Me imagino lo injusto que sería si yo dijese que bastan diez minutos para convertirse en periodista tras que me acrediten para una rueda de prensa importante, con grandes medidas de seguridad, y con personalidades de primera magnitud (qué diablos significará ‘de primera magnitud’). Hoy, Lola Galán, en El País, firma un breve destacado con el titular “Diez minutos para convertirse en investigador” —y con la foto de Rosa Regàs (curioso)—, en el que narra, de un modo efectista, pero poco riguroso, su acceso a la sala de investigadores de la Nacional, “cuatro habitaciones comunicada entre sí, prácticamente vacías esta mañana de agosto.” Eso escribe. También que “El investigador puede alargar la mano y coger cualquiera de los volúmenes archivados en las estanterías que rodean la sala”. Afortunadamente, porque es la biblioteca de referencia, de libre acceso, así dispuesta por los expertos bibliotecarios; pero ni siquiera, en esa sala puede, como yo ahora, alargar la mano —yo doy varios pasos hasta mi salón— y tomar el tomo tercero de las Obras completas de Fígaro, en la edición de Yenes de 1843. Ojalá pasase lo que yo vi que pasaba en la Herzog August Bibliothek de Wolfenbüttel (Alemania), en la que los investigadores tenían a la mano, cerca de sus pupitres maravillosos ejemplares hasta el siglo XVIII. Desconozco cuántos habrán desaparecido.
Nadie se convierte en la Biblioteca Nacional en investigador en diez minutos. Es la casa la que facilita el acceso a sus servicios especiales a miembros de instituciones docentes, académicas, culturales y de centros de investigación, a escritores, artistas, editores, bibliotecarios, archiveros, conservadores de museos, profesionales del sector del libro y la edición de obras culturales, doctores, licenciados, universitarios de segundo y tercer ciclo, o cualquier persona que acredite estar realizando un trabajo de investigación, según indican sus normas de acceso.
Yo ‘entré’ en la Nacional con Juan Pablo Fusi, que estuvo cuatro años, y fue un buen director según algunos funcionarios conocidos, y que inició lo que sé que llaman los que saben “biblioteca de último recurso”, y no centro de estudio y de lectura —menos— de estudiantes del distrito. Conocí la etapa, más o menos de cerca, de Carlos Ortega —cuando Ángel Campos y otros se quedaron encerrados en un ascensor de la casa—, la de Jon Juaristi, poeta, a quien, en Recoletos no me atreví a acercarme temiendo la reacción de sus guardaespaldas; y la de Luis Alberto de Cuenca, poeta y bibliófilo, sensible. Luego fue Luis Racionero. Y, ahora, se termina la etapa de Rosa Regàs. ¿Por qué tanto revuelo? Supongo que porque no se puede decir a nadie que no ha hecho nada. No, creo que no, que no es ésa la razón. Llega un nuevo ministro. Dentro de unos días iré a Madrid a renovar el carnet de investigador. Seguro que noto algo. Igual me piden un certificado de penales.
6 comentarios:
Entré por primera vez hace dos años, durante una visita a Madrid más sosegada que el resto de las que he hecho. (Sin tanto bar, sin tanta cena, sin tanta charla, sin tanto teatro). Sólo pude ver la sala donde guardan los BOE, que siempre me han parecido aburridísimos y, cuando intenté pasar, me dijeron que sólo pueden acceder los investigadores. No sé cómo a la periodista le resultó tan fácil: a mí me dejaron en el rellano, bien plantada y con una decepción increíble.
Mire usted, es que, verá, yo quiero entrar porque me gustan los libros. No los voy a tocar, siquiera: yo con ver los lomos me conformo... ¿Qué se le dice a alguien que custodia? ¿Que ver un libro del XVI es -casi, casi- como ver una ballena?
Vi una exposición, eso sí. Con mapitas antiguos de los que a mí me gustan. Lo uno por lo otro.
Lo de Rosa Regàs... En fin: la palabra favorita de Molina es nepotismo. Yo creo que la tiene enmarcada en letras de oro encima de la cama y en el baño. No sé si Regàs ha hecho mucho por la Biblioteca o no. Y, la verdad, no me importa lo más mínimo (a mí lo que me importaría sería poder entrar y que los libros estén en las más perfectas condiciones, restauraditos y eso). Así que no puedo juzgar. Pero, tratándose de Molina, pues no me extraña: con un poco de suerte va a estar ocho meses: hay que procurar que todos los amigos chupen de la teta de papá Estado, poco más de medio año, al menos, que cobrar una pasta a fin de mes sienta muy bien, porque ya se sabe que somos de izquierdas y nosotros los obreros tralalá. Y a eso es a lo que se dedica, lo ha hecho desde que tiene cargos públicos. Por eso echó a Campos por la puerta de atrás y puso a Marset, que entró por la puerta de atrás también (Marset fue profesor mío en la Universidad: un iluminao que nos ponía películas de Cocteau en francés subtituladas en inglés a las ocho de la mañana y que vestía como Lucky Luciano). Y todavía me pregunto, por muchas Sybillas negro sobre rojo que existan, qué hace Marset al frente del Instituto Nacional de las Artes Escénicas... También escribe poesía. O lo que sea que sea eso que escribe.
Pero en fin: estoy desvariando ya.
No soy investigadora. Y eso que investigar me parece divertidísimo. La pregunta es: supongo que para ser investigador hay, como mínimo, que estar estudiando un doctorado. O que te avale alguien.
La otra pregunta, la más importante es: ¿Me llevas?
Lo que no se entiende (o sí se entiende) de la Biblioteca Nacional es que el increíble gasto que se ha realizado en remozar el edificio en los últimos veinticinco años no ha ido acompañado de la realización de un catálogo completo de los fondos de la biblioteca. Hay secciones que funcionan muy bien: la de investigadores, la de reprografía, la de prensa histórica, incluso la de mapas y estampas. Otras, como la Hemeroteca, son un desastre. Yo tengo el carnet de investigador. No vivo en Madrid. Las tres o cuatro veces al año que paso por la capital suelo ir a la Biblioteca y, en los últimos años, los controles de seguridad que tienen instalados a la entrada me parecen de lo más humillantes y desagradables. No se trata de entrar en los sótanos del Banco de España, en un aeropuerto o una central nuclear. En otras instituciones, como el AHN, los controles son más discretos y amables. Gran parte de los robos importantes que han tenido lugar en bibliotecas españolas en las últimas décadas (véase Ateneo de Madrid), sucedieron sin intervención de los usuarios.
Suscribo lo que dice Hardyl. Si no recuerdo mal, antes existía un pase de visitante, sin derecho a préstamo, y, en alguna ocasión, me hicieron un pase provisional de unos días mientras la tramitación del carnet (ya se puede hacer en el acto). Pero he consultado las normas de acceso, vigentes desde 2004, y no veo nada de pases de visita ni pases diarios. Por eso, me extraño contigo, Unaexcusa, de las facilidades de la periodista. El sesgo de la noticia lo confirma EL PAÍS hoy dedicándole a la Nacional, perdón, a Rosa Regàs, uno de sus editoriales. Y si, como en los casinos antiguos, el tener el carnet de la Nacional en la nueva etapa de César Antonio Molina posibilita al socio pasar con acompañante, estaré encantado, Unaexcusa.
Yo no tengo carnet de investigador. Y nunca lo tendré. Pero esos libros son míos. Y nunca podré hojearlos.
Me creo con tanto derecho como cualquier investigador para tener en mis manos durante unos minutos no ya un incunable, sino un códice. No sólo sentir la profundidad de las líneas de grabado de Aldo Manuzio, sino lamentar las pérdidas del pan de oro de un Beato.
Yo sé como huelen. Yo sé como suenan. Yo sé cuanto pesan. Pero nunca éntraré en esas salas. La Nacional y yo somos enemigos.
Esos libros, sí, son de todos, pero...
Profesor Lama, por qué no un viajecito a la Nacional con 5º de Hispánicas y por la tarde teatro?
Como propuesta no está mal, eh?
(pueden incluirse más grupos)
Te tomo la palabra.
Publicar un comentario