, incluso un Julián Marcos, profesor de latín que yo conocí (pág. 43), menos un índice onomástico, que es lo que uno echa en falta en libros que se escriben con alusión a tantas personas, desde Roger Wolfe a Abdón Moreno. Rafael Morales Barba. Oscar Barrero. José María Cumbreño. Julio Cortázar. Miguel Labordeta, que es a quien dedica su libro Vanguardismo y memoria. La poesía de Miguel Labordeta (Pre-Textos y Fundación Gerardo Diego, 2018), excelente ensayo que recorre toda la trayectoria del poeta aragonés, desde sus primeros escritos, muy jovencito —los antetextos de los quince años—, hasta la experimentación de Los soliloquios, de 1969, año de su muerte, y que tiene muy en cuenta los ricos materiales del archivo Miguel Labordeta de la Biblioteca María Moliner de la Universidad de Zaragoza. Libros, libros, libros. El trastero va a tener que esperar.

Libros de un año y más (II)

Me recomendó Gonzalo Hidalgo Bayal en la última edición de Centrifugados en Plasencia la lectura de Cien centavos (Baile del Sol, 2015), de César Martín Ortiz (1958-2010), y se lo agradezco, porque es un autor que escribía muy bien, y se disfruta mucho leyéndolo, y porque vuelvo a plantearme por qué Baile del Sol, la editorial canaria, tiene tan buen ojo para difundir textos que son tan deslumbrantes. Hace cuatro años publicaron la colección de cuentos En la frontera del color, de Charles Waddell Chesnut (1858-1932), «uno de los padres de la narrativa de tradición negra y uno de los pilares del realismo americano», en palabras de Victoria Pineda, traductora de esta obra y autora del ensayo —que sí está en la foto— Écfrasis, exemplum, enárgeia. Luis Cernuda y la poesía de la evidencia (Madrid, Calambur Editorial, 2018), que recoge una serie de trabajos sobre cómo Cernuda llevó a su poesía la descripción de una imagen artística proveniente de un cuadro —por ejemplo, en «Ninfa y pastor, por Tiziano», un poema que insistentemente he explicado en mis clases cuando teníamos que leer Desolación de la Quimera—, y que es una estupenda introducción al concepto teórico de la écfrasis como exemplum. Recibí también dedicado este año La vida amputada, de Birilo, una primera novela de la que todo lo que tenía que decir se lo dije a su autor, que dará que hablar; y también, en su día, una antología, esa de las cubiertas bermejas y La sien en el puño del colombiano José Manuel Arango (1937-2002). Lo de Ramírez Lozano no tiene nombre. Me envía sus muchos libros y no acabo de reseñarlos como es debido. Este A cara de perro (Madrid, Reino de Cordelia, 2017), que lleva en mi escritorio mucho tiempo, fue Premio de Poesía Eladio Cabañero, y me devuelve al más auténtico nombre que tiene José Antonio Ramírez Lozano.

Libros de un año y más (I)

Por estas fechas los periódicos suelen hacer recuento y relación de sucesos, hechos memorables, fallecimientos o las siempre controvertidas listas de los mejores libros publicados en los diferentes géneros a lo largo de todo el año. Yo, por estas fechas, intento poner orden en los papeles y libros, repensar en todo lo que tengo pendiente, y colocar definitivamente todos esos volúmenes leídos durante más de un año y de los que no he tenido tiempo de anotar nada aquí, a pesar de mis pretensiones, incluso a pesar de mis notas escritas, que van alargando hacia abajo un documento que no sé qué será de él. En la imagen hay solo una muestra de algunos de los muchos motivos por los que he dejado de hacer algo, como salir al cine o a tomar una cerveza, ver una serie en casa o hacer limpieza en el trastero, para dedicarme a leer por el gusto de leer. Del año pasado arranca la lectura de libros como El camino del alba (Tusquets Editores, 2017), de Alfonso Alegre Heitzmann, o Como aire africano (Mérida, Editora Regional de Extremadura, 2017), de Liborio Barrera. Son libros de los que no descarto escribir aquí, porque son ejemplos de esas lecturas que han propiciado apuntaciones que pueden tomar la forma debida; muy sugerentes ambos, uno por su discurso poético, artístico, reflexivo —merecedor de unas certeras palabras de una de esas notorias pérdidas de 2018: Francisco Calvo Serraller («Alba», en El País, martes 11 de abril de 2017, pág. 26)—, y el otro por ser un diario que da gusto leer de alguien que dedica su tiempo a hacer lo que yo admiro, y que, además, escribe sobre ello: viajar, escuchar música, leer, tomar nota de la realidad, incluso de su propia forma de ser («Este eres tú», pág. 123). En 2017 también se quedó la edición bilingüe publicada por Abada Editores de La moneda del tiempo, de Gastão Cruz, en traducción de Miguel Casado, que ha sabido trasladar esta forma de lenguaje que viene «da meia claridade», del poema traducido como «La sombra primera» («A sombra inicial»). Y a Abada —y a Miguel— debo también el envío, ya en este año, del volumen que incluye los Ortónimos 1902-1913, de Fernando Pessoa, es decir, aquellos textos no atribuidos por el lisboeta a ninguno de sus heterónimos, en edición bilingüe con notas de Juan Barja, y prólogo de Miguel Casado. Este no está en la imagen, igual que Periferias: letras del oeste. Ensayos sobre literatura extremeña del siglo XX, que reúne buena parte de lo mucho escrito por Manuel Simón Viola Morato sobre la literatura en Extremadura del siglo pasado. O la edición que compré, tirada de precio y como salida de imprenta, de Los pueblos. La Andalucía trágica y otros artículos (1904-1905), que preparó José María Valverde para la colección Clásicos Castalia en 1987. Hay más, claro.

martes, diciembre 25, 2018

Gutenberg

Aunque nos falta desde hace ya dos años, la Navidad sigue trayendo a Víctor Infantes y sus iniciativas tipográficas y bibliográficas, su buen hacer, su sabiduría, que nos enseñó a muchos. Afortunadamente, su compinche en esta tradición navideña desde hace años, José Manuel Martín «Almeida» —Gráficas Almeida y Turpin Editores— se ha empeñado en seguir involucrándonos en esto. Y la estrena de este año ha sido la reedición del libro de Ricardo Evaristo Santos Johannes Gutenberg. Padre de la imprenta (Madrid, Turpin Editores —Colección Los libros de Sansueña, 12—, 2018, cuyo colofón declara que es «nueva edición», de la que se tiraron —el 15 de octubre, festividad de Santa Teresa de Jesús, «mística doctora, patrona de Ávila y Alba de Tormes con la luna creciente en capricornio»— cien ejemplares impresos al cuidado de Yurema y José Manuel Martín «con sin Víctor Infantes». Quien quiera saber lo principal sobre la vida de Gutenberg y el desarrollo de la imprenta y la invención de los tipos móviles, que lea este libro, que viene acompañado de una exquisitez que es la que realmente continúa la tradición de «Ediciones de la Imprenta/Memoria Hispánica Aguinaldos» que ideó V.I.: la serie de Guten Gutenberg, 8x8 8 re/tratos en ocho tintas —una en seco— de Eduardo Scala editada por José Manuel Martín Lanza «Almeida», recubierta en cartulina ilustrada con reseña de la rica relación entre Scala «devoto de la imprenta» y Gráficas Almeida, y testimoniada en ediciones exclusivas desde 1990. Eso, una exquisitez.

viernes, diciembre 21, 2018

Después de mucho (II)

La verdad es que es tremendo lo de Horacio Quiroga; y lo buen escritor que fue, sobre todo en los cuentos. Era un bebé de dos meses cuando a su padre, que volvía de cazar, accidentalmente, se le disparó la escopeta y murió allí, antes de abrazar a su hijo. Su madre volvió a casarse, y su padrastro, que había sufrido un derrame y estaba muy impedido, se pegó un tiro que Horacio Quiroga presenció. Poco años después, mientras limpiaba el arma con la que su amigo el poeta Federico Ferrando pretendía batirse en duelo con otro escritor adversario, le disparó a la boca de Ferrando, que murió en el acto. Se casó con una alumna que se suicidó cuando tenía veinticinco años y con la que tuvo una hija. Cuando le diagnosticaron cáncer de próstata, se quitó de en medio en febrero de 1937, lo que recordó, después de mucho, en el cincuentenario de aquello, Juan Carlos Onetti en El País, por febrero de 1987: «Prefirió una agonía más breve y abandonó por la noche el hospital para comprar los bastantes gramos de cianuro para eludir para siempre la insistencia de una vida compleja y admirable, ahora ya inútil.»

jueves, diciembre 20, 2018

Después de mucho (I)

«Después de mucho» es el principio de un poema, «Sonata y destrucciones», de Residencia en la tierra, de Neruda, con el que abro esta entrada —que quizá tendrá continuación— sobre mi nuevo plan docente para el próximo cuatrimestre, que arrancó en esta otra del 13 de septiembre de 2018, dedicada a mi amigo Ignacio. No me esperaba que buscar y ordenar papeles para preparar las clases futuras iba a causarme tanta melancolía; a pesar de la gana con la que asumo volver a impartir dos asignaturas sobre Literatura Hispanoamericana. Hace más de treinta años yo escribía a mano mis apuntes y los pasaba a limpio en una máquina de escribir. Ahora, después de tanto tiempo, reconstruyo como puedo aquella ilusión y aquel benéfico extravío de un primer trabajo, y me encuentro con anotaciones de lecturas, desde Martín Fierro o José Martí, hasta Octavio Paz o los cuentos de Haroldo Conti, y amarillentos recortes de prensa de, por ejemplo, Jorge Luis Borges, en una tercera de ABC sobre «Leopoldo Lugones» (12 de octubre de 1985) o sobre «La prosa de Silvina Ocampo» en El País (3 de abril de 1986). Por aquellos años yo utilizaba unas fichas rayadas en las que anotaba ideas, esquemas o reflexiones que, asombrosamente, hoy me sirven. Quiero decir que es un gusto volver a los textos que me formaron como profesor. Después de mucho, no voy a cambiar de método. Leer textos en clase. En lugar de los de García Lorca, los de César Vallejo, por ejemplo. Si no es Javier Cercas, que sea Roberto Bolaño, que fue su amigo. Aquel primer curso en el que tuve que leer tanto, tenía clases de Hispanoamericana y de Literaturas Hispánicas los martes desde las nueve a las once, y luego por la tarde, de seis a siete, la literatura que se daba en la licenciatura de Geografía e Historia y jueves y viernes también, por la mañana (He encontrado mi horario de aquel tiempo, y puedo dar los números de las aulas: la 1, la 7 y la 18). Yo no me esperaba esto después de hurgar en las carpetas.

lunes, diciembre 17, 2018

Desastres

Un desastre. La violenta discusión a voces entre dos hermanas a causa de un padre dependiente y que traspasa el fino tabique de la habitación de hotel en la que un hombre escribe. El malentendido que provoca el torpe que no sabe dónde tiene la mano derecha. El pequeño desastre de no encontrar el libro que alguien busca porque ha prometido prestárselo a la mujer que ama. La pérdida, aunque sea momentánea, de un objeto muy querido y lo mal que se pasa. Desastres insignificantes y pequeños. Aquellos a los que se responde siempre «—Venga, no pasa nada»; tan inocuos que luego hacen que nos sintamos mal por haberles dado importancia al compararlos con los desastres graves y terribles, los que realmente marcan una vida. Un desastre. Confundir «Pastor que con tus silbos amorosos» con un verso de Garcilaso. Quedarse sin palabras porque alguien ha decretado a su modo que no merece la pena hablar más de lo ocurrido. Un recorte de prensa muy interesante en el que no se anotó al margen la fecha del periódico. No haber sabido leer bien la carta de un amigo ni el requerimiento de un juzgado. El que encuentra una mano derecha que no es la suya.

domingo, diciembre 16, 2018

Esto no es la literatura (III)

© J. Gari Melchers
En noviembre y en diciembre de 2016 publiqué sendas entradas tituladas «Esto no es la literatura». Por seguir el hilo, me permito rescatar estas líneas de un texto que me publicaron en la revista Alcántara en 2006 y que sirvió para inaugurar el curso en el Colegio Mayor Universitario Francisco de Sande: «La literatura, lejos de afectar al sentido de la vista, debilitándolo y fatigándolo —por la lectura—, lo agudiza, porque potencia la observación de la realidad, y nos aporta herramientas nuevas para su interpretación. Intento transmitir algo a través de este tipo de aseveraciones a mis alumnos en clase, pero, verdaderamente, en lo que me afano es en que capten las enseñanzas que nos aporta el simple y entero disfrute del texto literario, además de que puedan obtener unos mínimos rudimentos para la hermenéutica y el análisis de procedimientos de presentación artística de lo que sea. Una novela o una obra de teatro pueden presentar actitudes humanas comentables. El amor impávido de Florentino Ariza en El amor en los tiempos del cólera de García Márquez, la rebeldía torrencial y trágica de Adela en La casa de Bernarda Alba de García Lorca o el aliento tabacoso del guripa de Rabos de lagartija de Juan Marsé podrían ser el amor de nuestro amante, la rebeldía de una mujer conocida o el pestífero aliento de un vecino, y, como tales, analizables en tanto que actitudes o rasgos de seres semejantes, es decir, y también, características y actitudes reales de personajes ficticios. Por eso, en algunas películas americanas vemos a esos atractivos profesores de literatura en conversación con sus alumnos reflexionando sobre los celos de Otelo» («Las enseñanzas de la literatura», Alcántara. Revista del Seminario de Estudios Cacereños, núm. 65 (2006), págs. 17-18)

viernes, diciembre 14, 2018

Los visillos de la casa del Tardío

© Luis Costillo
Comencé a escribir sobre este libro y su presentación con un apunte sobre sus ilustraciones. La imagen de fuera, en las cubiertas, sitúa a cualquiera que conozca Badajoz en una plaza que lleva el nombre de Cervantes, tiene una estatua de Zurbarán y todo el mundo conoce como de San Andrés. Ahí, en una esquina, está la casa del relato, que es la que dibuja Luis Costillo bajo su firma F. Heit, que no es la misma pero es parecida a la de «Farenheit» que nos ha dicho tanto en las más recientes intervenciones del artista. La gorra del General, la copa de coñac, el estoque de torero o la barbería de Frutos puntúan este relato; se intercalan en él, lo visten, como los visillos, de organdí blanco y rizado, con los que un día amaneció la casa del Tardío. Comencé a escribir sobre este libro y su presentación con un apunte sobre sus ilustraciones y se me olvidó anotar esto de sus visillos. De su Costillo. Merecía esta breve entrada.

jueves, diciembre 13, 2018

La casa del Tardío

Mañana viernes se presenta en Badajoz, en el Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo (MEIAC), este relato largo que un formato reducido lo ha convertido en el centenar de páginas de una novela corta. Es más que eso. La edición de una obra póstuma de Carlos Lencero (1951-2006). Se titula La casa del Tardío, y lo ha publicado la editorial Libros de Mesa, de Badajoz, la ciudad que aúna al autor y al libro. Los editores alternativos y entusiastas llevan siempre una bolsa de la que suelen sacar alguna novedad. Fue el caso de Julián Mesa el pasado martes 11, en Badajoz, en el MEIAC, cuando se inauguró la exposición de José Antonio Cáceres, de su libro excepcional Corriente alterna; cuando me anunció la presentación de mañana y, a instancia mía, me vendió —15 €— un ejemplar del libro de Lencero que he leído casi de un tirón. Yo creo que un relato así, de caer en uno de esos medios de difusión nacionales que son tan mediáticos y que condicionan tanta opinión vicaria, se haría justificadamente visible por su calidad, por su encanto y por su arte. Rescato ahora unas palabras que están en la cuarta de cubierta de la reedición de Retablo de Morales escrito por él mismo (Calambur, 2002; y antes, De la Luna Libros, 1994), de Carlos Lencero, que sobre él escribió Ángel Campos Pámpano (1957-2008): «un escritor oculto para la mayoría de sus paisanos porque es un tipo de escritor de los que ya no abundan, un escritor al que simplemente le gusta escribir, un escritor que disfruta y ama su oficio. Él no se impacienta por publicar porque sabe —como aseguraba el viejo dicho— que «el papel todo lo aguanta, o no tiene vergüenza o no tiene empacho», pero sobre todo porque entiende que la literatura no es un escaparate sino un arduo camino transitado en silencio entre la devoración y la depuración». La casa del Tardío es una galería de personajes retratados con la chispa que va de Julio Camba a Manuel Vicent, y un nuevo texto que toma la ciudad de Badajoz —Plaza de San Andrés que es de Cervantes y tiene una estatua de Zurbarán; Catedral, calle de San Blas, Parque de San Francisco...— como escenario de un tiempo que es el de la rancia dictadura. Estupendo el cuadro del afeitado del personaje valleinclanesco del General, que me ha traído a la memoria la memorable escena de la novela de Eugenio Fuentes Si mañana muero (Tusquets Editores, 2013) del barbero que afeita a Franco. Escribe Carlos Lencero para rematar el pasaje: «A Frutos le corría el sudor espaldas abajo y le pegaba los calzoncillos al culo. Cuando llegaba de vuelta a la barbería, después de una de aquellas sesiones, se tenía que sentar un buen rato y tomarse una tila calentita» (pág. 67). Pero aunque la prosa de Carlos Lencero atrape al lector por una forma casi conversacional de hablar —un hablar de aquí— es la construcción de su relato lo que lo hace espléndido, desde su comienzo «...¡van a tirar la casa del Tardío!...»,  y cómo «tirar», «casa» y «Tardío» son los ejes de un discurso narrativo admirablemente articulado. Y bien sencillo. Mañana se presenta esta delicia —a la que hay que quitar alguna errata y descuido— en el salón de actos del MEIAC, a las ocho de la tarde, con la participación de Miguel Murillo, que bien sabe de Lencero, y del editor.

jueves, diciembre 06, 2018

Constitución Española

No voté la Constitución Española. Tenía dieciséis años. Pero me la leí entera por los fascículos de Forges que El País fue publicando un mes antes del referéndum. ¿Dónde andarán, ay? Días después de aquel hecho histórico, anoté los libros que había comprado, hasta enero de 1979. Los dos Trópicos de Henry Miller —que no encuentro por ningún sitio—, a trescientas cincuenta pesetas el de Cáncer y a cuatrocientas setenta y cinco el de Capricornio, Extramuros, de Fernández Santos (260 pesetas), los Cuentos de Ignacio Aldecoa (150 pesetas), Residencia en la tierra (180 pesetas), la edición de Losada, o El túnel, de Sábato (150 pesetas), entre otros. También, luego, cuando se votó, anduvo por casa el folleto que se editó con cubierta crema —en la imagen que he rescatado en la red— y que creo que ahora todavía conserva mi hermano Josemari en su casa, y por el que consultábamos algún artículo cuando nos petaba. Por aquel entonces, yo ya tenía el anhelo de tener la mayoría de edad que me habilitase para votar, sobre todo aquel texto que tanto costó acomodar en un momento especialmente trascendente y al que ahora algunos quieren quitar la importancia que tuvo. No comprendo tanta ignorancia; ni la trivialidad de las conmemoraciones que no conllevan importantes reformas legislativas. Cuarenta años sin tocar la Constitución en un país que ha cambiado tanto es una barbaridad. Y una vergüenza que la única reforma importante en todo este tiempo haya sido —artículo 135—, por vía de urgencia y sin referéndum, para garantizar la estabilidad presupuestaria y contentar a Europa. Yo propondría poner sobre el dintel de la puerta de entrada al Congreso de los Diputados el cartelón más grande que encuentren y en el que diga: «La Corona de España es hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica. La sucesión en el trono seguirá el orden regular de primogenitura y representación, siendo preferida siempre la línea anterior a las posteriores; en la misma línea, el grado más próximo al más remoto; en el mismo grado, el varón a la mujer, y en el mismo sexo, la persona de más edad a la de menos». Eso, «el varón a la mujer», con dos cojones. Y que todos los días que entren las diputadas y los diputados al Congreso lo lean, y que se les recuerde cuando cobren su nómina que es el artículo 57.1 de la mejor Constitución que podemos tener para reformarla. Hoy soy pesimista. Creo que es demasiado tarde ya. Que no ocurrirá nunca. Que a nadie interesa. Si no, ya estaría resuelto, como jugar la final de la Copa de Libertadores a diez mil kilómetros de Buenos Aires. Otra desgracia.

lunes, diciembre 03, 2018

Primer domingo de diciembre

O primer domingo de adviento, que fue ayer. No sé. Los que se afanan en la organización de comidas y cenas de empresas quizá ya han olvidado el significado de ese tiempo litúrgico que tan alejado parece ahora del exceso que se avecina en estas fiestas. A los ateos de formación cristiana / nos gusta más el adviento que el alimento /  no por sustento / que en poco tiempo / llenará las calles de tanto contento / y algarabía. Ayer, primer domingo de adviento, fue un día memorable, litúrgico. Me hice unos macarrones como los hacía mi madre, con tomates fritos a fuego lento —contento, alimento, sustento y adviento—, mucho cariño y cebolla picadita. No puedo demostrar que me quedaron tan suculentos como a ella, que se me apareció al gusto. La banda sonora la puso Videodrome, el programa de Gregorio Parra en Radio 3 al que mi hija Julia, cuando era muy pequeña, se refería cuando preguntaba a su padre por qué veía el cine por la radio. Ayer, primer domingo de adviento, el protagonista fue el general George A. Custer y el 7º de Caballería, y no sé qué decir del guerrero principal de los lakotas, «Caballo Loco». Los fragmentos sonoros de las películas fueron de Murieron con las botas puestas (1941), Soldado azul (1970) o Pequeño gran hombre (1970). Luego entró en casa el aire de la almena que lo transfiguró todo y que hizo el bien, el de «cuando yo sus cabellos esparcía, / con su mano serena / en mi cuello hería, / y todos mis sentidos suspendía». Y se llenó con el grato recuerdo de un sábado distinto. E intenso, el de la I Feria de la Cultura y el Territorio. Salimos Eugenio Fuentes y yo hacia Montijo a las nueve de la mañana y regresamos a Cáceres pasadas las nueve de la noche. La motivación de la Diputación Provincial de Badajoz de dar a conocer el catálogo de su Departamento de Publicaciones, creado hace treinta y cuatro años —esa edad tiene el primer número de la colección «Alcazaba» de poesía, los Poemas de la espera y el canto, de José Antonio Zambrano—, me pareció solo un apetitoso entrante del menú principal: la voluntad de convertir este fin de semana la Biblioteca Pública de Montijo en un lugar desde el que reflexionar sobre la memoria histórica, sobre literaturas periféricas, sobre la despoblación rural o sobre gastronomía tradicional. Cultura y territorio. La primera persona querida que saludé fue Isidoro Bohoyo, responsable en el Servicio Provincial de Bibliotecas de la Diputación de Badajoz, entrañable compañero y kameraden de promoción de mi hermano Josemari; y a partir de ahí, David Matías, de La Moderna que dio forma a ese encuentro tan atractivo, a Lidia Gómez, a Elisa Moriano, directora del área de Cultura de la Diputación, al historiador Javier García Carrero, a Gonzalo Hidalgo Bayal y María José, a José Vicente Moirón —qué alegría—, que nos regaló al final de la tarde una lectura dramatizada de los cuentos de El hombre almohada, tremendos, sacados de su contexto teatral. Eugenio Fuentes habló, y muy bien, sobre cultura y territorio, sobre todo, de desiertos demográficos, desarrollo y literatura, y otros participamos como oyentes de la mesa sobre memoria histórica y como intervinientes en la de literaturas periféricas, con Susana Martín Gijón y Manuel Simón Viola Morato. El domingo no estuve, ya digo, que fue el adviento, que, en latín —adventus—, significa «llegada». Y quedeme y olvideme, y el rostro recliné.

viernes, noviembre 30, 2018

El «Lazarillo» de TAPTC? teatro

Volví gratamente sorprendido por las actividades y la organización de la Muestra Ibérica de Artes Escénicas que se celebró la semana pasada en Cáceres. En la sesión matinal del jueves —Teatro Maltravieso Capitol—, pude ver De Lázaro a Lazarillo, la propuesta que «TAPTC? teatro», con dramaturgia de Raquel Bazo —también en el papel de Ana— y dirección de Juan Carlos Tirado, se ha atrevido a llevar a las tablas, a convertir en un hecho teatral, materia tan apasionante y difícil como el alijo encontrado en Barcarrota en 1992 que contenía una edición del Lazarillo de Tormes desconocida hasta el momento, publicada en 1554 en Medina del Campo. La sinopsis de la obra es la siguiente: «Año 1995. Ana, doctora en Filología Hispánica, ha llegado a Barcarrota para asesorar al gobierno de Extremadura sobre la compra de unos libros del S. XVI aparecidos allí, tras la tapia de una casa, en 1992. La acompaña Paco, un conductor de la Junta, más preocupado por terminar pronto su jornada laboral que por el valor de aquellos libros prohibidos por la Inquisición. Ambos esperan a que aparezca Alfredo, el albañil que los descubrió mientras hacía unas reformas. Entre los tesoros entonces encontrados estaba un ejemplar de La vida de Lazarillo de Tormes, de sus fortunas y adversidades, del año 1554. Las vidas de Lazarillo y de Alfredo se funden ante la presencia de Ana, preocupada en resolver dos grandes misterios: quién escondió los libros y quién fue el verdadero autor de El Lazarillo». Esos dos grandes misterios justifican dos fuentes principales, con nombres y apellidos, del texto de Raquel Bazo: Rosa Navarro Durán, catedrática emérita de Literatura Española de la Universidad de Barcelona, y autora del libro Alfonso de Valdés, autor del Lazarillo de Tormes (Madrid, Gredos, 2003), y el llorado Fernando Serrano Mangas, autor del estudio El secreto de los Peñaranda. El universo judeoconverso de la Biblioteca de Barcarrota. Siglos XVI y XVII, publicado por primera vez en Hebraica Ediciones en 2003, y como edición definitiva por la Universidad de Huelva en 2004. Ella se afanó en poner luz sobre aspectos esenciales —autoría e intención— de la novelita picaresca, y él fue quien puso en claro muchas de las circunstancias que llevaron a ese lote de libros a ser escondido en la pared de una vivienda de Barcarrota hace más de cuatro siglos. Ambos compartieron espacio en la edición de 2004 de El secreto... —pues la profesora figuerense escribió el prólogo— y ambos han quedado fundidos en el nombre imaginario del personaje de esta obra de teatro: Ana Serrano Durán. Queda claro, así, que Raquel Bazo ha tomado partido en su homenaje por dos de las líneas principales de investigación impulsadas a partir del hallazgo de los libros en Extremadura. Es, de verdad, un reto abordar para el lenguaje escénico un hecho histórico como el de aquel descubrimiento, con tantos elementos culturales especializados y que siempre puede resultar difícil divulgar. Y, además, combinarlo con la sustancia necesaria para que un espectáculo teatral pueda sostenerse y guste a todos los públicos; eso sí, con la voluntad evidente de atraer al espectador más joven —que disfruta y se lo pasa bien— por una motivación didáctica que puede ser el valor principal de este tan recomendable De Lázaro a Lazarillo. El trabajo de Francis J. Quirós —Paco, el conductor, Ciego, Clérigo, Escudero, Buldero y Arcipreste— y de Yoni González —Alfredo, trasunto de un original no tan basto ni ignorante, y Lázaro en sus dos tiempos— es extenuante y soporta con solvencia toda la parte cómica de la obra. La interpretación de Raquel Bazo marca claramente —ella descansa más al hacer de testigo y público en escena de lo que en ella sucede— los dos registros de divulgación y de comicidad de este montaje. Quizá el espectáculo se alargase innecesariamente —aunque, a juzgar por la reacción de los chavales cuando Lázaro dice «Y con esto termino mi narración...», que gritaron «¡Noo!», no lo pareció— y puedan acortarse algunos tratados o cuadros con los diversos amos —los tres primeros se representan: ciego, clérigo y escudero—, pues luego tienen espacio el buldero y el arcipreste en escenas de aún mayor intensidad cómica y de complicidad con el patio de butacas. Pero la sensación cuando uno sale de la sala es de satisfacción y de admiración por el esfuerzo en divulgar algo nuestro, que atañe a tantos aspectos siempre atribuidos a la erudición histórica, y, definitivamente, es un golpe de aire fresco una propuesta así, tan desinhibida y a la vez tan cabal y documentada. Un paso más, y más que honroso a la intrahistoria contemporánea de la historia de la Biblioteca de Barcarrota.

domingo, noviembre 25, 2018

Ángel

Instituto Español de Lisboa, febrero de 2008
Muy temprano esta mañana he bajado al kiosco a recoger la prensa. G. siempre bromea conmigo cuando me la da. Hoy que las elecciones en la UEX del próximo martes vienen en la portada de El Periódico Extremadura, me ha preguntado que cuándo me presento yo a rector. No sabía G. que, dentro, en la página 63, a toda plana, el titular «Diez años sin Ángel» me concernía tanto como para teñirme este domingo lluvioso y gris de noviembre con una inevitable melancolía. La periodista Rocío Sánchez Rodríguez ha dedicado una página a Ángel Campos Pámpano, en una evocación bien hecha que le agradezco, también por tenerme en cuenta después de nuestra conversación del pasado martes. Hoy será un día de recuerdos. Ya he leído a Álvaro Valverde en su blog, y en facebook a Elías Moro y a Carlos Medrano, y ya anoche recibí la prometida acción poética de mi cuñada Eva y de Josemari leyendo los poemas «Rossio» y «Concerto no Carmo», de La ciudad blanca (1988), en esos dos lugares —plaza y convento— de Lisboa. Hace un par de horas me escribía Tomás Sánchez Santiago unas líneas llenas de «fe en las palabras y en la amistad» en las que lo recordaba. El viernes 23 estuvo en casa Ángela Campos Fernández, la hija menor de Ángel. Me gustó compartir con ella este espacio en el que está tan presente su padre, de una manera o de otra. Por ejemplo, acababa de recibir un ejemplar de la edición de los Ortónimos 1902-1913 de Pessoa que ha publicado Abada Editores con prólogo de Miguel Casado en edición bilingüe de Juan Barja, y se la enseñé. Desde aquí nos fuimos a San Vicente de Alcántara, el pueblo en el que nació el 10 de mayo de 1957 Ángel Campos Pámpano, para asistir al homenaje que todos los años desde hace diez su amigo José Juan Cuño y la Asociación Cultural Vicente Rollano organizan en su memoria. Desde hace tres, creo, se reúne un grupo de amigos, familiares y vecinos en la casa de su madre, Paula Pámpano, fallecida en abril de 2001 y a quien Ángel dedicó La semilla en la nieve (2004), y allí acudimos para leer textos del amigo o de otros autores en una velada realmente emotiva. Volví a casa, como siempre, muy de noche, y en esta ocasión inquieto y alerta ante la falsa inminencia de un peligro que cuando pasa se transforma en un presagio funesto también ficticio. Quizá fue una manera de estimular el pensamiento de la muerte con el peso y el paso de los diez años desde la de mi amigo Ángel, a quien he vuelto a leer esta mañana. Y a tantos otros por culpa de una obra tan intertextual como Siquiera este refugio (1993). En la dedicatoria de ese libro que me escribió en enero de 1994 me aludió con tres adjetivos: «empedernido», «impertinente» y «entrañable». Los dos primeros calificaban a «lector» y el último a «amigo». Son dos de las cualidades que más estimo entre las que gracias a Ángel me hice menos incapaz, menos torpe; son dos atributos que todos los días espero merecer. Lector y amigo.

lunes, noviembre 19, 2018

Otros retales

El cuaderno tiene más de diecisiete años y las pastas verdes. Lo he consultado para buscar un dato sobre un libro de Antonio Gómez, El peso de la ausencia, del que he estado escribiendo no hace mucho. Yo quería saber desde cuándo tengo mi ejemplar de la edición que hizo de aquel libro-objeto de Antonio Gómez Luis Felipe Comendador en sus Libros del Consuelo en 2001. He logrado averiguarlo gracias a esa memoria exenta que está en mis cuadernos. Fue el 12 de mayo de ese año, sábado. Yo había comido con mi madre en Zafra y por la noche asistí a una obra de teatro —El pan de la vida—, de Honorio Blasco, en la Sala Trajano de Mérida, y fue Elías Moro quien me dio, de parte de A. G., aquel libro, que es una joya y, ya, una rareza. Solo tres meses y diez días me duró aquel cuaderno verde. Escribí mucho en poco tiempo; porque suelen durarme más de medio año, o un año los que tienen el doble de páginas. Hay entre las hojas de aquel de hace tantos una servilleta de un Restaurante-Cafetería con el nombre de «Mejorana», cuyo local sigue existiendo en la Plaza de San Juan y que puedo ver desde mi balcón. Ahora es la casa de «José Márquez». En ese cuaderno hay una anotación que dice: «He terminado de leer Soldados de Salamina». Hay un recorte de El País, de una brevísima carta al director, firmada por Fernando Savater, en la que escribe: «¿por qué no se va usted de una santa vez al cuerno, señor Haro Tecglen?» (8-4-2001). Y hay cosas sobre mi hijo Pedro que me gustan, como cuando con cinco años vino a enseñarme un libro que había leído entero: Éste es Milo (Montena, Grijalbo Mondadori, 2000). Por aquel tiempo leía lo que venía en las cajas de los cereales; como ahora, que es más raro verlo leer en libros, y sí, y mucho, en otros soportes. Él y su hermana Julia están muy presentes en aquellas páginas, que, curiosamente, ya evoqué aquí. Lecturas sobrevenidas. Retales.

sábado, noviembre 17, 2018

Ana Holgado

Un comentario de Pedro Cid que ha puesto hoy en mi blog, en la entrada dedicada a Ana Holgado a principios de este año, me incita a llorarla también ahora. Ha escrito Pedro a primera hora de la mañana de este sábado: «Mañana hubiese sido el 63 cumpleaños de nuestra amiga Ana. Desde aquí vaya mi mejor recuerdo. Siempre nos faltará algo bueno en nuestras vidas. Donde estés, mi recuerdo, Ana». En efecto, nació un 18 de noviembre; pero creo que de 1953. Así que el amigo le ha quitado dos años. Da igual, lo cierto es que pronto va a cumplirse —sí, ya— el primer aniversario de su muerte. La cronológica debe de ser la única medida que, cuando se aplica al recuerdo de una pérdida, acerca y no aleja, si se agranda. Las líneas cariñosas de Pedro Cid, el impresor que para mí seguirá siéndolo por mucho que se haya jubilado —y no estoy seguro—, me han llevado de inmediato a un apunte que yo quería poner aquí antes de que se cumpliese el primer aniversario de Ana. Y era una nota que empezaba con «Mis lágrimas son mías» y que apoyaba la recuperación de una fotografía —de 2004—, la que ilustra esta entrada, a la que aludí en mi necrología de enero, un texto «muy especial», que motivó una carta de alguien que se condolía por haber iniciado yo el año con una pérdida así. En fin, es solo un recuerdo. Con Ana Holgado, sentada, en su primer plano siempre merecido, y con Chelo, de pie a mi izquierda, con Inés, sentada, y con Anabel. Mujeres. Imborrable.

sábado, noviembre 10, 2018

Glorias de Zafra (XXII)


Acabo de volver a casa desde Zafra, en donde desde ayer he vivido nuevamente experiencias de civilidad y de participación ciudadana que desde hace mucho pongo como un ejemplo que no encuentro con tanta frecuencia en la ciudad en la que resido; con tanta frecuencia tan floja e indolente en materia cultural. Ayer noche, en la Casa de la Cultura, la inauguración de Las miradas del silencio, la exposición fotográfica de Fernando Clemente, que ha querido reinterpretar muy significativos cuadros de la pintura barroca —de Velázquez, Zurbarán, Caravaggio, George de la Tour, Vermeer, Murillo, Bernini...— e incorporar a su propuesta una buena dosis de «participación ciudadana», pues sus modelos han sido mujeres y hombres reconocibles, muchos de los cuales estaban allí anoche junto a un más que sobrado centenar de asistentes. He leído el catálogo de la exposición, con el texto —«Las miradas del silencio. El Eón barroco en las fotografías de Fernando Clemente»— de Michel Hubert Lépicouché —que siempre sugiere y enseña—, he vuelto a contemplar, ya en couché, las fotografías y he adjudicado a los rostros de los figurantes el índice onomástico; y habría mucho que añadir de positivo a lo visto; pero ahora me interesa decir que hoy por la mañana he vivido otra manera de implicarse en un proyecto de dinamización de la realidad ciudadana que nos rodea, y de la mejor manera de hacerlo, a mi modo de ver. Una veintena de personas que dedican dos horas y pico de la mañana de un sábado a debatir sobre el sentido, los fines, las mejoras y las actividades de una asociación cultural como el «Colectivo Manuel J. Peláez» —constituida en Zafra en 2010— sin ánimo de lucro, que «funciona exclusivamente con personas voluntarias, genera sus propios recursos y solo excepcionalmente y con carácter finalista tramita ayudas económicas de entidades privadas o públicas», como se indica en la «Presentación» que hoy se nos ha repartido a los socios y a las socias que allí estábamos. Soy socio fundador y ha sido mi primera asamblea. Bien está.

jueves, noviembre 08, 2018

Feria educativa

He vuelto esta tarde de la décima edición de la Feria Educativa de la Universidad de Extremadura en su convocatoria de Badajoz —Edificio Siglo XXI—, que se ha clausurado hoy, desde que se inaugurara el pasado martes, día 6 —en Cáceres se celebrará del 13 al 15 de noviembre, en el Palacio de Congresos—, y ha sido mi primera experiencia, ay, después de tantos años. No tiene por qué ser la última; pero no estoy convencido de la utilidad genuina y cierta de esta manera legítima de hacer publicidad. Porque quizá se trate solo de eso, de un anuncio o reclamo. La información que he aportado de los estudios que se imparten en mi Facultad de Filosofía y Letras de Cáceres podría haberla dado mucho mejor que yo una buena azafata o un buen azafato de congresos bien provistos de todos los datos. Está muy bien que los estudiantes de Secundaria y Bachillerato acudan a estas convocatorias —se les notaba a casi todos las ganas de conocer y de saber, unos despistados y otros convencidos, sobre todo, entre estos últimos, los de Filología Clásica o Filología Hispánica—; pero creo que nuestra misión está en los centros de los que provienen. Hay que acudir allí para que alguien que es lingüista les hable de la pragmática del lenguaje y de las posibilidades de conocimiento que sugiere; o que les haga en una clase una lectura analítica de un poema de Luis Cernuda; o que comparta con ellos sus experiencias como experto en psicopedagogía. No sé. Se me ocurren tantas cosas... Recién llegado a casa, he recibido una propuesta de una antigua alumna, hoy profesora con plaza en un Instituto de Enseñanza Secundaria, para ir a dar una charla sobre una escritora de nuestra historia literaria. No lo he dudado. Iré. Como dije hace meses a otra antigua alumna, hoy profesora con plaza en un Instituto de Enseñanza Secundaria, para ir a dar una charla sobre una escritora de nuestra historia literaria. Y así debería ser. No creo que sean demasiadas las veces que he dicho que mi principal motivación para dedicarme a lo que me dedico fue escuchar en un aula de un instituto de bachillerato de hace muchos años a un profesor dar una clase sobre literatura. Y punto.

lunes, noviembre 05, 2018

Rosalía

Recibo de mi colega en la Universidad de Valladolid (UVA) María Jesús García Garrosa la triste noticia de la muerte este jueves pasado, 1 de noviembre, de Rosalía Fernández Cabezón, a los 59 años. Era profesora de Literatura Española en el Departamento de Literatura Española, Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la UVA y la conocía desde mis primeros pasos en la docencia y en la investigación filológicas. Fue en abril de 1988, en el cuarto encuentro «De la Ilustración al Romanticismo», que todavía siguen celebrándose en Cádiz, cuando coincidimos, y ella llegó con su compañera de departamento Irene Vallejo, con la que casi siempre, durante treinta años, la he asociado. Tanto, que hoy, al recibir la noticia, he marcado su número de teléfono para darle el pésame.  Tenía «un corazón inmenso», me ha dicho Irene, que sabe mucho de pérdidas y que, por eso, me dice también, «hay que seguir», que no vale rendirse. A Irene Vallejo, «mi maestra y amiga», dedicó el último trabajo que yo le escuché decir a Rosalía en el salón de actos de la Biblioteca Central de la UEX en Cáceres, una ponencia en un congreso sobre el dramaturgo dieciochesco Vicente García de la Huerta, en la que habló de mi paisano como crítico teatral —y de la que proviene la foto, de marzo de 2015. Compartí con ella muchos momentos, también con su marido Pablo; y también en Cádiz muchos años después de aquel primer encuentro, hace casi nada; y qué lástima que se haya ido sin darme la receta de la que tanto me habló del pastel de cabracho que ella, montañesa, decía que le salía extraordinario. Así era Rosalía, enérgica y activa, de una vitalidad contagiosa que ahora suena, sin ella, a embuste, a una de las trampas que nos pone, nadie sabe cómo, esta vida. Da igual, me he acordado de lo que leí ayer en una columna de Manuel Vicent en El País sobre su querido Álvaro de Luna: «la inmortalidad es ese don que los dioses depositan en la memoria de los amigos». Sabía que un día de estos iba a utilizarla, y por eso la copié en mi cuaderno; pero no quería que fuese tan pronto. Un beso, Rosalía.

jueves, noviembre 01, 2018

Todos los Santos

Había quedado ayer con Paco Rebollo para tomar una caña; pero él no pudo y ha tenido que ser hoy, Día de Todos los Santos, festividad religiosa que yo no celebro y de la que me beneficio. Se ha sumado José Luis Bernal a la caña —buena conversación de los tres en mi plaza favorita de Cáceres— y luego Paco y yo nos hemos ido a comer al «Calenda». Hemos comido muy bien y, sobre todo, hemos hablado. Paco habla mucho y come poco; y yo como lo que me pongan y escucho. No es la primera vez que Paco se presenta con varios ejemplares de Versión Original recién salidos de imprenta, y así ha sido con el último número —275, de noviembre— dedicado a «Vagabundos», que por eso la cubierta va ilustrada con una imagen que proviene del cartel de la película de Caye Casas y Albert Pintó Matar a Dios (2017), recientemente reconocida con el premio del público en el Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges. Además, nos ha regalado una «reliquia», el primer número de la colección de libros «Versión Original», aquel de Ana Alonso, Literatura y cine. La relación entre la palabra y la imagen, de 1997. No he tardado, claro, al llegar a casa, en hojear las páginas de un libro tan mejorable en fondo y forma y de una revista que sigue sin tener parangón en fondo y forma, al menos, en nuestro ámbito español. Guardo como curiosidad el análisis comparativo «entre el discurso literario y el fílmico» (pág. 43) de Ana Alonso y me quedo con la vigencia del ultimísimo número de la revista y la recomendación de Paco Rebollo de leer el editorial. Lo primero que me sorprende es que en un texto así, generalmente sin firma, se utilice la primera persona —«Conocí el proyecto desde su gestación...»—; así que a buen entendedor... Lo segundo es que se dedique enteramente el editorial a hablar de una película, Matar a Dios. Y aunque en las noventa páginas de esta publicación se escriba sobre películas como Luces de bohemia (en el artículo de Marcos Jiménez González), Los amantes de Pont Neuf (en el texto de Deborah Vukusic), Al servicio de las damas (en el de Mª de los Llanos García Medina), Slumdog millonaire (Ángeles Pérez Matas), El solista (Ángela Recuero Pérez), Diario de un rebelde (Diego J. Corral), y así, después de más de veinte colaboraciones, hasta una colaboración de Rodrigo Arizaga Iturralde basada en la película Doce monos (1995), de Terry Gilliam, me llama la atención que en esa presentación se centre todo en la peli de Casas y Pintó. Claro, y es que lo que se dice en ese editorial es importante, y supongo que pasará inadvertido a todo el mundo, a pesar de la distribución de Versión original y de su buena selección de lectores. Recomiendo su lectura a los que quieran conocer o reconocer una enumeración de casos, desde El Papus hasta Willy Toledo, de denuncias por ofensas a las creencias religiosas; pero, sobre todo, a los que quieran tener en cuenta que el apartado 1 del artículo 525 del Código Penal —«aprobado en 1995 con el PSOE en el Gobierno», recuerda el editorial de V.O.— favorece denuncias de actos de libre expresión sin ánimo de escarnio. Da para mucho una página de una revista estupenda y tan longeva. Y más da un rato de buena conversación. Qué gusto. Así hacemos ciudad, región y vida. Por decir algo.

lunes, octubre 29, 2018

La extravagante epopeya del Endocrino con mayúscula

Me gustan las novelas que dan que hablar. Esas que, por mucho espacio que te den para una reseña, siempre te suscitan para escribir más. Y estoy seguro de que El verano del endocrino (Tegueste, Tenerife, Baile del Sol, 2018), de Juan Ramón Santos (Plasencia, 1975), se convertirá con el tiempo en objeto de un estudio crítico enmarcable dentro de algún género académico como un artículo, un trabajo de fin de máster o una tesis doctoral. Lo digo convencido por haber puesto a ordenar mis notas sobre la lectura que hice este verano de esta novela y reparar en la importancia que di en su momento —y por qué no ahora— a un detalle paratextual que tanto me gusta que ocupe dos páginas. Son los cinco extractos, y no breves, de Josué (10, 12-13), de Schopenhauer, de Wislawa Szymborska, de Gustave Flaubert y de Nuno Júdice que reciben al lector pasada la portada de esta espléndida novela. Para este lector, no es mala propuesta para adentrarse en un libro que ha propiciado una lectura tan gustosa. Es la de Juan Ramón Santos una de las principales obras literarias publicadas en este año 2018. Lo dijo antes Enrique García Fuentes en las páginas de Hoy —el periódico que no deja ver en la red lo que dedica a la literatura todos los sábados— en una reseña del Endocrino que tituló «Homenaje», y en la que decía algo que yo creo que nos hemos planteado casi todos los que hemos leído el libro. El homenaje abierto y sin complejos a un maestro como Gonzalo Hidalgo Bayal, a cuyas novelas cualquier lector leído mirará cuando empiece a leer El verano del endocrino. Pero no cuando termine la novela; porque se sostiene sola, solo con la dependencia de toda obra que pertenezca a este gran árbol de la literatura. De su maestro, Juan Ramón Santos se ha contagiado de creatividad lingüística, de autorreferencialidad literaria, incluso de la creación de ambientes y de personajes —el extraño que llega en taxi una mañana a Labriegos y ahí empieza todo—; pero este Endocrino vuela con solvencia sin necesidad de arneses. La novela tiene veintidós divisiones numeradas y un epílogo, y creo que su retranca está en la extravagante epopeya de un personaje con mayúscula —el Endocrino— que esconde a un tapado. Ese tapado es el narrador, ese yo que está concernido en la primera frase: «Nunca supimos su nombre». Y que no se esconde desde el principio, como en el comienzo del cuarto capítulo: «Yo por entonces aún no lo conocía personalmente».  Creo que es tan poderosa la presencia —si no física, sí estilísticamente— del narrador que me parece que en el tratamiento de esa figura radica el problema sin resolver de esta novela como artificio literario. Ahí hay otra novela. Compare, si no, el lector el «Epílogo» con el tono del resto de la obra. En esta parte final, el narrador, tan oculto en un relato centrado en una figura tan enigmática como la del Endocrino, parece otro, menos distanciado y prepotente —estilísticamente hablando—; y a este lector que escribe le habría gustado otra solución. Otros lectores se quedarán con las peripecias y resoluciones de personaje tan peculiar y tan dudoso. Tan sospechoso, diría. En una novela muy bien escrita, muy sugerente, cervantina, bayaliana, recomendable, como hace —a día de hoy, al menos— la página de la Biblioteca Central de la Universidad de Extremadura en su club de lectura «Nos gusta leer». Es algo bien extraordinario haber recorrido lo escrito de un autor casi desde sus inicios y saber que, por lo escrito, todavía la excelencia de ahora será superable, según lo visto.

domingo, octubre 28, 2018

Un beso

El otro día, en una tienda, la mujer que me atendió y a la que di mi tarjeta me hizo firmar el resguardo y yo, sobre la firma, escribí: «Un beso». Como si estuviese despidiéndome de ella por escrito. Me disculpé —«por si no vale»—; y me dijo que sí. Que vale. Y es que son tantas las veces que escribo cartas electrónicas, mensajes de whatsapp o de messenger en las que mi despedida es un beso que debe de ser la explicación de que luego cuando escribo en mi cuaderno «Hoy he salido de clase contento. Bien. Ellas, las tres alumnas que han venido habrán aprendido algo —creo—, igual se han entretenido», añada: «Un beso». Que es lo mismo que tenía hace días al final de la lista de la compra prendida en el tabloncillo de corcho de mi cocina: «Cervezas. Pañuelos. Vino blanco. Sandía. Café. Pescado. Galletas para Julia. Bolsa para ensalada. Atún de lata. Whisky. Tomates. Patatas...». Y debajo: «Un beso». Ahora acabo de anotar una cita en mi agenda y otro beso. Mejor así. Mejor convertirse en un tímido que pasa todo el tiempo mandando besos por ahí sin atreverse a darlos. No sea que le llamen fastidioso por besucón —peor sería sobón. Yo siempre he sido muy besucón; aunque no lo parezca. Yo, verdad sea dicha, no parezco nada notable. Ni sobón ni besucón. Eso sí, lo que resulta fastidioso es consultar el diccionario para saber que besucón es un adjetivo coloquial que significa «que besuca», y que besucar es «besuquear»; y que, finalmente, besuquear es «besar repetidamente a algo o a alguien». Lo que yo vengo haciendo desde hace mucho tiempo sin poder parar. Y sin daño físico. Un beso.

miércoles, octubre 24, 2018

Los bibliófilos con José Luis Bernal


Después del episodio del parapentista felizmente rescatado en el Himalaya, tengo asegurada más de una vista de esta entrada. Me alegraré también si se difunde que a nuestro José Luis Bernal —Salgado— se le rinde un homenaje mañana en el marco de un Día del Bibliófilo que siempre ha tenido otro formato y otro lugar de celebración. Bueno estará, porque el hombre lo merece. José Luis, decano de mi Facultad, fue presidente de la Unión de Bibliófilos Extremeños desde 1997 hasta 2002 —que alguien me corrija, porque no tengo delante la exigible prueba documental— y, sin duda, es alguien que ha vivido y vive en el mundo de los libros. Conozco su biblioteca y merece comentario; y me consta que en su formación mucho tuvo que ver la biblioteca de su maestro Juan Manuel Rozas, que fue recordada también en un Día del Bibliófilo en homenaje a Tina Bravo. «El mejor camino» tituló José Luis Bernal uno de sus textos firmados como presidente de la Unión de Bibliófilos Extremeños, para un catálogo de «Visiones de Badajoz» de la segunda edición de «Un paseo por nuestras bibliotecas» (1999), y en él hablaba de nuestro afán por «compartir, iluminar y hacer accesible nuestro patrimonio bibliográfico». Digo yo que algo habrá hecho para merecer el homenaje de mañana. Por todo, será una tarde emotiva, que me pierdo por volver a Jaén, esta vez, por razones de trabajo. José Luis Bernal recibirá el reconocimiento de sus amigos, familiares y colegas por una parte de lo mucho que ha hecho. Ya lo celebraremos juntos.

viernes, octubre 19, 2018

XII Congreso de Escritores Extremeños

Mañana 20 de octubre comienza en Villanueva de la Serena el XII Congreso de Escritores Extremeños y ayer 18 se cumplieron seis años de la muerte de Agustín Villar (1944-2012). No es la primera vez que recuerdo al excelente escritor que fue Agustín en el contexto de las reuniones que la Asociación de Escritores Extremeños viene celebrando desde 1980. El XI Congreso, celebrado en Badajoz y presidido por Isabel Mª Pérez González, comenzó precisamente el 18 de octubre de 2014 y se me encargó hablar de los géneros ensayísticos en Extremadura en una ponencia que inicié evocando algunos textos de Agustín Villar que podrían formar parte de cualquier repaso valorativo del panorama del ensayo literario en Extremadura en los últimos años. En esta duodécima edición del Congreso de Escritores Extremeños no tengo que trabajar; voy de oyente y gustosamente a saludar a amigas y a amigos. Y el programa promete, bajo el concepto de Emergencias aplicado a la literatura, a los emergentes que son «los nombres de las autoras y los autores […] y las nuevas formas de mirar, la escritura de género y la liberación de los géneros en la escritura, los conflictos de la identidad, el espacio que los libros ocupan entre los autores y la agenda pública: textos y voces emergentes, de intervención, pero también lectores interventivos, y entornos, como las librerías y bibliotecas, diferentes y recién llegados». Un marco conceptual que se materializará estos dos días en una muestra documentada de los treinta y cinco años de la AEEX preparada por Isabel Pérez González y Antonio Gómez, una ponencia de la novelista Marta Sanz sobre «Nuevos lenguajes del feminismo», una mesa redonda sobre poesía actual en la que participarán Carmen Hernández Zurbano, Ada Salas y Ben Clark y otra sobre acción cultural en la que algo tendrán que decir la librera María Vaquero, la periodista Olga Ayuso y el director de la Editora Regional extremeña Fran Amaya Flores. Tan atractiva programación contendrá también dos diálogos, uno entre los escritores Manuel Vilas y Gonzalo Hidalgo Bayal, y otro, diálogo sobre el diálogo, entre Antonio Sáez Delgado y Gonçalo M. Tavares; y comunicaciones y otras actividades como el homenaje a los presidentes de la asociación en sus treinta y cinco años, cuentacuentos o la preceptiva asamblea general que abrirá la mañana del domingo. Menú abundante y deleitoso para el fin de semana. «El escritor es aquel que da más de lo que tiene. Es el excelso corruptor de la realidad, promotor de turbaciones y metáforas, inventor de artificios, extrañezas, mistificaciones, referencias y secretos» (Agustín Villar, Razón de mudo, pág. 145).

miércoles, octubre 17, 2018

Ben Clark en el Aula Valverde

Mañana, a la vuelta de Badajoz (*), acudiré a la lectura del poeta Ben Clark en el Aula literaria «José María Valverde», en el Palacio de la Isla, a las siete y cuarto de la tarde. El viernes intervendrá con los estudiantes de Bachillerato de varios institutos de Cáceres en el «Javier García Téllez», a las doce y media. Hoy me recordaba un amigo que la última vez que escuchó a Ben Clark fue en Plasencia, en Centrifugados, el encuentro de literatura independiente y periférica que nos ha venido ofreciendo José María Cumbreño durante cuatro años desde su sello Ediciones Liliputienses, que acaba de recibir el reconocimiento merecido del Premio para el Fomento de la Lectura de Extremadura. Excelente noticia.

(*) Voy, como espero que muchos, a un homenaje-sorpresa a una personalidad apreciada a quien me apetece acompañar, como tantas veces en los últimos veinticinco años.

martes, octubre 16, 2018

Información

Hay días en los que la información que trae el periódico es tan previsible y tan inane que un pequeñito anuncio en una esquina de la página te da fuerzas para seguir creyendo en que todo puede llegar a estar bien y en su sitio, en paz y sin disgustos. Sencillamente, porque una gran cadena de centros comerciales informa a sus clientes que en uno de sus folletos sobre productos de frutería se indica por error que el precio del kiwi «SunGold» es por kilo, cuando la información correcta es que el precio es el de la bandeja. Este universo debe ser efectivamente mejor que cualquier otro universo posible, me parece que dijo Leibniz.

domingo, octubre 14, 2018

Alacrán

Hasta anoche, después de ver en el Teatro Maltravieso Capitol de Cáceres Alacrán o La ceremonia, de José Antonio Lucia, no supe que se aproximaba un huracán al que han puesto el nombre de Leslie y que traía vientos de hasta cien kilómetros por hora. Después de un rato agradable con Isidro Timón y Amelia David y la gente de Maltravieso, y con algunas actrices y actores del montaje de Hipólito que vimos este verano en el Festival de Mérida, volví a casa para enrollar y amarrar bien mis alicantinas, en un gesto que hoy me parece excesivo, una sobreactuación, habida cuenta de la normalidad del tiempo, lo más alejado de un estado de alerta que supongo ha obligado a cerrar hoy las puertas del Parque del Príncipe. El que no sobreactuó anoche fue un José Antonio Lucia en estado de gracia con un texto propio interpretado de un modo que refuerza mágicamente su autoría. La dirección es de Román Podolsky, a quien cabe atribuir efectivos hallazgos en el aprovechamiento de los pocos elementos escénicos, una mesa de tijera, un par de sillas de enea, una maleta de la que salen los zapatos de bailar de La Cangrejo —amor ausente, partenaire canalla— o un estuche de maquillaje en el que el punto valleinclanesco de Alacrán, un medio fracaso de cantaor flamenco, repasa su vida y crea una atmósfera que a veces puede recordar al mejor Rafael Álvarez El Brujo de aquellos tiempos de La sombra del Tenorio (1994). Son elementos escasos que se usan con genialidad para imitar un zapateado o un paso de Semana Santa, en una lección de teatro que mantiene al espectador prendido de la escena desde la que el protagonista proyecta registros muy variados. Cuando ha llegado a Cáceres este Alacrán ya traía su trayectoria, como Leslie, el huracán. Desde Buenos Aires y desde Badajoz y otros lugares de Extremadura. Como me ha pasado a mí con José Antonio Lucia, que le conozco desde hace mucho, desde muy chico, y con quien solo hace unos años me he reencontrado para conocer su profesión de cómico, su pasión, y ahora, su escritura, tan digna de verse, tan admirable como su manera de escribir lo que le pasa: «Intento mantener la concentración. Hace rato aparecieron miedos que me dicen que olvidaré el texto, que se caerá de ritmo, que la gente se aburrirá… En ese momento repaso en mi mente todo el proceso y aparece la primera imagen que desencadenó la aventura. Ese primer bosquejo debe estar siempre presente: es un amuleto y hay que defenderlo a muerte para que la liturgia siga teniendo rumbo, entonación y sentido. Recupero la confianza y sonrío pensando por qué me dediqué al teatro. Pero para eso tengo respuesta: me hace feliz y solo necesito alguien que esté dispuesto a escucharme. Casi puedo hacerlo en cualquier lugar. Me duelen las piernas. Son nervios. Me levanto de la silla. Es la hora. Se apagan las luces y se hace un silencio severo y hermoso en la sala. La próxima vez que me ocurra pensaré en las consecuencias porque esto es lo que me espera cuando la imagen persiste». (José Antonio Lucia, «Cuando la imagen persiste», en todoteatro.com.ar).

martes, octubre 09, 2018

Lolo

Mi amigo y compadre Miguel me ha puesto un mensaje esta noche para darme la «tristísima noticia» de la muerte de Lolo. Solo él y un reducido grupo de íntimos identificamos de inmediato ese corto hipocorístico con quien fue nuestro amigo de infancia y juventud Manolo Ramírez Miranda. No he sabido de él más que por referencias de amigos —nunca buenas, por su precaria salud— y no le he visto durante casi veinte años —quizá menos, en un encuentro fugaz en Zafra—; pero afecta que se te muera alguien que forma parte del reparto de aquella etapa crucial desde los diez a los dieciocho, cuando la actual calle Gobernador se llamaba Cánovas del Castillo —en la foto. Allí vivía Lolo y allí pasamos horas y horas, después de cruzar el vestíbulo, mirar con curiosidad la habitación —a la izquierda— en la que pasaba consulta su padre —ginecólogo— y subir la suntuosa escalera que nos llevaba a una buhardilla en la que yo escuché por primera vez y casi de primera mano discos de Tangerine Dream, Pink Floyd o Jethro Tull, o en la que leí aquellos cómics de Marvel que nos inspiraron correrías en las que Migueli era el Hombre Gigante, José Manuel Thor, Miguel el Capitán América y yo quería ser Pantera Negra. En aquellos tiempos en que Federico el Grande nos puso en nuestro sitio y nos llamó como éramos. Me gustaría tener la memoria de mi compadre Miguel y escribir aquí el nombre de la señora —¿Valentina?—, que trabajaba en la casa, y el de aquel mastín que nos amedrentaba cuando íbamos a la huerta a bañarnos bajo una fastuosa higuera. Me da igual que hayan pasado tantos años, que no haya visto a Lolo desde el siglo pasado. Me duele enormemente su muerte y en estas líneas está ese guiño que sí recuerdo que nos hacíamos cuando él anduvo por ciertos callejones y yo me quedé en las avenidas. Mi mejor abrazo, amigo. Mis gracias.

martes, octubre 02, 2018

Memento mori

Me envía la sección de Seguros de mi banco una carta con fecha de 26 de septiembre en la que me agradecen la confianza que deposito en ellos —«para seguir protegiendo a sus [mis] seres queridos»— y me detallan el importe de cada uno de los recibos que me cargarán desde julio de 2019 hasta junio de 2020. Me ha llamado la atención la ambigüedad de la primera de las coberturas que indican en un cuadrito con mi nombre. Es tan elocuente como esos versos finales de un poema de Quevedo: «Corto suspiro, último y amargo, / es la muerte forzosa y heredada; /mas si es ley y no pena, ¿qué me aflijo?». No me aflijo, qué remedio; pero resulta llamativo por venir de quien quiere que vivas hasta que te mueras. Tampoco hay que insistir tanto, digo yo, en decirnos que tenemos la muerte asegurada y la vida mortal. Por cierto, como yo, habrán recibido esa carta miles de personas que son clientes del mismo banco; y, como todo el mundo sabe, no hace falta ser cliente de mi banco para sentirse concernido por el sintagma. A disfrutar, y ojalá sigamos durante más tiempo recibiendo estas misivas que casi son las únicas que llegan a casa en un sobre blanco y con membrete, como debe de ser la muerte cuando venga, en un sobre blanco y con membrete al que cada uno de nosotros tendremos que poner el contenido.