El pasado viernes en Trujillo también quise decir que cuando uno de estos dos poetas hizo su libro como un continuo sin parcelaciones, el otro lo estructuró. Ahora, Álvaro ha concebido un libro acumulativo, un libro que ha ido creciendo poema a poema, y Basilio ha vuelto a escribir un poemario estructurado, en tres partes, con una coda, muy pensado, con una voluntad constructiva que se aprecia también en la unidad textual que es el poema, con apariencia estrófica, distribución de tramos con los espacios en blanco. Y que se percibe muy bien en el cosido de todo, con sus tres secciones tituladas con versos del mismo libro: la primera con el primer verso («Hay un olor de agua y de resinas»), la segunda con el último de la primera («Mi mesa de madera es del tamaño de un nido»), y la tercera con el último de la segunda («El mar ha edificado una iglesia a la salida del sol»). Son poéticas distintas, lo sabemos; tienen una verbalización distinta y un modo de decir poético que los distingue; pero comparten una educación sentimental, unas vivencias que los acercan. Por ejemplo, la mirada que ambos tienen hacia la realidad natural, sobre todo natural, de la naturaleza concreta del campo extremeño; y ese humanismo cristiano, ese poso ético que viene de las mismas fuentes y que se ve en sus poemas. Más en Basilio quizá que en Álvaro, menos dado en poesía a la confesión, al menos, hasta una edad, la de un libro como Mecánica terrestre, de 2002, en el que Álvaro quiso mostrarse de otra manera y que preanunció la madurez de su voz actual. No en vano, desde aquellos poemas han pasado entre veinticuatro y dieciocho años. Ellos, luego, allí, el otro día en Trujillo, hablaron, mejor que yo sobre sus poemas, e hicieron fascinante la doble lectura. Yo añadí que antes de que apareciese el libro de Álvaro, el placentino escribió un texto explicativo sobre El cuarto del siroco en el que hablaba de la muerte, «haz y envés, un motivo que no ha dejado de asediarme desde que tengo conciencia y, más aún, desde que empecé a escribir poemas para intentar comprender y comprenderme, como vía de conocimiento». El cuarto del siroco confirma esta presencia en su poesía; y me llevó a pensar cómo en otro poeta como Basilio Sánchez, no está tan explícitamente formulada esta preocupación, que sí forma parte de su vida ordinaria, el contacto con la muerte, quise decir, la conciencia de nuestro acabamiento. En He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes, que lleva un túmulo en su título, no es tan pertinente esta reflexión, que se hace desde el convencimiento de que, como dice el poeta «no es el tiempo / lo que, al final, la muerte consigue arrebatarnos, / es el espacio, / la visión de lo abierto, la grandeza / sencilla de las cosas /con las que compartimos nuestra vida, /nuestra ausencia de límites». Contemplación y meditación acercan igualmente los dos libros, a los dos autores. ¿Cómo no ver «No humo» (pág. 87), de Álvaro, como mirada a la realidad, la vocación de fijarse en las cosas sencillas que también está en la poesía de Basilio? ¿Cómo no acordarse del poema «Aquí» (pág. 57) —«Estás sentado solo frente al valle»— cuando uno lee el poema sobre el otoño del libro de Basilio, que termina «Yo también estoy solo. / Pero de mi madera no se hará un santuario», rodeado de pájaros y silencio. El broche final de aquella noche del viernes en la preciosa plaza de Trujillo —sorprendentemente, con demasiados coches e incluso con un autobús campando por su centro— fue la llamada que Álvaro recibió mientras escuchábamos a Amancio Prada y a Juan Carlos Mestre para comunicarle que El cuarto del siroco, su libro, había ganado el Premio Juan Meléndez Valdés en su segunda edición. La guinda.
martes, abril 02, 2019
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