sábado, octubre 31, 2020

El lugar de la cita

Me alegro mucho por Luciano Feria. Cuando he recibido la noticia de la concesión del XV Premio de Narrativa Dulce Chacón a El lugar de la cita (RIL Editores, 2019), la novela de Luciano, en la primera persona en la que he pensado ha sido Ángel Campos Pámpano —que aparece por primera vez en el texto muy al principio, como si el narrador tuviese la necesidad de dejar las cosas claras desde muy pronto (pág. 29). A Ángel Luciano lo llama «ángel de la guarda», «gran amigo», «gran poeta» y «una de las almas imprescindibles de la cultura extremeña en los últimos treinta años de la región». Por eso estuvo en el origen de ese premio desde el homenaje en Zafra la noche del 13 de diciembre de 2003, semana y poco después de la muerte de Dulce Chacón. Allí estuvimos algunos de los aludidos en esta novela. Mi hermano Josemari, Ángel, Manolo Peláez…, Dulce, de ese modo. No debe de haber muchos casos de textos narrativos en los que uno de los hechos argumentales sea un premio que muchos años después será el que reciba el autor. A quien no haya leído El lugar de la cita resultará extraño lo que digo. ¿Es que habla de hechos sucedidos? ¿Es que quien habla es el autor? Sí y no, como siempre en literatura. Lo cierto es que en las páginas 26 y 32 de esta novela hay referencias jugosas a un premio que hoy la ha reconocido como la obra excepcional que es. Mi hermano ha compartido unas páginas que son de lo mejor que se ha escrito sobre El lugar de la cita, en las que diario y novela, autoconsciencia, Zafra, autoficción, el propio Luciano, andamiaje y novela en marcha, complejidad y reivindicación de la literatura serían las palabras o sintagmas claves para que cualquier lector las buscase y se nutriese en los lugares de su cita. O de su alusión en un texto total y poliédrico que estoy seguro que descolocará a todo el que pida a una novela que le cuente algo entretenido y que no pueda comprender que lo que tiene delante de las narices es un concepto de la escritura como indagación. Punto. Y seguido.

martes, octubre 27, 2020

La consciencia de ser

© Foto de Juan Luis López Espada

Tengo sobre la mesa desde hace mucho uno de los libros más importantes del panorama editorial institucional de este año. Digo de este año porque, aunque la fecha del Depósito Legal es 2019, si no estoy equivocado, su distribución se hizo en 2020. Al menos, mi ejemplar me llegó en los primeros días de enero. Y digo institucional porque está editado por el Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo (MEIAC), con la subvención de la Consejería de Cultura, Turismo y Deporte de la Junta de Extremadura, y apoyado por la Asociación de Amigos del MEIAC. José Antonio Cáceres. La consciencia de ser (Badajoz, MEIAC, 2019, 348 págs.) es un libro que merecería una atención que yo sigo echando en falta, a pesar de que se presentó en la Feria del Libro de Badajoz, y que estoy seguro no voy a contribuir a forjar por escribir una entrada sobre él. Dos hechos infaustos han impedido la merecida visibilidad y difusión de esta obra: la muerte el pasado enero de Antonio Franco, que fue uno de los grandes impulsores del reconocimiento del artista y escritor extremeño José Antonio Cáceres (Zarza de Granadilla, 1941) como promotor de diversos actos expositivos de su singular obra y como depositario en calidad de, en su día, director del MEIAC, de todo su fondo de obra experimental y plástica, de revistas, cartas, fotografías, catálogos y folletos, etc.. El otro hecho infausto fue el maldito estado de alarma —el de marzo, ay— que dio al traste con tanto; también en el terreno de la divulgación cultural. Es justo recordar el entusiasmo de Antonio Franco y el apoyo económico de las instituciones; pero si hay que explicar cuál es el cimiento conceptual y la trama de composición de este libro, con la contribución de varias firmas en «caminos cruzados» (Fernando Millán, Jorge Urrutia, Pablo Jiménez, Elisabeth Slavkoff, Antonio Gómez y Juan Luis Campos), solo hay un nombre principal que explica este descomunal proyecto de rescate de una obra así de importante. Se trata de la profesora y escritora Emilia Oliva, que se ha echado a las espaldas la tarea de reivindicar la creación de José Antonio Cáceres desde hace muchos años y ahora en más de trescientas páginas que incluyen un soberbio estudio muy bien documentado que recorre la trayectoria del «ignoto» Cáceres, su poesía concreta, hermética o cifrada, su poesía discursiva, su poesía toda, en análisis muy lúcidos, que concluyen en unas páginas —todas, eso sí, iluminadas con muestras gráficas de la obra de J.A.C.— sobre «Poesía y conocimiento» que constituyen el más amplio y mejor estudio —he leído tesis doctorales que no llegan a este nivel— que yo conozco sobre todo el universo creativo del de Zarza de Granadilla. De Miguel de Molinos, José Ángel Valente y María Zambrano son los epígrafes que encabezan ese capítulo en el que Emilia Oliva aborda la «inmensa obra» de un poeta, de un pintor, de un artista como Cáceres, que «oye el fluir de la consciencia, que habla —aunque adopta máscaras diversas— deja como rastro una estructura casi diarística en sus poemas y una datación exhaustiva de cada una de sus producciones artísticas, incluidos los más pequeños dibujos». Y es que Emilia sabe mostrarnos el mundo creativo de José Antonio Cáceres envuelto en un contexto histórico y teórico enormemente sugerente, que puede allegar a su exégesis consideraciones sobre filosofía, mitología o poética que están en la base de los ejemplos de la obra de Cáceres a los que va aludiendo, que va comentando en estas páginas enjundiosas. Insisto en la importancia de esta publicación. Qué extraordinario placer —me apetece recordarlo ahora— tuve al tener entre mis manos, gracias a Emilia Oliva años atrás, la «novela visual» —24 x 33 cm— Fábula de Don Facundo Jeremías que pasó por el mundo y murió de pulmonía, algunas de cuyas páginas se muestran en este volumen, y de la que también se trata en otro capítulo anterior al mencionado. La bibliografía y la cronología finales son impagables. Lo de la página 337 me enterneció: «Condiscípulo y amigo de Aníbal Núñez, ambos comparten la pasión por la poesía y la pintura. Son años de efervescencia creativa a expensas de los estudios: suspende Latín y Griego». Qué cosas.

jueves, octubre 22, 2020

Basilio Sánchez en CH

Me ha llegado este número extraordinario para mí de Cuadernos hispanoamericanos. Extraordinario porque trae en cubierta a Basilio Sánchez, protagonista de la entrevista interior que mantiene con Michelle Roche Rodríguez (págs. 80-89). Si uno lee con detenimiento cada una de las respuestas del poeta a las inteligentes y documentadas interpelaciones de la escritora caraquense, puede recoger una especie de retrato humano y literario del autor de He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes (Madrid, Visor, 2019): «Creo que la poesía que llevo escribiendo desde hace más de treinta y cinco años tiene como pretensión la de construir, en medio de la intemperie y fragilidad de nuestra naturaleza, un territorio ético, un lugar de acogida en el que podamos sentirnos confortados y desde el que podamos gozar y percibir mejor el mundo». «Yo creo que la ética es parte fundamental e indisociable de la experiencia estética de la poesía, por eso comparto con los poetas que me gustan, además de la búsqueda de la esencialidad y la sencillez, una misma visión humanista de la vida, una forma de entender la escritura que arraiga en la tradición meditativa y que pretende conciliar en el poema el pensamiento con la imagen y el sentimiento con la ética». «La poesía es una forma humilde y respetuosa de acercarse a las cosas. No pretende agotarlas ni definirlas, sólo sobrevalorarlas, disfrutarlas y vivirlas. […] En nuestra tradición, el desierto —que es el lugar donde se fundan las religiones y de donde nace la poesía— es el espacio de la espiritualidad. Los verdaderos avances de nuestra especie se han producido siempre tras una ardua marcha a través de los desiertos de la soledad, la incomprensión y el ascetismo. Todas las religiones buscan la luz. Nosotros, los poetas, mendigamos la luz porque vivimos en medio de la oscuridad, reivindicamos un mundo a nuestra medida porque hemos aprendido a convivir con las ruinas». No por familiares y conocidas, estas declaraciones dejan de ser certeras y compartibles. Por cierto, Michel Roche Rodríguez me menciona como si yo considerase la casa en la poesía de Basilio como «elemento arquitectónico», cuando ni el autor ni yo la tratamos así, y sí como referente simbólico y como metáfora. Ahora bien, podríamos hablarle ambos de todo lo que ha significado la casa física, con sus paredes, su techo y con el jardín que la rodea como espacio real de la poesía. No sé. Este número —el 844— de Cuadernos hispanoamericanos viene, además, lleno de otras cercanías. Gerardo Fernández Fe reseña el último libro de Iván de la Nuez (Cubantropía) publicado en Cáceres por Periférica; Mario Martín Gijón escribe sobre No entres dócilmente en esa noche quieta (Seix Barral, 2020), de Ricardo Menéndez Salmón; y Álvaro Valverde y Julio César Galán sobre el volumen colectivo coordinado por José Andújar Almansa y Antonio Lafarque por los cien años del Diario de un poeta recién casado (Centro Cultural Generación del 27, 2019) y sobre Desde mi celda. Memorias (Acantilado, 2019), de Juan Antonio Masoliver Ródenas, respectivamente. Además, qué gusto volver a leer la prosa memorialista de Andrés Sánchez Robayna en sus «Cavilaciones al atardecer» que abren este número, y que ojalá podamos sumar en parentesco en obra mayor a la suya diarística. Reflexiona bien, narra bien y bien que aporta datos. Qué bien haber recibido este número extraordinario de Cuadernos hispanoamericanos. 

miércoles, octubre 21, 2020

La soledad del dibujante

El otro día Julia se presentó en casa con este libro. Ella sabe que su autor es uno de los grandes en el mundo del cómic —o novela gráfica para adultos— y así me lo presentó. En una de las guardas del volumen queda escrito, en una atractiva reproducción de letra manuscrita en mayúsculas, que «Adrian Tomine nació en 1974 en Sacramento, California. Su anterior cómic, Intrusos (Sapristi, 2016), ha sido incluido entre los 100 mejores cómics de la década 2010-2020 por el New York Times. Desde 1999 sus ilustraciones han aparecido regularmente en portadas e interiores del semanario The New Yorker. Vive en Brooklyn con su esposa y sus dos hijas». Lo tomo como excusa para decir tres cositas: lo bien editado que está, el placer que me ha propiciado su lectura y lo que me ha recordado la barbarie del asesinato de Samuel Paty. Este libro es para verlo y tocarlo. Está editado con un gusto impresionante. Es agradable al tacto e imita a un cuaderno del estilo moleskine, con hojas cuadriculadas, con cuidados detalles, desde su aviso para quien encuentre el libro perdido hasta su colofón, con todo lujo de datos. Recoge su título original en inglés (The Loneliness of the Long-Distance Cartoonist) y da referencias precisas a las citas que van salteadas en sus páginas. Eso, salta a la vista el cuidado que han puesto en editar un libro así. El relato dibujado de Adrian Tomine es un agradable diario de un tipo que dibuja desde niño y que habla de lo mucho de lo que le pasa, incluso menciona y tacha a algunas personas. Su vida como dibujante, desde 1982, siendo pequeño, en Fresno, hasta 2018, en su casa de Brooklyn, recorre estas páginas, y es de grata lectura en los veintiséis episodios, si no he contado mal, en los que cuenta una parte de su quehacer y de sus inquietudes. El más extenso de los capítulos —y muy recomendable, divertido a pesar de todo— es el que cuenta su afección y su ingreso en el hospital, y ese modo que todos tenemos de sentir que nos llega la muerte, aunque no nos toque y todo quede en nada… «¿Qué sucede cuando un pasatiempo infantil se convierte en tu profesión?», dice la promoción del libro. Y he pensado en Julia. Y en todos aquellos afortunados que tuvimos una afición de pequeños —en mi caso, la lectura— que ahora se ha convertido en un medio de vida y de disfrute. Eso sí, el personaje matiza algo que parece contundente en una de las viñetas (pág. 157): «Cuando la afición que tenías de niño se convierte en un trabajo es algo muy extraño», que es otro ejemplo del carácter de un tipo sensible, inseguro y tímido; o sea, con todos los mimbres de un triunfador. La tercera cosita –y no es agradable— proviene de uno de los episodios de La soledad del dibujante. La historia está fechada en 2014, en Brooklyn, cuando Adrian Tomine va al colegio de su hija Nora a dar una charla sobre su oficio de dibujante y se mete en el bolsillo a la clase gracias a los dibujos que hace para sugerir con los mismos trazos significados diferentes, como que alguien corre muy rápido o se ha tirado un pedo; o como que una taza de café está caliente o que una caca de perro apesta. Tras la didáctica sesión, esa misma noche, el dibujante lee un comunicado del centro a los padres: «Tal vez se hayan enterado de que hoy ha venido a clase, a dar una charla, un padre, el cual no nos informó de qué iba a hablar de antemano. Nos gustaría ofrecerles nuestras más sinceras disculpas si ustedes (o su hijo) se han sentido ofendidos. Seremos más selectivos en el futuro. Atentamente,». Me ha dado un escalofrío cuando he pensado en que el origen de la decapitación de Samuel Paty el pasado viernes 16 por la bárbara ignorancia fue una desazón parecida que corrió por las redes sociales después de que alguien diese su clase. Tremendo.


Adrian Tomine, La soledad del dibujante. Traducción de Raúl Sastre. Barcelona, Roca Editorial de Libros. Sapristi, 2020.

sábado, octubre 17, 2020

Cultura segura

Ayer fui a ver la exposición de Kamilo Guevara que está en el Palacio de la Isla hasta el más próximo 5 de noviembre. Estuve solo; y con mascarilla, claro. No había nadie y nadie entró mientras estuve recorriendo las dos salas. Pude releer y volver a ver El jardín de las flores pájaro, que ya tuve ocasión de recoger aquí. Recomiendo su lectura in situ, allí en la sala grande, antesala de la chica, para solazarse con los textos de Javier Alcaíns y los dibujos de un artista que quiere poner por delante su obra frente a su persona, y que redacta, bajo seudónimo, el texto de presentación de la exposición en términos como los que siguen: «Los autores desaparecen, las obras permanecen, aunque se guarden en olvidados lugares. Allí permanecerán en silencio, hasta que alguien las descubra. Las obras hablan por sí mismas. Se defienden o se descalifican por sí solas. No necesitan elogios ni adornos. Qué importa si el autor expone mucho o poco, qué importa si mostró su obra en París o en Madrid. Lo importante es que una parte de esa obra esté aquí colgada, expuesta para que tú la valores. Tu opinión es lo importante. Yo debo limitarme a mostrarlas. El resto es cosa tuya. Juzga con rigor. Olvida el elogio fácil y complaciente. Gracias por aceptar mi invitación. Un saludo». Como se dirige a mí, sabe el autor que yo no voy a ser complaciente por politesse, que voy a dar mi opinión entusiasta sobre su trabajo por afinidad y cercanía, que me gusta lo que hace y que volví de su muestra —eso sí, con medios escasos, mejorables— encantado de volver a estar cerca de su obra original y luminosa, llena de colores y de sugerencias. Ya hoy, sábado, me he asomado a las dos convocatorias de la asamblea general de la Asociación de Escritores Extremeños, que, siendo por videoconferencia, yo creía que iban a ser un éxito en cuanto a quorum. En cualquier caso, ha sido un desayuno tardío relacionado con la cultura del libro y la escritura, a pesar del trámite administrativo y con el gustoso añadido de ver las caras a compañeros de este empeño en el que algunos estamos desde hace muchos años. Bien. Así que cultura segura, como la presentación del libro de Isidro Timón, esta mañana en la Biblioteca Pública, con un aforo limitado —otro quorum— a veintiuna personas, con Pilar Galán oficiando de presentadora en un acto muy grato en torno a ser-veleidades (Mérida, De la luna libros, 2020), una colección de relatos muy breves —el más largo de seis páginas—, que, como me escribió Isidro un día de este junio, podría ser como la fotografía de un instante: «las palabras colocadas de una determinada manera, con una intención… Tras el clic, siguen su camino infinito de mezclarse, abandonarse, amarse, odiarse… ¿Serán la vida misma esas palabras?». Qué alegría me da ver este libro publicado. Y qué raro tener que terminar esta nota con la convicción de que la cultura tiene que continuar de algún modo siempre seguro, antes que las comuniones y los bautizos, los botellones y las bodas. Qué sé yo.

© Teresa Rejas

viernes, octubre 16, 2020

dentro del animal la voz

Me emociona por muchas razones ver esta antología anunciada, ya publicada y de inminente distribución. Porque surgió del primer encuentro que tuvimos Vicente Luis Mora y yo el lunes 13 de febrero de 2017. La mañana siguiente él daba en mi hora de clase en el aula 31 la conferencia «Formas de desdoblamiento subjetivo en los poetas del 27: de la máscara a la cáscara». Habló de Alberti, de Guillén, Salinas, Cernuda y de Josefina de la Torre, de Rosa Chacel y de Concha Méndez. Y antes habíamos hablado de la posibilidad de editar en Letras Hispánicas de Ediciones Cátedra una antología de Olvido García Valdés. Propusimos la edición y la aceptó Josune García, la directora de Cátedra. Han pasado más de tres años y medio desde aquello y han ocurrido muchas cosas; entre otras, un parón lógico del proyecto cuando a Olvido la nombraron en julio de 2018 responsable de la Dirección General del Libro, un puesto que ocupó hasta octubre de 2019, cuando reactivamos la recta final de un trabajo compartido. Y también nos sobrevino una pandemia. Con Vicente Luis Mora he trabajado más que a gusto, sirviéndome de su buen ojo lector, de su gran capacidad y su listeza. A mí tanto dominio, tanta capacidad de trabajo, tantas lecturas, me sobrepasan. Me emociona también mucho que, mientras preparábamos la última fase de producción de esta edición, a Olvido se le ocurriese proponer a la editorial que la ilustración de cubierta —esa viñeta tan característica de una colección histórica— llevase la reproducción de una obra de Luis Costillo, ese «Ouroboros» tan potente y luminoso del amigo. Qué gran homenaje a la memoria de uno de los artistas más eminentes que hemos tenido y que el destino me tocó con la gracia de conocer. Me emociona ahora estar involucrado en esta difusión tan grande de su gran obra. dentro del animal la voz es una reunión de su poesía hasta 2012; pero Vicente Luis Mora y yo habríamos tenido agallas para afrontar los poemas escritos desde aquel tiempo hasta ahora y que han venido a darse en un impresionante libro que es confía en la gracia (Tusquets Editores, 2020), que yo creo que confirma todo lo que está en la poética de esta autora, que es una de las voces principales de la poesía española de hoy. Ya habrá ocasión de seguir hablando de la palabra de Olvido García Valdés.




domingo, octubre 11, 2020

Glorias de Zafra (XXIII)

Esta mañana he vuelto de Zafra, en una luminosa mañana de domingo con muy poco tráfico en la carretera hasta Cáceres. En esta ocasión, solo; pero mis hijos saben que cuando vamos juntos volvemos con una sensación de plenitud muy grande porque sus tíos Eva y Josemari tienen la capacidad de extraer de lo cotidiano un momento especial o el mejor traído ejemplo de un manual de buenas prácticas de vida. Yo creo que ellos, que tienen su dedicación profesional, a la que se entregan con honradez y responsabilidad, se visten en los ratos libres de anfitriones y ejercen con generosa destreza la hospitalidad como forma de ser. Ayer la temperatura acompañó para estar al aire libre en una terraza envidiable en la que pude, a recomendable distancia, comer con ellos y con Mª Carmen Rodríguez del Río, que es una persona excepcional, a quien conozco desde que yo era alumno de Bachillerato. Yo quiero llegar a ser octogenario como ella lo es, ser tan buen lector como ella, tan activo y comprometido como ella. Me parecía estar conversando —entrevistando— a un personaje eminente; y me viene a la cabeza Mary Beard, que salió en la conversación. También María Teresa León y Stefan Szweig. Por la tarde, dimos un paseo y nos sentamos en el jardín del Parador. Salvo unos minutos, estuvimos solos y comparamos tan apacible y segura situación con la masificación de algunas terrazas en la Plaza Grande. Qué se le va a hacer. De vuelta a casa, preparativos para disponer un cine de verano en la terraza de casa, y beber y picar algo. Bebimos y picamos una película que tiene ya casi treinta años, Barton Fink (1991), de los hermanos Coen —con John Turturro y John Goodman como actores principales—, llena de guiños a la historia del cine, de giros y hallazgos, de detalles prolépticos, de incidencias no resueltas… Hay un momento memorable en el que Lipnick, el vociferante presidente de la productora Capital Pictures, dice repantingado en el jardín de su mansión que en esta vida no se puede ser sincero y honesto siempre y siempre decir la verdad: «—De lo contrario, no estaría ahora en esta piscina, a menos que la limpiara». En la película de los Coen se acentúa la abismal diferencia entre esa mansión del productor y el siniestro hotel en el que reside el protagonista —que tanto recuerda al Hotel Overlook de El resplandor de Kubrick—; un recurso irreparable esta mañana en la terraza de mi hermano y Eva con un desayuno de película antes de partir de vuelta. Una calle para mi hermano y para Eva. Ahora que el Gobierno reactiva la ley de memoria histórica, me gustaría recuperar una de mis apuntaciones de las semanas pasadas y que no ha podido encontrar hueco aquí hasta ahora. El 25 de septiembre de 2007 publiqué esta entrada con una fotografía antigua. Volvería a publicarla. No es solo lo que yo quiero a «Josemarilama», ni siquiera que merezca una calle, una plaza o una glorieta, sino que vi hace ya unas semanas el acto grabado y tan bien editado por los jóvenes Antifascistas de Zafra del que mi hermano me habló —y me envió foto— que se celebró en el anfiteatro al aire libre del Instituto «Suárez de Figueroa» —donde dio tantas clases Mª Carmen Rodríguez del Río— el miércoles 12 de agosto. «¿Qué pasó en Zafra el 7 de agosto de 1936? Según los testimonios de quienes lo vivieron» fue el título de una proyección comentada de documentos impagables, con todas las medidas de seguridad. «Mucho público, y joven», escribió mi hermano, que concluyó su crónica con «El pebetero de la memoria sigue ardiendo». Bueno, bien. Hacía tiempo que no recuperaba esta serie de las Glorias de mi pueblo.

sábado, octubre 10, 2020

El otro


Anoche fui al teatro, al Gran Teatro de Cáceres. Me costó la entrada 10 euros. Alucinante. Igual que un pollo asado al carbón con ración de patatas en la Mejostilla. Fila 11, butaca 2. Muy poca gente. Me dio lástima que no fuese por la pandemia; y que, probablemente, fuese más de lo mismo. Saludé al maestro y escritor Vicente Rodríguez Lázaro y a su esposa. Charlé antes de que empezase la función con Luis Molina, el productor teatral de La Almena Producciones. Vi a Inés, una antigua alumna, sola, filas más adelante. Levanté mi mano y me correspondió. Por el pasillo pasó el editor de La Moderna David Matías, que también fue alumno, y me dijo que sabía que iba a verme allí. Sabría de mi devoción por el actor José Vicente Moirón, a quien él, en cierto modo, editó cuando publicó la versión de Miguel Murillo del Edipo Rey de Sófocles dirigida por Denis Rafter para Teatro del Noctámbulo con la interpretación de un Moirón que consiguió nominación en los Premios Max. Fui a ver El otro, de Miguel de Unamuno, montado por El Desván Producciones y dirigido por Mauricio García Lozano. El texto está adaptado por Alberto Conejero. Alguna vez me he referido a la aversión de Unamuno por los «déspotas categóricos» del tiempo y el espacio en sus nivolas. Se nota también en su teatro, en el que prácticamente toda la carga se pone en el diálogo —como dijo Víctor Goti en Niebla—, que la «cosa es que los personajes hablen, que hablen mucho, aunque no digan nada». Quizá explique que si hay alguna acotación es referida a la actitud del personaje cuando habla. Y quizá sea la clave de un montaje teatral en el que todo se pone en la interpretación y en la dicción de los actores. Anoche, salvo una iluminación que ayudó a magnificar sombras y redoblar el gesto de quien expresaba un texto inquietante sobre el otro, sobre la otra identidad, todo el acento se puso en los actores, entre los que destaco —cómo no— a José Vicente Moirón, y también a sus mujeres Laura (Carolina Lapausa) y Damiana (Silvia Marty), que sostienen con más que solvencia la fuerza del actor principal, tan otro. Por eso, anoche, el espectáculo estuvo en la interpretación de unas actrices inconmensurables y de un actor espléndido. Nada más y nada menos. Qué buen montaje, casi en sesión privada.

jueves, octubre 08, 2020

Pocos pero doctos libros juntos


Comenzó la semana con libros. Bueno, no es ninguna novedad convivir con ellos permanentemente; pero hay ocasiones en que algo conspira para compilar a través de varias vías un lote de novedades de vario tipo en pocas horas. Por el pasillo de mi Facultad me llegaron los estudios dedicados a mi amigo Jesús Cañas Murillo El teatro en tiempo de los Austrias mayores (Madrid, Ediciones del Orto, 2020), que mis compañeros José Roso y Miguel Ángel Teijeiro han coordinado. Este último fue quien me dio un ejemplar antes de la celebración —este martes y este miércoles— del IV Congreso Internacional Bartolomé de Torres Naharro, que ha estado dedicado a «El teatro en el siglo XVI: autores y prácticas dramáticas», que esta vez no ha podido repetir la experiencia de desplazar a todos los participantes a Torre de Miguel Sesmero (Badajoz), en unas jornadas de convivencia académica muy saludables que, desde sus comienzos, singularizan estos encuentros. Del último celebrado allí y en Cáceres provienen los trabajos que se reúnen en ese volumen en homenaje a un compañero como Jesús Cañas, que ha vuelto emocionado a la que ha sido su casa desde 1979. Otra compañera querida, Isabel Román Román, también por la coincidencia en estos pasillos marcados con flechas blancas y azules que nos indican el camino correcto o la dirección obligatoria, me regaló dedicado su monumental libro Galdós periodista. Artículos completos en La Prensa de Buenos Aires (Cáceres, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Extremadura, 2020), una edición de novecientas nueve páginas de todo el periodismo literario de Galdós en Argentina entre 1884 y 1905, con textos inéditos de esta porción de la inmensa obra del escritor que con sus crónicas hizo también una especie de dietario y de autobiografía, y que hoy podemos leer gracias a la tenaz investigación de mi colega, que ha consultado directamente los archivos de hemerotecas y bibliotecas de Buenos Aires para ofrecernos un trabajo que nadie había hecho. Luego llegaron dos sobres. Uno traía La metáfora del mirlo (León, Editores descabezados menoslobos & Eolas, 2020), que ha trasladado a formato de bello libro las entradas escritas por mi querido Pedro Ojeda Escudero en su blog durante el confinamiento, aunque las ha sometido a revisión y hay, creo, textos nuevos. Desde el jueves 12 de marzo hasta el lunes 25 de mayo. Ay, quién lo diría, que hemos pasado todo este tiempo y estamos a 8 de octubre, que es la fecha en la que anunciaba Ediciones Cátedra la publicación de Jardín concluso (Obra poética 1999-2009), de Guillermo Carnero, en edición de Elide Pittarello (Col. Letras Hispánicas, 830). Ya la tengo, gracias al autor y a la editorial, y ya puede encontrarse, pues, en librerías la reunión de los cuatro libros de poemas (Verano inglés, Espejo de gran niebla, Fuente de Médicis y Cuatro noches romanas) escritos en esta última época de la poesía del autor de Dibujo de la muerte. La «Nota del autor» y el «Esbozo autobiográfico» que cierran una introducción de más de doscientas treinta páginas evidencian el egocentrismo confeso de Guillermo Carnero, a quien se puede leer, con profusión de notas y explicaciones, en las ciento cincuenta páginas restantes de su obra. Comenzó la semana con libros. 

jueves, octubre 01, 2020

Quino

© Quino

Fue un jueves, 6 de septiembre de 2007. Se entregaban en Cáceres los Premios Extremadura a la Creación, que se habían fallado en Badajoz en marzo. En la categoría de Premio a la «Mejor trayectoria artística de un autor iberoamericano» fue otorgado a «Quino», cuyos nombre y dos apellidos —Joaquín Salvador Lavado—, publicados a mediados de mayo en el Diario Oficial de Extremadura, pudieron llevar a alguna autoridad cultural de la consejería, que le saludaba poco antes del almuerzo, a no identificarlo como el creador de Mafalda. Cuando lo supo, se apresuró a encargar algunos ejemplares de las famosas tiras para solicitarle una dedicatoria. Y eso que el DOE sí mencionó su firma artística. Aquel fue el año del premio literario grande a Tomás Segovia, y el correspondiente a la mejor obra artística de autor extremeño al cantaor Miguel de Tena, y al mejor libro publicado por un escritor extremeño a Entre una sombra y otra, de Basilio Sánchez. También aquel año fue el del disgusto de José Miguel Santiago Castelo, Ángel Campos Pámpano o Luis Mateo Díez, entre otros, que lo expresamos por sentirnos poco apoyados por los nuevos responsables de Cultura de la Junta de Extremadura y por el mismísimo presidente Fernández Vara —que no acudió al almuerzo—, casi recién llegado al cargo, después del mandato de Juan Carlos Rodríguez Ibarra, que, creo recordar, no dejó de faltar a ninguna de las convocatorias de los jurados y de la entrega de aquellos Premios Extremadura a la Creación que en algunos casos se adelantaron a otros honorables galardones como el Premio Cervantes a Juan Marsé, a Juan Goytisolo o a Rafael Sánchez Ferlosio. En el del dibujante Quino, fueron siete años antes de que lo distinguiesen con el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades. Tuve la suerte de conversar con el padre de Mafalda durante la comida de recepción a los premiados aquel jueves de septiembre de 2007, y de ayudarle como lazarillo debido a sus problemas de visión. Con él y con su esposa, Alicia Colombo, fallecida hace casi tres años; con la que urdí un plan para hacerle llegar una botella de un aguardiente casero de la Sierra de Gata a uno de sus tres domicilios, en Argentina, en España o en Italia. He recibido tarde la noticia de la muerte de Quino, y de inmediato me he acordado de aquellos momentos en Cáceres, y de su felicidad y su agradecimiento por estar en una tierra como la nuestra, que le reconocía su talento extraordinario. «—¿Y tú qué opinas de Machado?» es la pregunta que me ha venido a la cabeza y que yo todavía sigo haciendo como broma. Simplemente, para describir una tira de Quino que yo vi hace muchos años en la que Mafalda vaciaba por el pasillo de su casa la pasta del tubo dentífrico hasta llegar al baño, en donde estaba su madre frente al espejo, y alzando el tubo como si fuese un micrófono, le preguntaba, eso sí, «a la argentina», lo de Machado. Otra. «¿Nosotros llevamos una vida decente, mamá?» Y su madre responde: «¡Por supuesto!». Y la niña, después de cavilar, vuelve a su madre a preguntar: «¿Y hacia dónde la llevamos?». Gracias por tanto a Quino. Descanse en paz.