«Camino y vago la mirada por el cansancio/ sereno de los palacios» (Agustín Villar)
Domingo, 3. Finalmente, salí anoche. Atuendo deportivo para disipar dudas sobre mi propósito de hacer ejercicio físico y no levantar ninguna sospecha de ir a un sitio concreto para perpetrar ningún quebrantamiento. En realidad, salí sin rumbo, pero sí hacia un escenario preciso: la ciudad monumental. En unos pocos pasos puedo estar en ella subiendo por Postigo hasta el Arco de Santa Ana; pero preferí bajar hacia la Plaza Mayor por San Juan, en donde me encontré con mi compañera P. y su hijo L., que regresaban ya a su casa. Creo que la de anoche fue la primera situación de expresión de afecto frustrado de las que nos esperan. Hablar a distancia, y renunciar a un abrazo, a un beso, a un leve apretar en un brazo, a una caricia… Ya eran las diez y no había mucha gente en la plaza, que abandoné para cruzar el Arco de la Estrella, llegar a Santa María y, tras pasar la Plaza de San Jorge, y subir por la Cuesta de la Compañía —paré a hacer esas dos fotos sin flash por falta de batería—, encarar la Plaza de San Mateo, en donde me crucé con dos parejas con mascarillas y otro caminante solitario como yo. Bajé por la calle Ancha y llegué a Las Claras, y cuando quise darme cuenta, después de pocos minutos, ya estaba a la altura de casa. Hasta cuatro vueltas, en ilusionado y extraño medineo, di al casco histórico. En la segunda, subí por la Cuesta de Aldana, la Casa del Mono —Biblioteca Zamora Vicente— y pasé por Olmos, Puerta de Mérida y otra vez mis pasos me sacaron fuera hasta la zona de Pizarro, en donde vi más gente. Y preferí volver a disfrutar de la noche templada entre las piedras. Esta mañana pensaba en que, si escribía aquí mi excursión y mencionaba mi recorrido, mi texto iba a ser lo más parecido a uno de esos folletos de Semana Santa que indican el itinerario de las procesiones que basan su encanto en su paso por el entorno monumental. Después de tantos días sometido a los estrictos términos de las paredes de esta casa, salir fue trazar otro dibujo distinto. Rebelarse ante lo que ayer mismo leí en la novela que tengo entre manos (Los errantes, de Olga Tokarczuk, que recomiendo, en Anagrama): «La línea recta: qué humillante. Cómo destroza la mente. Qué pérfida geometría la que idiotiza, ida y vuelta: una parodia del viaje. Partir y acto seguido regresar. Tomar velocidad y acto seguido frenar». La «parte antigua», como se la llama aquí, es todo lo contrario a lo rectilíneo y previsible, y en esa imperfección reside su belleza, y en ella me zambullí durante casi una hora anoche para volver a sentir esa noción de espacio tan distinta y tan cercana. Jugar con el espacio, y con el haz de posibilidades que implica, que diría Juan Goytisolo.
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