lunes, agosto 28, 2017

La trilogía española de Abel Feu

Este pasado domingo conocí a Abel Feu, el poeta de Feu de erratas (Sevilla, Renacimiento, 1997), el editor que está detrás de Los Papeles del Sitio, muy vinculado a otros sellos editoriales como Renacimiento y La Isla de Siltolá, cuyos libros están tan presentes en casa. A medida que Abel hablaba en donde mi querido Paco Hipólito dice que yo recibo —la cafetería del Hotel NH Palacio de Oquendo, casi tan cercana y acogedora como el salón de casa—, yo imaginaba lomos y cubiertas de libros que tengo en mi biblioteca sin haberlos relacionado con él. Quizá alguno sí, como la Poesía completa de Víctor Botas (Sevilla, La Isla de Siltolá, 2012), en el que aparecía como director de una colección de «Poesías completas» que luego no ha tenido desarrollo. Me ha regalado una de sus últimas creaciones: una edición infolio moderna con cubiertas de cartulina Turner, de Fedrigoni, y papel hecho con algas de la laguna de Venecia, de La trilogía española de Rilke, en versión y epílogo de Antonio Pau, otro personaje —jurista, traductor, ensayista, consejero de Estado— que me recuerda «Abeu» —ya no sé lo que digo— que es de mucho interés. Mucho interés tiene la edición de La trilogía española, sobre todo con el epílogo de Pau, en el que destaca que esta serie de tres textos —de configuración póstuma— abre una etapa nueva en la tarea poética de Rainer Maria Rilke porque cambia su mirada antes horizontal para hacerla vertical, en la que se suman tierra y cielo. Yo no soy experto, y me gusta la versión que da; pero el infinitivo «hacer» del primer poema al lado del vocativo —«hacer, Señor, / una sola cosa»— me da a mí que puede confundir más que la solución que dio en su día el sabio José María Valverde en aquella versión de estos poemas de Rilke publicada en los Papeles de Son Armadans de Camilo José Cela en 1956. Valverde puso «para hacer», como puede comprobarse aquí. Pero, insisto, yo no tengo ni idea. Tiene más Álvaro Valverde, que hoy me ha recordado que tengo otro de los libros hechos por Abel Feu, y que él sabe bien cómo se las gasta profesionalmente este exquisito componedor de textos. Para quitarse el sombrero. Lo supo él cuando fue Feu quien cuidó la edición de su antología poética de 1985 a 2010 Un centro fugitivo (Sevilla, La Isla de Siltolá, 2012), en la que no figuró como responsable con su nombre; pero sí con su sello: Los Papeles del Sitio. Todo esto aquí, casi sin salir de casa, y gracias a que la vida suele gastar estas concurrencias desde sitios distantes.

Mira esta nube: cómo oculta impetuosamente
la estrella que ahora mismo estaba al otro lado
de las montañas; de ella (y de mí),
de los vientos nocturnos (y también de mí),
del hondo río que refleja
ese claro del cielo, desgarrado (y de mí mismo);
de mí, y de todo esto,
hacer una sola cosa, Señor: de mí y del sentimiento
con que el rebaño, guarecido en el redil,
acepta, jadeando, el oscuro no ser del mundo;
de mí y de la luz de tantas casas
en la oscuridad, hacer, Señor,
una sola cosa; de los extraños, Señor,
a los que no conozco, y de mí, de mí,
hacer una sola cosa; […]

(Rainer Maria Rilke, La trilogía española, I, versión de Antonio Pau)

viernes, agosto 25, 2017

Mujeres

A Sofía Tato Pajares (1975-2017)
Una de mis lecturas indirectas es la de Clarice Lispector, y uno de mis momentos preferidos de este modo de llegar a una obra fue la extraordinaria y singular biografía Teresa de Jesús que escribió Olvido García Valdés (Barcelona, Ediciones Omega, 2001), publicada en la colección «Vidas literarias» dirigida por Nuria Amat. En uno de sus descansos, que son como apuntaciones fechadas de lecturas, con los que se cierran algunos de los capítulos, Olvido transcribe unos fragmentos de «Tanta mansedumbre», de Clarice Lispector, incluido en el volumen Silencio (Barcelona, Grijalbo Mondadori, 1995), traducido por Cristina Peri Rossi, que quiero recordar: «Pues en la hora oscura, tal vez la más oscura, en pleno día, ocurrió esa cosa que no quiero siquiera intentar definir. En pleno día era noche, y esa cosa que no quiero todavía definir es una luz tranquila dentro de mí, y la llamaría alegría, alegría mansa. Estoy un poco desorientada como si me hubieran arrancado el corazón, y en lugar de él estuviera ahora la súbita ausencia, una ausencia casi palpable de lo que antes era un órgano bañado de oscuridad, de dolor. No estoy sintiendo nada. Pero es lo contrario del sopor. Es un modo más leve y más silencioso de existir. […] Voy entonces a la ventana, está lloviendo mucho. […] Sólo eso: llueve y estoy mirando la lluvia. Qué simplicidad. Nunca creí que el mundo y yo llegáramos a este punto de acuerdo. La lluvia cae no porque me necesite, y yo la miro no porque necesite de ella. Pero nosotras estamos tan juntas como el agua de lluvia está ligada a la lluvia. Y no estoy agradeciendo nada. Si, después de nacer, no hubiera tomado involuntaria y forzadamente el camino que tomé, yo habría sido siempre lo que realmente estoy siendo: una campesina que está en un campo donde llueve. Sin siquiera dar las gracias a Dios o a la naturaleza. La lluvia tampoco da las gracias. No hay nada que agradecer por haberse transformado en otra. Soy una mujer, soy una persona, soy una atención, soy un cuerpo mirando por la ventana. Del mismo modo, la lluvia no está agradecida por no ser una piedra. Ella es la lluvia. Tal vez sea eso lo que se podría llamar estar vivo. No es más que esto, sólo esto: vivo. […]» Me pregunto cómo escriben las diosas ahora que leo que Clarice Lispector escribía como una diosa. No tengo que preguntarme por qué, en momentos como este y viviendo en una sociedad como esta, me siento más cerca de todos estos nombres de mujeres: Clarice Lispector, Olvido García Valdés, Nuria Amat, Cristina Peri Rossi, Teresa de Jesús, Sofía Tato Pajares.

jueves, agosto 24, 2017

María José Flores


He recibido un saluda del Alcalde de Burguillos del Cerro, Manuel Lima Díaz, invitándome al homenaje que se celebrará el viernes 1 de septiembre en la Casa de la Cultura de Burguillos dedicado a la escritora María José Flores (Burguillos del Cerro, 1963), y al que no podré acudir por estar fuera de Extremadura esos días. Por lo que sé —aunque me consta que su entrañable amiga Ada Salas será la encargada de hacer una semblanza de presentación—, consistirá en un concierto de la cantante almendralejense Mamen Navia. El pasado mes de marzo escuchamos a Mamen aquí en Cáceres el Día Mundial de la Poesía, en un acto en la Biblioteca Pública en el que interpretó varias piezas a partir de textos de poetas. En 2013 presentó un disco con canciones basadas en poemas de poetas extremeñas, entre las que estaba María José Flores. De su libro Un animal rozado por el tiempo (Mérida, Editora Regional de Extremadura, 2008), aprovechó versos de tres poemas —uno de ellos le sirve de estribillo o tema— para una pieza musical muy bien hecha. Parece obvio que será una de las que cante. María José merece el homenaje. Por su obra poética, reconocida con premios como el Adolfo Vargas Cienfuegos en 1984 por su primer libro, De tu nombre y la tierra, el Juan Manuel Rozas en 1986 por Oscuro acantilado, el Ciudad de Badajoz en 1991 por El rostro de la piedra, o el Ciudad de Mérida en 1994 por Impura claridad; y difundida en ediciones de sus libros en colecciones poéticas como «Los Libros del Oeste, poesía», con sus Poemas del cuerpo (Badajoz, Del Oeste Ediciones, 1999), o como la de la Editora Regional de Extremadura con una Antología poética (1984-2003), de 2005, y el citado Un animal rozado por el tiempo. Pero también lo merece por su carrera académica, que inició en Cáceres con su licenciatura en Filología Hispánica y su doctorado con una tesis sobre la obra poética de José Manuel Caballero Bonald, publicada por la Editora Regional de Extremadura en 1999 (La obra poética de Caballero Bonald y sus variantes), y luego su experiencia docente en Italia desde 1988, en universidades como Trento, Bérgamo, Milán o L'Aquila —sobrevivió al terremoto de abril de 2009—, en donde actualmente imparte clases de lengua española. Es autora de numerosos trabajos de investigación sobre literatura española en España e Italia; y lo más reciente que he leído suyo tiene algo que ver con esa coexistencia, un artículo publicado en el Boletín de la Real Academia de las Letras y las Artes de Extremadura —de esta es académica correspondiente desde 2009— sobre la novela Las respuestas del agua, de José María Saussol, un extremeño de Calamonte, en donde nació en 1937 y que se marchó, como María José, a Italia; él en 1969, y que fue catedrático de Lingüística y Literatura Española en la Universidad de Trieste. También me agradó mucho leer la vuelta de María José a su Caballero Bonald de su tesis, como me alegra ahora que se le reconozca en su pueblo y me alegrará saber que tiene nuevas obras en el telar. No piedra, cemento o ladrillo. Palabras, palabras, palabras.

Un poema de Neruda


Hay un poema de Neruda por ahí que alguien debería corregir. No, no me refiero a que cuando Neruda escribe «en mí nada se apaga ni se olvida» tengamos que proponerle otra manera de decir; sino a que no puede darse con una disposición tan atroz de los versos como la que vemos en algunas páginas de difusión poética a las que aludí aquí no hace mucho tiempo. Yo que la Fundación Pablo Neruda no me preocuparía de avisar de que sus versos se publican con fines de difusión y estudio de la obra del Poeta y de que está prohibida su reproducción con fines comerciales o de uso público, ya que todos los derechos pertenecen a la Fundación, y, en cierto modo, amenazar con acciones legales. No. Yo intentaría evitar por todos los medios atrocidades como la que muestro en la imagen —dejo los últimos ocho versos para el final de abajo— y que suelen ser corrientes en la red. En ese poema, «Si tú me olvidas», el poeta viene a decirle a la amada, en primer lugar, que él quiere que ella sepa una cosa. «Tú sabes cómo es esto», le dice. Que la existencia toda, el otoño, la luna, la rama roja, la impalpable ceniza que toca junto al fuego, todo, todo, le lleva a ella; y que se imagina los aromas, la luz, los metales como pequeños barcos que navegan «hacia las islas tuyas que me aguardan». Luego, con lo que los técnicos llaman un «conector contraargumentativo», una locución que marca el discurso del poeta —«Ahora bien»—, continúa diciendo a la amada que si ella deja de quererle, él la dejará de querer poco a poco, y que si ella le olvida, él también la habrá olvidado. Finalmente, le advierte que si por un casual ella se decide a dejarle en la orilla «del corazón en que tengo raíces»; entonces él, desde ese mismo instante, se buscará a otra. Vamos, en fin, otra tierra en la que tener raíces. Pero, claro, y ya es el final del poema, si ella siente a toda hora que está destinada a él «con dulzura implacable» y le sube a los labios una flor para buscarlo como al amado, entonces, sí, entonces él repetirá todo ese fuego, y en él nada se apagará ni se olvidará, y, mientras viva, ese amor —le dice— «estará en tus brazos / sin salir de los míos», ya en los dos últimos versos. Todo esto lo hace un lector —ahora hablo de mí— precavido con los derechos que los herederos legítimos pueden hacer valer de aquellos textos de un libro de poemas como Los versos del capitán (1952), un libro de Neruda que se publicó anónimo y que mereció esta «Explicación» de su autor cuando volvió a editarse en 1963: «Mucho se discutió el anonimato de este libro. Lo que yo discutía en mi interior mientras tanto, era si debía o no sacarlo de su origen íntimo: revelar su progenitura era desnudar la intimidad de su nacimiento. Y no me parecía que tal acción fuera leal a los arrebatos de amor y furia, al clima desconsolado y ardiente del destierro que le dio nacimiento.| Por otra parte pienso que todos los libros debieran ser anónimos. Pero entre quitar a todos los míos mi nombre o entregarlo al más misterioso, cedí, por fin, aunque sin muchas ganas. | ¿Que por qué guardó su misterio por tanto tiempo? Por nada y por todo, por lo de aquí y lo de más allá, por alegrías impropias, por sufrimientos ajenos. Cuando Paolo Ricci, compañero luminoso, lo imprimió por primera vez en Nápoles en 1952 pensamos que aquellos escasos ejemplares que él cuidó y preparó con excelencia, desaparecerían sin dejar huellas en las arenas del sur. | No ha sido así. Y la vida que reclamó su estallido secreto hoy me lo impone como presencia del inconmovible amor. | Entrego, pues, este libro sin explicarlo más, como si fuera mío y no lo fuera: basta con que pudiera andar solo por el mundo y crecer por su cuenta. Ahora que lo reconozco espero que su sangre furiosa me reconocerá también».

sábado, agosto 19, 2017

Pensamientos y afectos


Dicen que Julio Cortázar dijo algo así como que se sentaba a la máquina y dejaba correr el vasto río de los pensamientos y los afectos. Yo, sin embargo, tengo asociado el acto de esa escritura al bolígrafo y al papel, a escribir a mano, que es muchas veces la primera versión de un texto propio que deje correr pensamientos y afectos. Luego, sí; ese primer apunte es como el cepellón de lo que va saliendo sentado a la máquina, al ordenador que me ofrece tantas posibilidades para dar forma a lo que escribo. Como ahora. Aunque debería decir que era o fue así, porque cada vez más —aunque todos los días escriba a mano como el que ejercita un músculo— surge la primera escritura en esta mágica e inmediata representación visual de lo que mis dedos quieren decir. Por eso digo que «muchas veces» escribo una primera versión a mano, porque son muchas otras las que pulsando este teclado —los hacen cada día más agradables al tacto, la verdad— va surgiendo desde un bosquejo torpe y reprochable una frase con sentido y nunca «en ese sentido». Quizá me guste esto, esta inclinación sobre el teclado, esta manera de tocarlo, por mi arraigado —mi padre decía que quien no ama la música no tiene corazón— entusiasmo por los que saben interpretar algo con un instrumento. Por eso mi admiración ante un guitarrista, o por la manera que un pianista tiene de tocar una melodía. Nada de eso me ha sido dado, y estúpidamente —y con bastante vergüenza, por cierto— a veces me pongo a escribir como si estuviese simulando tocar un piano y otras como si estuviese escarbando con un puntero —si es a mano— entre la arena para encontrar un tesoro del que sentirme orgulloso y menos falto en expresar pensamientos y afectos. Y nada, sigue sin salir.

Hojas de Biarritz (y V)

En Biarritz hay una playa pequeña, muy urbana, la del Port Vieux, en la que la media de edad es alta, porque tiene el mismo oleaje que un pantano. Por la noche, sin embargo, en el término más al sur de la Grande Plage, se concentran los más jóvenes, para sentarse a beber en una especie de botellón del que al día siguiente no queda rastro gracias a los servicios de limpieza de la ciudad. Muy cerca, en una especie de balconada a pie de playa, en primera línea, en un lugar privilegiado y sobre el que todos los días nos preguntábamos si era privado, una familia sudamericana tiene allí su asiento con la atracción de una maqueta de una ciudad hecha de arena, en la que también hay un espacio para arrojar unas monedas. No sé calcular cuánto pagaría cualquier turista por una parcela así, con los baños públicos al lado. Y el Casino, y muy cerca la Rocher de la Vierge, por la que casi todos los días pasábamos. Leyendo, la última tarde en el hotel, anoté que tenía que buscar, aunque fuese ya a la vuelta, alguna referencia literaria más sobre Biarritz, algún poema. No recordaba que la tenía tan cerca, que yo leí hace años los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922), de Oliverio Girondo, y uno de ellos «Biarritz» tiene su dibujo hecho por el propio Girondo, que reproduzco aquí desde la página del autor en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, y que transcribo. Me alegra que Álvaro Valverde haya dado también con Girondo al recordar otra ciudad, su Tánger.

El casino sorbe las últimas gotas de crepúsculo.
Automóviles afónicos. Escaparates constelados de estrellas falsas. Mujeres que van a perder sus sonrisas al bacará.
Con la cara desteñida por el tapete, los croupiers ofician, los ojos bizcos de tanto ver pasar dinero.
¡Pupilas que se licuan al dar vuelta las cartas! 
¡Collares de perlas que hunden un tarascón en las gargantas!
Hay efebos barbilampiños que usan una bragueta en el trasero. Hombres con baberos de porcelana. Un señor con un cuello que terminará por estrangularlo. Unas tetas que saltarán de un momento a otro de un escote, y lo arrollarán todo, como dos enormes bolas de billar. 
Cuando la puerta se entreabre, entra un pedazo de foxtrot.
«Biarritz», de Oliverio Girondo, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922).

miércoles, agosto 16, 2017

Glorias de Zafra (XVI)

Tan joven y tan viejo. Hay una canción de Joaquín Sabina que se titula así. Creo que hay pocos momentos de su letra con los que pueda identificarme. Al fin y al cabo, él escribe sobre sí mismo y sobre su vida vivida. Con el título sí, claro; y con algo que dice de los entierros de «mi generación» y con eso de que «cada noche me invento». Me acordé ayer de esa canción para hoy, que cumplo cincuenta y cinco años; y me pareció bien buscar en mis papeles un deseo aplazado hasta una buena fecha. Qué mejor fecha que la de hoy para recordar que mi madre me escribió una carta con su letra esmerada un ocho de octubre de 2003 a la que si yo tuviese que poner un título sería «El mejor de los toreros para mi gusto». Ella me escribía con la puntuación a su modo: «Yo he pasado la feria muy bien y distraída con todas las amigas. Ayer comimos en la caseta 'Traspuesta' que nos invitó el hijo de Joaquina que me trajeron en coche. Serían las ocho. Los toros me gustaron mucho sobre todo Enrique Ponce es el mejor de los toreros para mi gusto. Y la corrida de rejoneo también salieron a hombros. Ahora con la televisión Localia estoy muy pendiente de mi nieta Mª José de todo lo que explica de la feria y sobre todo de tu magnífico Pregón que me han felicitado mucha gente. Muchos besos a los niños y para ti uno muy fuerte de Mamá». Yo nunca he hablado para tanto público —varios centenares de paisanos y allegados— como aquella noche en la Caseta Municipal de Zafra cuando el pregón de la Feria al que se refería mi madre, a finales de septiembre de 2003. Me lo ha recordado su carta y ahora me doy cuenta de que es la primera vez que cumplo años sin decírselo. Dimos hace meses a mi madre un lugar para su muerte. Seguro que ella —que nunca habló de eso— quería algo así. Yo pido a los míos que no me den lugar alguno; que ya me encargaré de fundar el mío en muchas partes. Una semilla es un brote y un brote una rama y la rama una flor y la flor un fruto. Y lo de la caseta que decía mi madre, la «Traspuesta», es genial. Que para eso estamos, para cosas así de estupendas. Y para escuchar un rato al Rey, a Elvis —llevo casi todo este miércoles así—, que murió el mismo día que yo cumplí mis quince años. Sea.


martes, agosto 15, 2017

Hojas de Biarritz (IV)

Contrastes. En el Hôtel du Palais cuesta una noche —por ejemplo, mañana— 525 euros, y en la Avenue Mariscal Foch hay un bar, el «Café Biarritz Red», en el que la cerveza no te la sirven fría —pero igual de cara que en otros sitios— y solo a algunos clientes ponen unas aceitunas para picar. No quiero pensar en que no fuese un despiste, por ser turistas españoles. Nos alegramos de la absurda discriminación cuando el camarero, al irse uno de los bebedores agraciados, devolvió al bote las olivas sobrantes, con caldo y todo. Malogros. Nos suele pasar, que el último día de un viaje descubres un rincón en el que te habría gustado estar desde la llegada. Puede ser un bar o un restaurante; o, como ocurrió el día antes de partir, una playa tranquila, amplia y cercana como la de Anglet —las de Anglet, más bien, concatenadas: Plage de Marinella, des Corsaires, donde comimos, de la Madrague, de l'Océan, des Cavaliers, de la Barre—, a la que se llegaba en autobús desde nuestro hotel en veinte minutos. Por allí hay un restaurante llamado «Le Rayon Vert», como la película de Rohmer y el relato de Julio Verne, y que ahora puedo relacionar con otro espacio que descubrimos en Biarritz casi por casualidad. Habíamos ido hasta donde teníamos aparcado el coche, y en el callejeo, dimos con la Avenue Beau Rivage, una de las vías que te saca del centro de la ciudad hacia España —lo indica que al lado esté la Rue d'Espagne y más adelante la Rue de Madrid—, y con una especie de chiringuito ubicado en un mirador hacia el mar lleno de gente, de mucha gente joven. Imagino ahora que se reunían allí para ver el atardecer y buscar el rayo verde, la estúpida leyenda que dice que si dos personas ven al mismo tiempo ese bellísimo fenómeno óptico quedarán unidas y enamoradas la una de la otra para siempre. Libros. Los que fotografié en el escaparate de una librería de la Rue Poissonnerie de Bayona: «Las 12 mejores novelas del verano... y las peores». Como me traje la foto, intento reproducir cada uno de los títulos expuestos: Une jeunesse perdue, de Jean-Marie Rouart, Dans la foret,  de Jean Hegland, Équater, de Antonin Varenne, Née contente à Oraibi, de Bérengère Cournut, Les indésirables, de Diane Ducket, Dakota Song, de Ariane Bois, L'homme qui s'envola, de Antoine Bello, VIP, de Laurent Chalumeau, L’Arche de Darwin de James Morrow, Notre histoire: Pingru et Meitang, de Rao Pingru. No alcanzo a leer bien las reseñas de todas las novelas y saber cuáles son las mejores y cuáles las peores. Hay, además, dos traducciones de obras españolas: Deux hommes de bien, de Arturo Pérez Reverte, que merece el calificativo de «formidable roman», y La Table du Roi Salomon, de Luis Montero Manglano. De todas, solo he leído la de Pérez Reverte (Hombres buenos), que me regalaron mi cuñada Eva y mi hermano Josemari hace dos años por estas fechas; y me parece demasiado entusiasta el juicio, quizá por ser tan francés y tan clásico el motivo argumental del relato. Volvimos a Biarritz, a nuestros sitios de siempre.

domingo, agosto 13, 2017

Hojas de Biarritz (III)


Hay tantas cosas que hacer cuando uno viaja que la lectura pasa a ser una actividad esporádica, aunque llene, eso sí, algunos momentos de buscada molicie. Un libro de poemas ya leído —para tomar alguna nota si escribo sobre él— y la última novela de Antonio Orejudo —Los cinco y yo, Tusquets Editores, 2017— viajaron conmigo. El primero ha regresado sin volver a abrirse y del segundo casi doy, a esta hora, cuenta completa; buena cuenta, pues se trata de una fotografía bien hecha de mi generación —que «no tuvo ningún protagonismo en la transición de la dictadura a la democracia ni tampoco en los primeros años de esta. Para haber tenido alguna relevancia, Franco debería haber durado diez o quince años más; pero la espichó el 20 de noviembre de 1975. Los que se hicieron con las riendas del país tenían entonces la edad de Cristo. Nosotros, que acabábamos de cumplir diez, once o doce años, teníamos la edad de Los Cinco» (pág. 21). Me llevé, sí, mis apuntes sobre algunos textos literarios con Biarritz de centro o de fondo: la novela de humor A Biarritz, por amor, de Francisco Miranda de Rojas (Madrid, Huerga y Fierro, 2008) y Cabaret Biarritz, de José C. Vales (Barcelona, Destino, 2015), que fue Premio Nadal en 2015. En la librería debajo del hotel, camino de la Grande Plage, en la que todos los días compraba los periódicos —«Maison de la Presse»— encontré una traducción francesa —de Margot Nguyen Béraud— de la novela de Vales publicada por Editions Denoël. Estaría bueno que me la leyese en francés. La vi expuesta en el escaparate, como un reclamo, y dentro me costó darme cuenta de que había una pila de ejemplares en la mesa de novedades a la entrada. Me gustó esa manera de ensalzar lo local con la mirada de una novela española. Ya en Cáceres, espero recibir por correo un pedido con Villa-Venus: la vida alegre en Biarritz una novela del militar valenciano y político Vicente Sanchís Guillén (1849-1907), que publicó con el seudónimo de «Miss-Teriosa» en Madrid en 1904. Me llevé anotada también la sugerencia de Álvaro Valverde sobre Los senderos del mar, de María Belmonte (Acantilado, 2017), el relato de un viaje a pie por toda la costa vasca que se inicia precisamente en Biarritz y culmina en Bilbao. Pero para libros los del viernes 4, cuando visitamos Bayona y me empeñé en buscar el número 9 de la rue Mayou en la que se vendía la Gaceta de Bayona (1828-1830), que dirigió Alberto Lista. En una página sobre las calles de Bayona ayer y hoy encontré que la rue d'Espagne, que fue la calle principal y peatonal por la que nos internamos en la ciudad una vez pasada la catedral, fue antes Mayou, y rue des Tendes y antes rue de la République. Fotografié la fachada del número 9 y la del número 11, por si acaso cambiaron la numeración y porque me pareció más antigua esta que aquella. No sé. Cerca, muy cerca, en la rue de Luc, me llamaron la atención unos libros en español en una vitrina junto a la puerta de entrada de una tienda anticuaria. Entré y pregunté por ellos. El dueño me explicó que eran resto de la biblioteca de un profesor de español de Bayona —no retuve el nombre, quizá Garnier. Al fallecer, su viuda se los hizo llegar y los vendía a un euro —los tomos de la colección «Clásicos Castellanos» ya de Espasa-Calpe, Larra, Quevedo, Fray Luis de León, Feijoo, Juan Valera, dos o tres de los cinco tomos de las obras completas de Delibes en Destino en la edición de los sesenta y setenta— y a dos euros los más voluminosos, como la edición de Robert Jammes de las Letrillas de Góngora y la edición (2ª) de la monumental Historia de la literatura nacional española en la Edad de Oro (1952), de Ludwig Pfandl, que me traje, claro. Habíamos viajado desde Biarritz a Bayona desde casi la puerta del hotel en un cómodo autobús urbano por dos euros el billete de veinticuatro horas, que nos permitió ir, volver y equivocarnos al montar en un coche que iba en una línea que no era la nuestra. Las pocas horas allí fueron nutricias —también comimos, regular solo, en la rue Poissonnerie— y me gustó mucho conversar y conocer al librero, nacido en Marruecos, con madre marroquí de ascendencia española y padre francés colono en Argelia, y con negocios que tuvo en otras ciudades de Europa y América. Volví a verlo una hora después, porque olvidé mi sombrero en la tienda y no pude recuperarlo hasta que él volvió a abrirla tras su café de todas las tardes. Así me lo dijo cuando recuperé mon chapeau, que allí seguía, posado sobre una antigua banqueta tapizada sin que mi cortés librero le hubiese echado cuenta.


sábado, agosto 12, 2017

Hojas de Biarritz (II)


En Biarritz la cerveza más barata la hemos pagado a 3,00 €, y hay dos lugares en los que uno puede tener la sensación de que cañea, aunque sea a ese precio, el «Bar Basque», que está en un chaflán de la calle que baja al Port Vieux, y en la «Maison Pujol», que se anuncia como el «Le Comptoir du Foie Gras», al lado del mercado, de Les Halles. Se puede estar en la barra tomando la cerveza y probando alguna tapa a unas horas en las que parece que todo el mundo ya ha comido. En la zona, pero ya a la caída de la tarde, nos topamos con un mercado callejero que ocupaba mucho más que el que todos los días se instala en la explanada de la avenida de Victor Hugo, frente a la Iglesia de Saint-Joseph. Me llamó la atención el nuevo mobiliario urbano. Unos grandes cubos de hormigón sobre los que algunos viandantes descansaban y consumían algún producto comprado en los puestos. Por la mañana, por la Rue Gambetta, una máquina con pala excavadora provocaba una breve retención del tráfico al colocarlos en uno de los accesos para prevenir un atentado terrorista. Nuevos tiempos. En un café de la Rue Mazagran, una pizarra en el exterior anunciaba actuaciones de grupos musicales programadas para los próximos días. Ingenioso nombre el de uno de los grupos: «Sigmund und Kierkeggard Funkel». Es curioso cómo cambia el aspecto de una ciudad de playa cuando llueve. Cambian los colores y el olor no es el mismo; pero, sobre todo, uno se pregunta dónde se mete toda esa gente que hacía pocas horas llenaba las calles y la arena. Lo normal es pensar en que se queda en casa o va en masa a los centros comerciales; pero yo creo que son como las sombrillas y las hamacas, que, durante la noche y los días aciagos, se apilan y se apartan en algún sitio hasta que se sacan por la mañana los días con sol. Tras el paseo diario de hora y media —nos da igual que llovizne— y hechas las visitas a los lugares señalados, vivimos la ciudad en las terrazas —catorce euros todos los días en «Les Colonnes» por cuatro cañas— hasta lograr el objetivo de comer en el restaurante con mejor cara. En el Port des Pêcheurs, una muy buena comida en «Chez Albert» con excelentes pescados nos dio la prueba de que la persistencia puede llegar a ser tan efectiva como una buena reserva a tiempo. Buen ambiente.

jueves, agosto 10, 2017

Hojas de Biarritz (I)


Estrenar este agosto en este blog un día 10 como hoy es la mejor manera que se me ocurre de destacar el paréntesis virtual de unos días de viaje por vacaciones. Mera virtualidad, porque, si se quiere, hoy podemos viajar con todos los aparejos para escribir y mostrar casi hora a hora todo lo que nos pasa. Distinto es que uno lleve consigo un cuaderno en el que anota lo que ocurre —un jovencito a la puerta de la Iglesia de Saint-Joseph de Biarritz nos dio un pequeño recorte en cartulina azul que parece una nube de tebeo que dice: «Sachez tirer parti du présent. / Que votre langage soit toujours aimable, / plein d'à-propos, / avec l'art de répondre à chacun / comme il faut.» —Col 4, 5-6). Ese pasaje de la Epístola a los Colosenses del Nuevo Testamento —aprovechad el tiempo presente, que vuestra forma de hablar sea amable, de buen gusto, y sabiendo responder a cada uno como corresponde— va dirigido a los que no confían en Cristo, a los que vienen de fuera, como nosotros esa tarde, que pasamos del ambiente festivo de un mercado bullicioso a la quietud de la nave de una pequeña iglesia en la que una monja acompañada de otra joven al violoncelo cantaba canciones cuyas letras podíamos seguir en los folios que había en los bancos del templo. C. dijo algo parecido a que a ella le gustaría dedicarse a eso. También dijo cuando llegamos a Biarritz que algunas calles y fachadas le parecían conocidas por haberlas visto en películas. A mí también; con Ava Gardner y Tyron Power en Fiesta (1957); pero no, la verdad es que las películas más evidentes que pudimos rescatar de las rodadas allí fueron Lo verde empieza en los Pirineos (1973), con José Luis López Vázquez, Pepe Sacristán y Nadiuska, El reprimido (1973), con Antonio Ozores, Alfredo Landa y Enma Cohen. Lo de Ava y Tyron queda para el Hôtel du Palais —nos denegaron la entrada como visitantes—; y lo nuestro quedó en el Mercure Plaza Centre Biarritz que tiene su aire de art déco y su nombre tan bien puesto que no se me ocurre ahora mejor sitio en Biarritz para quedarse en su puro centro. Hay otra película que tiene a esta ciudad como escenario y que se titula El rayo verde (1986), de Eric Rohmer, y que me vendrá bien para relatar otro escenario. La verdad es que el hotel es excelente. Habitación 209.