«Benito, aplastado a la barra como un zombi, totalmente aplatanado, sufría la oscilación del borracho avergonzado que quiere mantener el tipo, pero al que delatan los párpados derrumbados y el olor a humedad prisionera en ropa. Comía chicle, con el periódico delante, para que pareciera que estaba allí por ilustrarse a aliento fresco y no por empapuzarse de priva. Haciendo esfuerzos innecesarios, por baldíos, para que no se le notara el pedo que llevaba. | Hablaba solo. Mascaba pastosas reflexiones sobre grandes hechos de la Historia Sagrada. Lo de Cristo, el día que llegó a Jerusalén. Todo el mundo le recibe con una alegría de quedarse tieso, con los ramos, cantándole Hossanna Hey, Hossanna Hou, que todos flipan con él. Hasta ahí todo bien. Pero a los cuatro días, sólo cuatro días después, cogen y lo detienen. No se queda ahí la cosa: lo condenan a muerte. No se queda ahí la cosa: ante una posible amnistía, la gente prefiere soltar al indeseable del Barrabás antes que a él. No se queda ahí la cosa: lo crucifican con toda saña. Benito se preguntaba cómo era posible. Qué turba de desleales era esa. O si no, a ver qué tenía que hacer un hombre para que la gente le cogiera toda esa tirria en un plazo tan corto.» (Santiago Lorenzo, Las ganas. Barcelona, Blackie Books, 2015, págs. 109-110). Después de haber leído su última novela, Los asquerosos (Barcelona, Blackie Books, 2018) —que llevaba en la faja: «Huye de todo. Lee esta novela»—, la emprendí, por recomendación de Carmen Galán, con Las ganas, que me está pareciendo igualmente fascinante. Qué bien se siente uno entre la prosa de Santiago Lorenzo, al que llaman «el máximo exponente de la risa melancólica». En fin, que al pasar por esas fechas me he acordado de estas páginas tan señaladas. O algo así.
jueves, abril 18, 2019
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