domingo, agosto 25, 2024

Malos libros

Más de ocho meses después de visitar la exposición Malos libros. La censura en la España moderna, su catálogo me sirve, como un álbum de fotos, para revivir aquella mirada y amplificarla. Recupero la buena experiencia de aquella mañana de diciembre en la Sala Hipóstila de la Nacional en la que, en un principio, no evité coincidir con una decena de estudiantes que escuchaban a un profesor explicar la muestra. No lo evité porque, al llegar a la altura del grupo, oí pronunciar el nombre de Fernão Brandão, al que aludía el profesor delante de un panel rotulado con «La nómina de Barcarrota», y la simulación de un hueco en la pared en el que se proyectaba la imagen holográfica de la nómina-amuleto que se encontró entre los libros —los diez impresos y el manuscrito— del siglo XVI ocultos en una casa particular de Barcarrota. El nombre del hidalgo portugués de Évora, denunciado a la Inquisición, que figura en la citada nómina, es la pista más plausible en la actualidad sobre la identidad del poseedor de aquel reducido e íntimo tesoro; y esto es lo que se hace constar en la exposición y en el capítulo redactado por Pedro Martín Baños en el catálogo: «La Biblioteca oculta de Barcarrota» (págs. 91-97). Es, en mi opinión, una de las mejores síntesis sobre las circunstancias y la tipología de aquel hallazgo; pero no es el único capítulo del volumen en el que se alude a ese conjunto tan concordante con el objeto principal de una muestra sobre la censura. También en los capítulos firmados por Folke Gernert, «Los libros de magia y adivinación» (págs. 203-216); por Marcela Londoño, «Superstición y piedad popular» (págs. 217-225); por Donatella Gagliardi, «Ente el silencio y la censura: los libros licenciosos» (págs. 227-228); y, de nuevo, por Pedro Martín Baños, «Las carajerías» (págs. 229-234). En ellos se alude a otras piezas, desde los libros de quiromancia o la Oración de la emparedada, hasta el interesante manuscrito del obsceno diálogo La cazzaria, de Antonio Vignali. Fue la Biblioteca de Barcarrota, de alguna manera, el vínculo afectivo, de mi visita a la exposición, y me alegra ahora incorporar el catálogo como una de las referencias principales en el estado de los estudios sobre ese conjunto de libros malos y nocivos que quedaron ocultos, a resguardo de la acción censoria y prohibitoria. De la delimitación de los significados de estos términos se ocupa la directora de la exposición —comisariada por Mathilde Albisson y José Luis Gonzalo Sánchez-Melero— y coordinadora y editora del catálogo, la catedrática de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad Autónoma de Barcelona, María José Vega —otro vínculo afectivo—, que redacta, además de la «Presentación», dos partes fundamentales del volumen, el primer capítulo, «Censurar y prohibir» (págs. 25-38) y, en el segundo («En la oficina del censor. Los índices de libros prohibidos y expurgados en la Europa Moderna»), el segundo epígrafe sobre «Los índices de libros prohibidos» (págs. 67-87) y la mitad del quinto apartado, dedicado a «Expurgación y cultura hispánica en los siglos XVI y XVII» (págs. 98-116). Su presencia en la sección de «Bibliografía sucinta», en tanto que responsable principal del proyecto nacional de investigación Censura, expurgación y lectura en la primera era de la imprenta. Los índices prohibidos y su impacto en el patrimonio textual, es notoria, con más de una veintena de contribuciones desde 2008 a 2022. A ellas se suman, en buen número, las de los dos comisarios, y otros colaboradores, aparte de los citados, como Jorge Ledo, autor de varias páginas sobre el control de las imprentas, o como aquellos que escriben en el capítulo III dedicado a «Libros castigados. El impacto de la censura en la cultura hispánica»: Pablo García Acosta («La vigilancia de la escritura claustral»), Cesc Esteve («El libro de historia»), Laura Beck Varela («El libro de derecho») y Jimena Gamba, que se ocupa de los libros de entretenimiento y el teatro en los índices, en el penúltimo apartado del catálogo, que cierra José Luis Gonzalo ——fue Premio Bartolomé José Gallardo con Regia bibliotheca: el libro en la corte española de Carlos V, Editora Regional de Extremadura, 2005— con el capítulo final que recoge «Hacia la libertad de imprenta», como colofón de los últimos años del siglo XVIII y primeros del XIX —de 1790 fue el Índice último de los libros prohibidos..., de Agustín Rubín de Ceballos, y de 1810 la ley de libertad de imprenta. A este cierre, en términos historiográficos, hay que sumar el empeño de otros proyectos de investigación de ámbito nacional como el de Censura gubernamental en la España del siglo XVIII (1769-1808), dirigido por la profesora de la Universidad de Oviedo Elena de Lorenzo Álvarez, que ha culminado con algunas muestras impresas destacadas, como el número doble del volumen 101 del Bulletin of Spanish Studies (2024) o el libro coordinado por Lorenzo Álvarez y Rodrigo Olay Valdés, La censura en la España del siglo XVIII. Nuevas aproximaciones (Ediciones Trea, 2024). Exposición y catálogo permiten una inmersión de mucho provecho en los procesos de censura y control de lectura en un período crucial de nuestra Edad Moderna.


domingo, agosto 18, 2024

XXV FLVS

Sana costumbre la de visitar esta ciudad de Santander en agosto y pasar por su Feria del Libro Viejo (FLVS), que celebra este año su vigésima quinta edición. Gracias a Pedro Álvarez de Miranda he conocido a quien fue fundador de la feria, el librero Alastair Carmichael, que el jueves saludaba a alguno de los dieciséis expositores que han participado este año hasta hoy domingo 18, provenientes de Segovia, Ponferrada, Navarra, Barcelona, Bilbao, Valencia, Cantabria, o Madrid, de donde son Ortiz Marcos Libros Antiguos y Velintonia Libros, que han acudido por primera vez. El viernes volví a saludar a Javier y a Alicia, de Velintonia, en la madrileña Cuesta de Moyano, con quienes compartí comentarios sobre Gonzalo Hidalgo Bayal, a quien admiran, o sobre el Premio Dulce Chacón y la lastimosa polémica que ellos han seguido y lamentado. Esta edición ha girado en torno a «Cuentos y cuentistas» y ha habido talleres de microrrelato, lecturas con música del cuento Pedro y el lobo, charlas sobre el género; y el viernes culminaron las actividades con un diálogo con los escritores Gonzalo Calcedo Juanes y Fernando Menéndez Llamazares. Mucho libro de saldo para todos los públicos, aunque me detenga en los numerosos estudios literarios descatalogados que he ojeado, alguno con especial interés personal como el volumen de la serie «Acta Universitatis Upsaliensis» con el estudio de Ángel Crespo sobre Aspectos estructurales de El moro expósito del Duque de Rivas (1973), u otras piezas como la primera edición (1960) de Encerrados con un solo juguete, de Juan Marsé —si levantase la cabeza, me recriminaría por la adquisición—, un ejemplar inmaculado de la Floresta de varios romances (1652) de Damián López de Tortajada que editó Rodríguez-Moñino en Castalia en 1970, o una bella edición barcelonesa de El sí de las niñas de 1957 con un prólogo («Don Leandro en Barcelona») del extremeño de Villanueva de la Serena Joaquín Montaner. Al morral. Alfonso V de Aragón dijo que no hay mejor cosa que tener amigos ancianos para conversar y libros viejos para leer. En mis días en Santander no me han faltado ni los unos ni los otros; eso sí, la ancianidad de mis amigos solo puede ser imputable a su sabiduría y a su liberalidad, y no a sus años. 

sábado, agosto 10, 2024

Colecciones Reales

En una esquina de Cea Bermúdez, poco antes de las ocho del primer viernes de agosto, una mujer me daba sin querer una previsión del día al pasar a mi lado junto a su acompañante: «—¿Solo 33 grados?». Más calor me hizo de camino a la Galería de las Colecciones Reales, cuya visita tenía pendiente desde su inauguración hace ahora un año. Cruzar sin sombrero ni sombrilla la Plaza de Oriente por la calle Bailén y la de la Armería con una larga cola para ver el Palacio aumentó la sensación de llegar a un oasis en el que te reciben con una amabilidad exquisita, hasta en el gesto del guarda de seguridad que me propuso taparme el reloj de pulsera con la mano para cruzar el arco. Dentro, la fascinación por un estuche impresionante a los pies del Palacio Real, un conjunto arquitectónico concebido por Emilio Tuñón y Luis Moreno Mansilla en 2002 y culminado en 2015, y que tantos rasgos de parentesco sugiere a alguien de Cáceres, vecino del Museo Helga de Alvear, obra del mismo estudio. Las tres plantas descendentes ofrecen un espacio expositivo de más de cien metros en cada una de ellas, cuyo recorrido cronológico aprovecha la secuencia de los niveles -1, -2 y -3, para dividir con las dos primeras las dos dinastías: A (Austrias) y B (Borbones), dejando el último nivel para las exposiciones temporales y el Cubo como espacio audiovisual. La concordancia en Cáceres de un concepto museístico moderno en una colección contemporánea es en Madrid una divergencia que realza la importancia artística e histórica de tapices, muebles, esculturas, armas y armaduras, porcelanas, cuadros, bordados..., de un variadísimo patrimonio. La integración de los restos del Madrid medieval y la muralla árabe del siglo IX, que se muestran y se explican en la planta -1 es otro ejemplo de exquisitez de la Galería. Pocos libros —los justos—, como un códice iluminado del XV o la Historia Universal manuscrita de Bernardino de Sahagún, o un ejemplar del Quijote de 1605 que la infanta Luisa de Orleans regaló al rey Alfonso XIII. Lo compensé llevándome de la tienda los tres tomos, de más de quinientas páginas cada uno y a buen precio —menos que el planeta de 2023— del catálogo de María Luisa López-Vidriero Abelló Constitución de un universo: Isabel de Farnesio y los libros (Madrid, Patrimonio Nacional, 2016). No desprecio, como es natural, lo mucho visto; pero me entretuve en buscar —sin éxito— algún vestigio del reinado de meses de Luis I, del que se están cumpliendo ahora los trescientos años, y me detuve en la curiosidad del retrato de espaldas de Carlos IV, un óleo del pintor de cámara Jean Bauzil, al que la reina María Luisa de Parma tildó de «loco» en una carta a Godoy —leo en la Guía de la Galería (pág. 160). Despide al visitante de la sala B un ejemplar de la Constitución de 1978, abierto por los artículos 43 a 47, para que se lea el 46: «Los poderes públicos garantizarán la conservación y promoverán el enriquecimiento del patrimonio histórico, cultural y artístico de los pueblos de España y de los bienes que lo integran, cualquiera que sea su régimen jurídico y su titularidad. La ley penal sancionará los atentados contra este patrimonio». No sé si alguien habrá lamentado que en la solución expositiva no se haya podido evitar el artículo siguiente, el 47: «Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos». He vuelto a acordarme —más en este contexto— de La de Bringas de Galdós, con ese don Francisco como oficial primero de la Intendencia del Real Patrimonio, habitante de aquella feliz vivienda a los pies de Palacio, «cumplimiento de todos sus gustos y deseos» (capítulo V).


miércoles, agosto 07, 2024

Lectura de verano

Es posible que las dos principales experiencias que me sitúan en el tiempo de las vacaciones de verano sean el viaje y la lectura, antes que pisar la arena de la playa o ponerme a la sombra de una higuera junto a una alberca. Son principales y extraordinarias en sí mismas, y, afortunadamente, habituales en cualquier momento del año; pero en estos días adquieren por contexto una dimensión distinta. El viaje casi siempre es en coche y no se limita al traslado de un punto de partida a otro de llegada para el disfrute del descanso, sino que se repite en distancias cortas para ir a sitios conocidos o ya vistos. La lectura solo es distinta por el cambio de lugar, ni siquiera por el tiempo que ocupa; y no comparto esa categoría de «lecturas de verano» que proscribe la reflexión e induce a una refrescante nadería. Eso sí, ocurre en este tiempo que se realimentan las experiencias gratas, de modo que el viaje propicia la adquisición de nuevas lecturas halladas en alguno de los lugares que uno visita; y estas provocan coincidencias con esos puntos sugeridos en algunas de sus páginas. En tierras navarras terminé de leer Castillos de fuego (Seix Barral, 2023), de Ignacio Martínez de Pisón, excelente reconstrucción realista de un tiempo a partir de una trama interesante ajustada a las fechas concretas que determinan los cinco libros en los que está estructurada, desde noviembre de 1939 a septiembre de 1945. Extensa hasta casi las setecientas páginas. Pero ya tenía conmigo la otra lectura que me ha ocupado en este tramo de vacaciones. La compré en Logroño, en Castroviejo, una librería en la que uno lamenta no quedarse, por ir de paso, como nosotros el último viernes de julio: Moisés Mori, Doble Autorretrato Mundo. Oviedo, KRK Ediciones, 2024. Gracias a Miguel Casado, que había reunido sus lecturas de Archivos en la misma colección, leí El nombre es lento (Burgos, Editorial Dossoles, 2004), y luego he seguido lo mucho escrito y publicado por este profesor y escritor asturiano (Cangas de Onís, 1950), al que debemos brillantes y nada convencionales lecturas de autores como César Aira, Stendhal, Ismael Kadaré, entre otros nombres, como el de la escritora francesa Annie Ernaux. No son ensayos al uso, como este sugerente Doble Autorretrato Mundo, cuyo título incorpora referencias a dos de las obras de los autores tratados, Autorretrato, de Édouard Levé, y Amor mundo, un libro de cuentos de José María Arguedas. Dos referencias como representación de un doble foco que toma como excusa de su indagación: el escritor francés (Neuilly sur Seine, 1965- París, 2007) y el escritor y antropólogo peruano (Andahuaylas, 1911- Lima, 1969), ambos suicidas después de la escritura de unas páginas reveladoras publicadas póstumamente: Suicidio (2008) y El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971). Esto, en el plano más literal de un ensayo de aproximación a dos literaturas distantes y ahora conectadas por la mirada del lector-personaje-narrador que interviene en el texto, amén de la coincidencia de que se trate de dos autores que acabaron suicidándose. Esa participación —o intromisión—  del yo lector y narrador en forma de poemas, excursos, recuerdos de infancia y juventud, apuntaciones domésticas y de otras lecturas —principalmente, pero no exclusivamente en las paradas en cursiva que se interpolan en los capítulos o tramos textuales sin numeración ni títulos —casi— de un todo dividido en dos grandes partes (cómo no) que sí están rotuladas: «No fuiste a Perú» y «Tormenta en Angoisse»— constituye el plano figurado del libro o novela, y su originalidad, su valor fundamental. De este modo, Mori propone la narración de un autor, de un lector que cuenta su experiencia lectora, que viaja por la escritura múltiple, aquí, de dos autores, Édouard Levé y José María Arguedas (págs. 130-131), que vienen a representar la lucha del yo con su autorretrato, y funcionan «como un desvío —más o menos intencionado— de la atención, como ese gesto que hacen los magos para distraernos y que no nos fijemos en el truco.» (pág. 277). La mixtura del conjunto, la desaparición del autor —explícita en los finales de los dos escritores glosados—, la exploración sobre lo propio, ese asomarse a vidas y obras ajenas para interrogarse sobre la propia, o los trasvases entre lo leído de Levé y lo leído de Arguedas, representa una especie de anomalía —todos los términos, títulos, palabras o alusiones están interconectados—  que configura un mundo —libro mundo, dominó mundo (pág. 650)— que es todas las obras —en un remedo del mestizaje de Todas las sangres de Arguedas. Es un doble o triple o múltiple retrato de gozosa lectura que me ha parecido fascinante y profundo. Útil para ahondar en unas obras transitadas  —las de Arguedas, de Agua a El zorro de arriba y el zorro de abajo— e incitante para buscar las no conocidas —las de Levé—; al contrario  que el personaje de la hija del narrador, Clara, ya aludida en las primeras páginas del libro (pág. 21), que lee Autorretrato del francés y no ha leído nada del peruano. Quizá algún día lleguen los aires nuevos y frescos que propone Doble Autorretrato Mundo a los géneros académicos convencionales —desde el artículo científico a la tesis doctoral—, y que valga como superior excelencia un artefacto tan lúcido como este. Lástima que cueste todavía, sin embargo, naturalizar un ensayo especulativo que incorpora un retrato íntimo tan profundo y tan sugerente, una combinación de biografemas y apostillas críticas como la perpetrada por Moisés Mori. Tan difícil de explicar en esta breve nota de un viajero deslumbrado ante un espacio textual que no acierta realmente —«Lo reconozco, no queda claro» (pág. 745), escribe el autor— a ponderar y a recomendar.

domingo, julio 28, 2024

Escribir la tierra

La composición y el título principal de este libro de Javier Morales (Plasencia, 1968) son la mejor declaración de sus intenciones, que, de otro modo, están expresadas en el breve prólogo que llevan los relatos reunidos en él. «Por una escritura de la tierra» es esa presentación en la que se nos informa de la procedencia de los textos y, sobre todo, se hace un alegato por «una nueva escritura de la tierra, una nueva literatura que tenga en cuenta los bosques, las montañas y los ríos, que no se escriba en los surcos del dolor de los otros animales, sino desde la fraternidad y el reconocimiento de todos los seres vivos que habitan el planeta Tierra» (pág. 14) Pero, en realidad, el más contundente argumento en defensa de una escritura de la tierra es la decisión de retomar unos textos antiguos —«La despedida» fue el último cuento del volumen de mismo título que publicó la Editora Regional de Extremadura en la colección Vincapervinca en 2008—, ya publicados en otros lugares —en los libros Ocho cuentos y medio, de 2014, y en La moneda de Carver, de 2020—, y agruparlos ahora con el título de Escribir la tierra. El matadero y otros cuentos de la montaña (Madrid, Tres hermanas, Col. Tierras de la Nieve Roja, 2024) que es una especie de reescritura o de relectura de unos textos con unos principios compartidos, una esencia común. A ellos —«La despedida», «Profecías», «Cementerio alemán» y «El tiempo del tabaco»— se suma en esta edición «El matadero», único relato inédito, escrito, según indica el autor, en 2020, y el más largo de todo el volumen —págs. 21 a 55. No solo por ser para mí de primera lectura me ha interesado este relato, sino porque compendia en su narración rememorativa —en una primera persona habitual en los textos de Morales, que acerca los referentes del autor a los del personaje narrador — una sugerencia literaria y una sugerencia de vindicación ecológica que son cada vez más patentes en los escritos del placentino. La primera, implícita en la dedicación periodística del personaje, está en las alusiones a Borges y «Las ruinas circulares», en los libros de Emily Dickinson, Thoreau, que aparecen mencionados, en la poesía de e. e. cummings, en la analogía de un lugar como el Matadero con la Casa Usher del texto de Poe… La segunda es obvia en el conflicto entre el progreso y la conservación de un espacio natural que forma parte del argumento esencial del cuento; pero es sumamente significativa en el homenaje de nombrar a la protagonista femenina de la maestra como a la activista hondureña del medio ambiente y los derechos humanos asesinada en 2016: Berta Cáceres. «En nuestras cosmovisiones somos seres surgidos de la tierra, el agua y el maíz, de los ríos somos custodios ancestrales el pueblo lenca. Resguardados por los espíritus de las niñas que nos enseñan que dar la vida de múltiples formas por la defensa de los ríos es dar la vida por el bien de la humanidad», son palabras de la líder lenca no ficticia que elige Javier Morales como uno de los exergos que abren la sección de El matadero. Los otros son de Olga Tokarczuk y de Kafka, en otra manera de vincular las dos presencias, la de la naturaleza y la de la literatura —también en el homenaje a Miguel Torga del subtítulo. Ambas acompañan esta sugerente narración de restauración de un pasado personal con la escritura como nutriente. Del mismo modo que la tierra recibe sus fermentos más propicios, Javier Morales abona su libro con una mirada a un mundo rural emotiva y sensible, recolectada entre sus escritos anteriores como una suerte de reafirmación de sus convicciones naturalistas. Ahora, en la editorial Tres hermanas que lo acoge, y que debe extremar el cuidado formal para evitar erratas, menores pero molestas —págs. 27, 37, 38, 104— y más ostensibles como el error en la numeración de los capítulos posteriores al noveno. Confiemos en que sea un libro tan buscado y leído para ser reeditado con los oportunos retoques. 

martes, julio 23, 2024

La mala costumbre

Me recomendó esta novela Julia, que la había leído por un préstamo digital al que llegó por un sendero de afectos que me apetece recordar, según su relato. Resulta que algún seguidor de su magnífico podcast Superíndice —lo mantiene desde hace unos años con su amigo David Pedé—, le comentó que habían leído en un club de una biblioteca manchega La mala costumbre (Seix Barral, 2023). Ante el interés de Julia por esa obra de Alana S. Portero, le pidieron sus datos y le hicieron el carné de la Red de Bibliotecas de Castilla-La Mancha para beneficiarse de inmediato del préstamo en formato digital. Ella intentaba mostrarme con qué facilidad —y gentileza— había podido llegar a una novedad tan reciente, aunque suponía que yo me haría con un ejemplar en papel. En efecto, compré el libro a finales de marzo de este año, una mañana en la que también me llevé La llamada. Un retrato (Anagrama, 2024), de Leila Guerriero —que estoy leyendo mientras el gobierno de Milei suprime las políticas de memoria, verdad y justicia—, y regalé Historia de la mujer caníbal (Traducción de Martha Asunción Alonso, Impedimenta, 2024), de Maryse Condé. Hasta mediado junio no confirmé que la de Julia era una buena recomendación, y que, por desgracia, hay buenos textos que no logran sobreponerse a la perturbación mediática generada por aspectos no literarios. Se me dirá que es inevitable; pero, al menos, yo me lo pongo de relieve. Y añado que si la perturbación es como la que ha habido y hay en torno a Alana S. Portero, bien está. Sin dudar, me alegro del éxito de La mala costumbre, que, en enero de 2024, llevaba nueve reimpresiones, desde mayo, e imagino que habrá aumentado bastante en este medio año; y me alegro de que esta novela le haya cambiado la vida, como ha declarado la autora en muchas entrevistas, y de que su publicación sensibilice sobre una realidad incómoda para muchos, que remueva y reivindique; pero me gustaría que se hablase más de literatura cuando se hable de ella. Su literatura tiene suficiente sustancia para aupar esta obra hasta su consideración de fenómeno editorial. La construcción del relato y de sus personajes, la manera en que está escrita una novela o cuáles son los recursos para crear comicidad o turbación no son, lamentablemente, materia de las conversaciones literarias que nos muestran los medios. En el caso de Alana S. Portero mucho menos, quizá, por el impacto de su vida y la relación con la historia que ha escrito. Cuando Julia me recomendó la novela, yo contaba con pocos referentes sobre el éxito editorial que ya era y sobre su autora. Después de leer La mala costumbre podía decir que me había construido una imagen de Alana S. Portero solo a partir de la lectura de su obra, y la imagen no pudo ser más simpática. Y ocurre que se imponen, junto a los criterios estrictamente literarios, los de afinidad personal; esos que a veces uno siente cuando lee un libro bueno que, además, está bien editado y que da gusto tener en las manos. Entonces, a la tipología de unos personajes que deambulan por una historia radicada en un barrio obrero como el madrileño de San Blas, se sobrepone el cómo se presentan, desde el puro suelo de la calle contra el que se estampa un yonqui —«Efrén era guapísimo» (pág. 13)— o bajo la sábana blanca de una funeraria que es como un lienzo en el que se dibuja la estructura inevitable de la novela. A lo mejor puedo decirlo de manera más precisa si confieso la sensación tan grata de encontrar en la página 226 un juicio sobre un momento tan celebrativo como el desayuno, y un equivalente para la protagonista en las horas del primer café de los domingos: «cuando aún se ve la vida desde detrás de las ventanas y se piensa despacio pero hondo, como si aún se conservase la cualidad deslizante del sueño». Y entonces, junto a la gracia de una disposición en capítulos breves como teselas de un mosaico, con la excepción —también tipográfica— de un corte esencial, o las referencias literarias y mitológicas en precisas dosis, uno quiere ver la virtud hasta en un azaroso salto de página que retarda la aparición de una palabra importante: «Ese «señor» pronunciado desde la miseria del chupatintas que no tiene donde caerse muerto pero que lleva una identificación oficial me provocó una» (pág. 79). Y se lee en la página siguiente: «arcada». Tengo que agradecerle a Julia la recomendación y decirle que aquí tiene copia en papel de La mala costumbre por si la quiere releer, que es una experiencia siempre gustosa, como el que se regodea en la tenencia de un tesoro sin ser codicioso.

miércoles, julio 17, 2024

Carta del Bufón

En abril de este año me suscribí al plan anual de Ediciones del Bufón, la editorial de las artes escénicas de la periferia, y su interesantísima y esmerada colección de textos teatrales; y hace una semana recibí un nuevo título, el más reciente de su catálogo: El patio número 3, del sevillano de Estepa Víctor Muñoz. Ya habrá ocasión de decir algo sobre este texto pautado en dieciocho escenas —más la inicial que sirve de pórtico— que son dieciocho días de una condena infame y que está lleno de intención poética y patética. Por el momento, diré que me llegó con una carta sin fecha de Ediciones del Bufón que reproduzco: «Querido amigo: Te hacemos llegar el segundo libro de nuestro catálogo anual: El patio número 3, de Víctor Muñoz, que, además, inaugura nuestra colección Nuevos Bufones. Probablemente, sea una de las historias más conmovedoras que vayas a leer este verano, pero no queremos adelantarte nada. | Junto con el libro, estás recibiendo una suerte de heraldo, la orgullosa insignia que te condecora como miembro de este linaje de bufones. Sentimos decirte que con ella no te harán descuento en el dentista ni podemos garantizar que Hacienda te devuelva en la próxima declaración de la renta, pero imprime carácter. Ser un bufón siempre imprime carácter. | Como sabes, Ediciones del Bufón es una editorial pequeña, independiente y de pueblo, así que el apoyo que recibimos de lectores como tú es fundamental. De momento, hemos superado el centenar de suscriptores y estamos muy felices por ello, pero necesitamos alcanzar los doscientos antes de que acabe el año. Así que, para que esta familia siga creciendo, nos ayudaría mucho que nos recomendases entre tus allegados. | De nuevo, muchísimas gracias y esperamos volverte a escribir en breve. | Un abrazo de los que aprietan, | Mercedes Martínez | Responsable de Ediciones del Bufón».

martes, julio 09, 2024

Agamenón vengado

Ayer en Mérida asistí a un estreno especial. Vi la primera representación de la tragedia neoclásica Agamenón vengado desde que la escribiera el zafreño Vicente García de la Huerta, en la década de los setenta del siglo XVIII. No se representó en ningún teatro público y quizá, según su autor, pudo hacerse una lectura declamada en alguna casa particular. Ahora, se ha atrevido con este texto la actriz y directora Raquel Bazo y la Escuela de Teatro TAPTC? teatro, la compañía responsable, con Javier Llanos, de «Agusto en Mérida», el sugerente proyecto de talleres-montajes de alumnos de teatro en diferentes espacios alternativos de la ciudad y en el marco del LXX Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida. Para mí fue todo un acontecimiento ser testigo de esta rara recuperación de un texto en verso del siglo XVIII, basado en la Electra de Sófocles, pero a través de una fuente más cercana y en prosa como La venganza de Agamenón (1528), de Fernán Pérez de Oliva, que Huerta leyó en el tomo sexto de 1772 del Parnaso Español de López de Sedano. Ese hilo lo ha continuado ahora Raquel Bazo con una versión respetuosa, en términos generales, con lo que escribió García de la Huerta, pero con alguna licencia como la inclusión de un personaje que no está en el original ni en otros testimonios: Coéfora, «amiga y confidente de Electra», que quizá provenga más de Esquilo que de Sófocles, y que —a falta de la lectura de la versión de Bazo, que ojalá me pueda hacer con ella— interpreto como una suerte de coro en homenaje al espíritu más clásico ausente en el texto dieciochesco. Un texto de una «singular originalidad», en palabras que el hispanista americano Russell P. Sebold pronunció en Zafra en noviembre de 1987 en la clausura de un simposio sobre Huerta, recogidas en su trabajo «Connaturalización y creación en el Agamenón vengado de García de la Huerta», que se publicó en la Revista de Estudios Extremeños (t. XLIV, 2) al año siguiente. En cuanto a la fidelidad a la tragedia huertiana de esta versión —que acorta los versos hasta dejar la duración en poco menos de una hora—, me ha llamado la atención que incluso mantenga un gazapo de García de la Huerta.  Cuando hace decir al consejero Cilenio al planear la simulación de la muerte de Orestes en la jornada primera: «cubrid de paños lúgubres funestos / una urna sepulcral proporcionada, / que cargada en los hombros, entrar dentro / podréis, diciendo, que lleváis en ella / del muerto Orestes las cenizas». Y, más adelante, la jornada tercera comienza con el «presente» que traen a Clitemnestra: «El cuerpo embalsamado / de Orestes, de su hijo, / guardado por nosotros con prolijo / esmero en esta caja». El error es de García de la Huerta, pues Pérez de Oliva dispone al principio de su obra «una caja capaz de un cuerpo humano» en la que dirán que irá el de Orestes. Raquel Bazo mantiene el texto de Huerta pero saca a escena una urna o vasija de barro sobre unas andas que no será difícil de sustituir —junto a un retoque de los versos— para enmendar el fallo del dramaturgo. Plausible, en cualquier caso, el trabajo de la adaptadora con una obra que no permite florituras y en la que resuelve airosamente movimientos como la representación de las muertes de Clitemnestra (herida dentro y muerta en escena) y Egisto (herido en escena y muerto dentro), por la ausencia casi total de recursos escenográficos de este montaje. No se pudo sacar más con menos. Como igualmente cabe decir de la interpretación, levantada en algunos casos en poco tiempo para afrontar cambios de última hora, desigual en el elenco —de la solvencia de Clitemnestra a los tropiezos de Fedra—, pundonorosa en el ímpetu, aficionada en la ejecución, y con gestos como el de ese Orestes barbilampiño que, sin reparo y despojado de su traza de héroe trágico y de la liberación de su doble venganza, se mezcló entre el público para decir: «—¡Qué mal lo he pasado!» Placentera e instructiva forma de ver teatro a los pies de un coloso como el Festival de Mérida, que acierta en cuidar estos atractivos añadidos en espacios distintos —muy céntrico el de anoche en la Terraza Augusto del Parador— y en formatos tan esenciales y a la vez tan trascendentes. Un estreno muy especial con tres funciones más hasta el jueves 11.


jueves, julio 04, 2024

Casa de los Ribera (II)

Hay todavía en la fachada de ese caserón en la ciudad monumental de Cáceres, en el que entraba hace años varias veces a la semana, una placa de metacrilato que lo anuncia como Casa de los Ribera. No hago mucho caso a la vacilación gráfica del apellido —se lee Rivera en fuentes documentales y así aparece en el capítulo sobre el patrimonio arquitectónico del reciente libro sobre los 50 años de la Universidad de Extremadura— y siempre he preferido la be alta o be larga, como dicen en Perú. El «palacio» data de la segunda mitad del XVI, y se restauró en 1980 para ser la sede del Rectorado de la UEX en Cáceres. Las dovelas almohadilladas de la portada me recuerdan siempre por su atractivo la fotografía que hizo Bernardo Pérez para El País a Gilberto Gil cuando le dieron el Premio Extremadura a la Creación en septiembre de 2005, con el cantante y ministro de Cultura brasileño reclinado sobre los sillares de la Casa de los Condes de Adanero. En la de los Ribera estuve durante siete años como director de publicaciones de la Universidad, y entonces fue cuando pensé en utilizarla como título para un libro sobre mi experiencia como editor. Una idea que deseché por pretenciosa y que, pasado el tiempo, podrá convertirse en la segunda parte de El trabajo gustoso. Un cuaderno de clases (Editora Regional de Extremadura, Col. Ensayos, 5, 2002). Al fin y al cabo, en la presentación de aquello ya dije como en broma inconsciente —hace veintidós años— que la continuación sería para cuando me jubilase. Por eso, Casa de los Ribera. Nuevos apuntes de profesor viejo, esbozos de un original que fue creciendo y que puede ser un librito algún día.

miércoles, julio 03, 2024

Casa de los Ribera (I)

Izquierda y derecha las del público. En el foro, la pizarra tiene la rara prestancia de quien tuvo y aún retiene, un recuerdo todavía útil de un tiempo que el curso pasado quise fijar con el título que puse a una antología para clase de poetas iberoamericanas: Pizarra —de Julia de Burgos a Cristina Peri Rossi—, como un homenaje a un mueble con voluntad pedagógica. Algunas mañanas molesta el sol lateral y hay que oscurecer el aula siete como una sala de teatro para que pueda verse la pantalla, y así de paso evitar que dé a la altura justa de sus ojos. Para asegurar la ficción teatral todavía hay tarima, y un atril que, al centro y visto desde arriba, a veces me ha parecido una extraña concha de apuntador. No sé si pienso por libre o mi escasa resolución es definitivamente la prueba de una dependencia insuperable; pero me gustaría repetir en clase lo que respondió Fernando Aramburu hace un par de años en un cuestionario de El Cultural: que es un hombre que «ama las humanidades, confía en la educación, reprueba la violencia, colecciona y agradece los pequeños placeres». Otro de los numerosos ejemplos que pueden ilustrar esta dedicación a la inteligencia vicaria, a convertirse en un medio entre los que saben y los que quieren saber; hasta el punto de que dudo tantas veces si hay algo en todo esto que pueda atribuírseme enteramente, y que no deba nada a lo leído. Imposible.

lunes, julio 01, 2024

Abril es un país

Sin desmerecer su trabajo diario como corresponsal de El País en Portugal, creo que Tereixa Constenla ha escrito la mejor y más fascinante de sus crónicas desde que llegó a Lisboa. Ha tardado poco más de un año y le ha ocupado algo más de trescientas páginas: Abril es un país. Los heroísmos desconocidos de la Revolución de los Claveles es su título, y la ha publicado Tusquets Editores en abril de 2024. Tiene la forma de un libro con el atractivo de la frescura y la actualidad de una crónica porque incorpora la cronología de su propio proceso de creación. El relato basado en entrevistas y en una selectiva tarea de consulta de documentación va pautado con las fechas que lo hicieron avanzar, quizá desde una primera experiencia motivadora que arrancó en la que pudo ser la primera noticia enviada a El País por Tereixa Constenla, la muerte de Otelo Saraiva de Carvalho —el redactor del «guion de la libertad» (pág. 211)— el 25 de julio de 2021. Luego vienen, por ejemplo, la del último día del año 2022, cuando la periodista conversó con el fotógrafo Alfredo Cunha, o la de marzo de 2023, cuando entrevistó a la diplomática Ana Gomes, estudiante activista en los tiempos de la Revolución. Mayo de 2023 fecha el encuentro con la escritora mozambiqueña Paulina Chiziane, y a finales de ese año dice Constenla que «finalizaba este libro» (pág. 303), que, sin embargo, seguirá formándose hasta principios de febrero de 2024, sí, cuando leemos que habla por teléfono con el sacerdote Vicente Berenguer, que vivió la masacre de Wiriyamu en diciembre de 1972. Son estas algunas de las marcas que balizan el presente desde el que se reconstruye un tiempo pasado hace cincuenta años, contado, en afortunada anacronía, en tres grandes partes: «Revolución», «Antes de la revolución» y «Después de la revolución», más un breve epílogo, «Abril es un país». Se lee muy gustosamente como una narración literaria que no pierde en ningún momento su índole histórica. Es otro atractivo esa clave, casi poética —qué presentes están las fuentes literarias de Lídia Jorge o de Sophia de Mello Breyner Andersen—, que juega con el lenguaje figurado en el retrato de lo real, como al calificar el 25 de Abril como el «montaje más perfecto» (pág. 55) de un militar como Otero Saraiva de Carvalho que siempre quiso ser actor; que anima el recorrido con títulos de capítulos a la antigua usanza de la novela popular por entregas («Un encuentro entre colegas», «El Conejo está en la madriguera», «El ataúd más barato del mercado»...); o que extrae toda la belleza visual a esa acción-poema de la camarera Celeste Caeiro ofreciendo un clavel al miliciano de la columna de Santarém que lo acomoda en el cañón de su fusil (pág. 82). Ellos también son esos héroes desconocidos de una Revolución que «democratizó los sueños» y que acompañan en esta crónica excelsa a los nombres principales que aquí se reivindican, como el capitán Fernando José Salgueiro Maia y su mujer Natércia da Silva Santos, como el cabo insumiso y tantos años en el anonimato José Alves da Costa, y como otros que aparecen con sus historias y que recomiendo vivamente que el lector conozca a través de la tan bien llevada narración de Tereixa Constenla. En el apéndice bibliográfico de Abril es un país se enumeran libros, artículos y archivos que han servido para la elaboración de la obra, y que no son más que una muestra de lo que se supone una investigación con copiosos materiales, y así se manifiesta en las alusiones que el cuerpo del texto hace a otras fuentes que no están citadas, como la entrevista del querido Fernando Assis Pacheco (págs. 105, 213, 233), los libros Portugal hoy, de José Gil (pág. 221) o Ascensão, Apogeu e Queda do M.F.A., de Diniz Almeida (pág. 251), y, me pregunto, si una referencia tan llamativa para un lego como yo como el libro de Viale Mountinho Un abril en Portugal que, en traducción de María Fernanda de Abreu, publicó la editorial Júcar en España en julio de 1974, y cuya nota preliminar estaba fechada en mayo de ese año. Una curiosidad. En fin, lo mejor que le ha podido ocurrir a la todavía necesaria reparación de la mirada de España hacia Portugal ha sido la publicación de esta obra de Tereixa Constenla, un regalo que hay que leer para querer más a estos vecinos de abril.

miércoles, junio 19, 2024

El castillo de Lindabridis

Es siempre un motivo de alborozo un título nuevo que refresque el repertorio habitual del teatro clásico español que puebla nuestros festivales, que haya una novedad que altere la persistente presencia en sus carteleras, como si se agotase ahí, de títulos como Fuente Ovejuna, La vida es sueño, La dama duende, El alcalde de Zalamea, La Celestina u otros que están en el canon más académico. Por eso, es para celebrar que en la trigésimo quinta edición del Festival de Teatro Clásico de Cáceres nos hayamos encontrado con esta esquinada pieza cortesana de Calderón de la Barca, El castillo de Lindabridis, que nos ha traído la compañía Nao d'amores que dirige Ana Zamora, a la que el Ministerio de Cultura y Deporte reconoció en septiembre del año pasado con el Premio Nacional de Teatro 2023, precisamente, «por su recuperación del patrimonio teatral español». La trayectoria de su equipo —que va reponiéndose con su trabajo riguroso de la ausencia de su directora musical Alicia Lázaro— acredita esta vocación de lectura e interpretación de nuestra literatura dramática antigua, y ha dejado estupendas huellas de su paso por el festival cacereño, si no estoy equivocado, desde 2008, con el Misterio del Cristo de los Gascones, y luego, con las Farsas y églogas de Lucas Fernández en 2012, la Comedia Aquilana de Torres Naharro en 2018, Nise, la tragedia de Inés de Castro o la Numancia de Cervantes en la edición número XXXIII de nuestro festival. Aunque creo que la primera presencia de Ana Zamora como directora de escena y autora de versión fue en el XVII Festival de 2006 con la Tragicomedia de don Duardos, de Gil Vicente, que trajo a Cáceres la Compañía Nacional de Teatro Clásico. El castillo de Lindabridis, quizá de 1661, es una comedia caballeresca, un género no muy bien considerado en el conjunto de la producción de Calderón, lo cual ha podido ser un acicate, un reto para Nao d'amores que, además, se ha fijado en un texto del XVII —eso sí, que remite a la novela de caballerías del quinientos— más alejado de su acostumbrado trato con el teatro prebarroco. Otro de los alicientes que para esta compañía ha debido ofrecer esta obra calderoniana es la presencia esencial de la música, inseparable de las propuestas escénicas de Nao d'amores, y, en este caso, uno de los atractivos del montaje que vimos la noche del domingo 16 en la Plaza de San Jorge. Más específico y destacado es el rescate de una tonadilla napolitana anónima del siglo XVII «Si li femmene purtassero la spada» («Si las mujeres portasen la espada»), que abre y cierra la función, y subraya el papel de unas mujeres que deciden sobre su destino; pero el contexto armónico no solo embellece sino que subraya los significados con la misma maestría y buen hacer que cabe atribuir a tantos recursos que convergen en la dinámica acción dramática. Uno de ellos es el uso de la escenografía, elaborada y compleja, movible como el castillo-palacio de Lindabridis —«pájaro del mar y pez del viento»—, descompuesta en piezas que encajan entre ellas y que enmarcan el espacio creando la sensación de que nos encontramos ante un teatro de títeres —el juego de las apariciones del Rey o de determinados movimientos de los actores—, acentuada por la disposición en el escenario de bancos laterales ocupados parcialmente por el público. Y realzado todo, diría yo, por el recogido espacio de una Plaza de San Jorge idónea para estas intenciones, a pesar de que sigue teniendo el problema de los ruidos incívicos que vienen de la Cuesta del Marqués y que tanto molestan al público situado en lo más alto de la grada. La plasticidad de otros recursos potencia el componente imaginativo, poético y fantástico de la obra, como ocurre con la recreación del hipogrifo o animal parecido que componen todos los actores del elenco en sugerente síntesis metateatral. En ella están fundidos los cinco ejecutantes, los actores que se reparten los papeles de Rosicler, Floriseo, Febo, Meridián, el Rey, el Fauno o Malandrín, que son Mikel Aróstegui, Miguel Ángel Amor y Alejandro Pau, muy solventes los tres, aunque el último con mayor y feliz notoriedad en el papel del gracioso muy particular de Malandrín que también hace de narrador distanciado que implica en ocasiones al espectador; y las dos mujeres, Inés González como Lindabridis, y una portentosa Paula Iwasaki como Claridiana a la que cabe adjudicar buena parte de la aprobación y el aplauso que mereció este montaje de Nao d'amores que ha vuelto a elevar el nivel de calidad del Festival de Teatro Clásico de Cáceres. Gracias.

lunes, junio 10, 2024

La discreta enamorada

Por una crítica de Javier Vallejo, publicada en El País tras una representación de La discreta enamorada en el Festival de Almagro en julio del año pasado, supe que la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico combinaba tres repartos para la ejecución del espectáculo que tuvimos la suerte de ver el sábado 8 en Cáceres. La fórmula tiene la bondad de repartir los papeles principales entre más actores y actrices, algo factible en una compañía copiosa, como es el caso, y de un incuestionable talento. Y a los estudiosos y al público apasionado permitirá comprobar los matices que dan al texto sus diferentes intérpretes. Pero cuando en uno de esos repartos interviene —en el papel del Capitán Bernardo, «con la nieve de sus canas»— el director de la compañía y eminente actor Lluís Homar, parece inevitable la prelación en lo que se pretende distributivo, y, sin faltar al joven Íñigo Arricibita (Bernardo en el Gran Teatro), echar de menos mayor notoriedad en la diferencia de edad del padre y galán y del hijo y la dama en el extraordinario enredo que ofrece Lope de Vega en esta entretenida comedia de 1606-1608. Del mismo modo que es inevitable pensar en las plazas principales en las que ha actuado Homar y en aquellas de gira por provincias sostenidas sobre el otro actor. Sea como fuere, el sábado, en esta periferia extremeña y en interior a la italiana, la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico nos trajo de nuevo —menos mal— uno de esos espectáculos totales, bien hechos y con voluntad de ensanchar generacionalmente la visión de nuestro teatro —¿antiguo? El sábado Cristina Marín-Miró fue Fenisa, Felipe Muñoz fue Lucindo y Míriam Queba fue Gerarda; pero imagine el espectador que de la discreta enamorada Fenisa hiciesen Nora Hernández —el sábado el criado Fulminato, piano y voz— o Ania Hernández, espléndida en Cáceres con su papel del caballero Doristeo —además de piano y voz, también—; o que el actor del Lucindo fuese Antonio Hernández Fimia, que el sábado interpretó a Finardo y en otro reparto es Fulminato. Sirva este carrusel para fijar una función única en la que destacó actoralmente Xavi Caudevilla en el papel del criado de Lucindo, Hernando, que tocó la guitarra, el trompón y cantó, colaborando con brillantez en uno de los atractivos del montaje, la música en directo. Una música —presente en algún momento del texto de Lope— que abre y cierra la función con el ritmo de lo festivo —la fiesta del teatro que va a comenzar, con todos sus preparativos, incluyendo a sus técnicos, maquilladoras, apuntadora..., y la fiesta de un final que exalta y celebra el trabajo bien hecho—, y que tiene el sutilísimo y bello contrapunto de la interpretación de una versión de «Vestida de nit» de Silvia Pérez Cruz. Pocas veces la contemporaneidad colorea una obra clásica con tanto gusto, también en la escenografía (Jose Novoa) y el vestuario (Deborah Macías), que armonizan con la presencia a veces coral de los actores; de tal modo que en sus circulaciones hay una especie de reflejo del movimiento de atracción que ejercen las mujeres (Fenisa y Gerarda) sobre las que pivotan las acciones dramáticas, pero, sobre todo, las figuras masculinas, que se mueven en los dos escenarios principales, la plataforma deslizante de la casa de la viuda Belisa y de su hija, y el andamio practicable que representa —también— la casa de Gerarda —la «cortesana, que vive en este balcón». Un espacio presidido por el anuncio luminoso de neón con un «Hope» (Lope) que es todo un símbolo de la frescura, el dinamismo y la brillantez de esta lectura —por qué no, esperanzada— de un texto clásico que se dio casi íntegro, tal cual se nos ha trasmitido desde el Fénix. De ahí las dos horas y pico que duró todo y que pasaron como se consume lo que complace mucho, prontamente. A la salida —doce menos cuarto de la noche—, los dos trailers que cortaban la calle de San Antón corroboraron la sensación de apretura del espacio escénico en el que tan bien se desenvolvió esa mujer enamorada, Fenisa, discreta por juiciosa e inteligente, que aportaba en el acto segundo una de las claves de su perfil: «Amor me dio la invención».

martes, junio 04, 2024

Melancolía y sueño

Tengo que enseñarle a Tomás Pavón, autor del penúltimo tratado de melancolía que conozco, este pequeño librito de 9,5 x 14 cm. editado por Olañeta con esmero en su colección Centellas: Alonso de Freylas, Si los melancólicos pueden saber lo que está por venir con la fuerza de su ingenio o soñando. Edición crítica de Felice Gambin. Palma de Mallorca, José J. de Olañeta, 2023, 197 págs. Con ese tamaño, se comprenderá que un texto que en su original ocupa menos de una docena de páginas —las últimas de una obra de Freylas publicada en Jaén en 1606 bajo el título de Conocimiento, curación y preservación de la peste— de para un volumen de casi doscientas. Lo acrecen la introducción («Melancolía y adivinación: soñar entre "amplios espíritus áureos y bellos"») de Felice Gambin, catedrático de la Universidad de Verona, que ocupa ciento veintiocho páginas, y el aparato crítico, la bibliografía y el índice onomástico que son las treinta finales, pues el texto es el tramo más corto (págs. 131-167). Gusta leer así, con ese cuerpo de libro, una obra tan curiosa en el contexto de los tratados médicos del siglo XVI y, en concreto, los centrados en el contagio de enfermedades como la peste, que en 1602 asoló Jaén, la ciudad de nacimiento del autor, el médico Alonso de Freylas (1558-1622), que fue discípulo de Francisco de Vallés, médico personal de Felipe II. De ese contexto trata Felice Gambin en su introducción, que nos presenta el breve discurso de un autor que renuncia a tratar la adivinación supersticiosa, la quiromancia, o, entre otras prácticas, la interpretación de los sueños, y que, sin embargo, tiene como objetivo «establecer si sería posible de forma natural, con la fuerza y la naturaleza del humor melancólico, saber y pronosticar los acontecimientos futuros, sin la intervención de ningún espíritu bueno o malo» (pág. 42 y, en el texto del discurso,134-135). El tipo de melancólicos en el que se fija Freylas es el del ingenioso y prudente, el virtuoso, y el tipo de adivinación del porvenir del que habla está relacionado con el sueño, lo que tratará Gambin en su estudio, que también hace un repaso histórico de la melancolía, que ya abordó en su libro Azabache. El debate sobre la melancolía en la España del Siglo de Oro (2008), un título que recuerda la analogía de Huarte de San Juan en su Examen de ingenios para las ciencias de la melancolía con la piedra negra y resplandeciente a la vez del azabache. En aquel libro de Gambin, que llevó una esclarecedora presentación de Aurora Egido y un sugerente prólogo de Giulia Poggi, vimos por primera vez la alusión al tratadito de Freylas que ahora se publica en esta atractiva edición que solo tiene de chico y de menor su tamaño. No imaginaba yo hace años acumular tanta bibliografía sobre el temperamentum melancólico, incluyendo lo de Tomás Pavón.

sábado, junio 01, 2024

Santo silencio profeso

El último fin de semana de este recién pasado mes de mayo escuché, en menos de veinticuatro horas, en dos ocasiones antes de sendas representaciones teatrales, los avisos encarecidos al público para que silenciase sus móviles, y en las dos ocasiones fue inútil. El domingo 26 por la tarde, en el Gran Teatro, sonó «Mi jaca» el tiempo suficiente para que cupiesen la letra de Ramón Perelló, la música de Juan Mostazo, y la voz de Estrellita Castro que inmortalizó la pieza. Lamentable. Fue en el último tramo de Santo silencio profeso, la obra de Fulgen Valares (1972-2018), que acudí a ver como un recuerdo en homenaje al actor, director y escritor cuya trayectoria literaria se truncó tan inesperadamente. A principios de 2007 había publicado en la colección «La luneta» de la editorial De la luna libros ese «monólogo para sillón orejero o mesita de noche» que tituló con el primer verso de una letrilla satírica de un inmortal Quevedo decidido a callar para no tener más problemas por hablar: Santo silencio profeso. Es un texto profundo y complejo, con extensas y detalladas instrucciones de dramaturgia en sus acotaciones, y en el que la voz de El hombre que es Quevedo, encerrado en San Marcos de León desde diciembre de 1639, asume («siempre a través de la boca del hombre») las de sus obsesiones presentes en los objetos de su fría celda, ofuscaciones representadas por el rey (La almohada), por su abuela (La cortina), por la dama de sus amores (La silla) y por su enemigo Luis de Góngora (El títere). Por eso es tan meritoria la adaptación firmada por Aurora García, que dirige el espectáculo e interpreta a La cortina, compartiendo el escenario con un elenco en el que destaca Juan Carlos Anuncibai en el papel de Quevedo/El hombre, nombrado en esta adaptación como «Q», muy bien arropado por las actrices Ángeles Horrillo y Ángela Pajuelo. El trabajo de la compañía de Villanueva de la Serena Desmotable Teatro merece la pena y algo más de respuesta que las escasas cuarenta butacas que se ocuparon la otra tarde. Yo tenía alguna referencia de un antiguo montaje de Santo silencio profeso de marzo de 2015 en el Gran Teatro, como un taller de fin de grado de Fulgen en la Escuela Superior de Arte Dramático de Extremadura; y me apetecía saber cómo había resuelto el texto el propio autor.  Sin quitarle valor a la adaptación que ha hecho Aurora García, he sabido, gracias a la actriz y directora cacereña Olga Estecha, que Valares ya resolvió el gran escollo interpretativo de un solo personaje con un elenco en el que a Rubén Lanchazo —que hizo de Quevedo— le acompañaron ella —Olga— como abuela, dos actrices más y otro actor como Luis de Góngora. Aurora García y la propuesta de Desmontable han convertido, con buen criterio, pues, el monólogo del escritor «de aspecto cansado, taciturno, de unos cincuenta años», que se aferra a su «Bueno está lo bueno», en una sugerente representación imaginaria de recuerdos y fijaciones que añade, con sus tres figuras femeninas, unos recursos dramáticos que el público agradece. Fue un buen motivo para recordar a Fulgen Valares, y la verdad y la intensidad de una vocación literaria que, lamentablemente, se silenció en el mejor momento creativo.

martes, mayo 28, 2024

Tratado de melancolía posmoderna

Tratado. Lejos está este libro de Tomás Pavón recién publicado por Letras Cascabeleras de pretender ser una exposición didáctica. Su vocación es más reflexiva, más íntima y personal (véase abajo Melancolía) que aquella que busca ganar prosélitos. Más cercano está al Colinas de los Tres tratados de armonía que a Wittgenstein —lógicamente—, pues tiene de ensayo lo que hay en toda tentativa modesta de comprenderse en el medio en que uno vive, de explicarse un poco el mundo. Léase un mundo que va «tan rápido como los nubarrones que cruzan el cielo otoñal presagiando tormenta» (pág. 19). Sin más pretensión que esa de explicarse y con voluntad de no demorar al lector, porque los asuntos que abordan sus cuarenta textos no ocupan más allá de las seis páginas y algunos se reducen a unas siete («Selfi») u ocho («Cronologías») líneas. La reflexión sobre un asunto se concentra en su esencialidad, de tal manera que se habla de lo sustantivo desde la periferia, desde el detalle, que se materializa en una escena o una imagen evocadora, llevadas en un estilo sobrio y atractivo, preciso y contenido, familiar para los lectores de Tomás Pavón, que ya evocó espacios, personajes y músicas en su Fin de milenio (Cáceres, Ediciones Alternativos de España, 1997) o su Cuaderno de Corto Maltés (Badajoz, Del Oeste Ediciones, 1999). Melancolía. Impone una tonalidad a la obra que, dada la variedad formal y genérica de sus partes, puede ser su más evidente rasgo común. Subrayada la melancolía en el título como objeto aparente, acompaña al lector en casi todos los textos de principio a fin, en sus variados matices de desolación, nostalgia o pesimismo, con pocos atisbos de regeneración. La escritura sirve de expresión de un estado de ánimo desde el que se analiza lo que pasa con una perspectiva que no esconde el abatimiento de «constatar que las cosas empeoran» (pág. 33), o, en «La estacada», de asumir «un infinito letargo» y que «el futuro es la nostalgia del ayer» (pág. 80). Posmoderna. Si el lector no quiere reconocer la dificultad conceptual del término, le bastará con sustituirlo por «actual», sin complicarse. Ayuda por acotación aclaratoria que los dos textos extremos sean dos hitos fechables que enmarcan todos los capítulos del libro: la crisis financiera de 2008 —el primer texto es «Lehman Brothers»— y la pandemia de 2020 —«Covid-19, el confinamiento» es el último. Así se elude uno de los problemas de una obra como esta, el de la pérdida de actualidad; pues el conjunto de los treinta y ocho capítulos restantes evita referencias a hechos noticiables de la magnitud de un terremoto como el de Haití, de las guerras en Siria, de los atentados en Francia, del triunfo del Brexit, de un Donald Trump presidente de los EE.UU., de la muerte de Fidel Castro o del referéndum y la declaración de independencia en Cataluña, entre 2010 y 2017, por ejemplo. Tomás Pavón se aleja de lo datable sin dejar de advertir lo candente —«Migrantes»— y confiesa su inclinación por latitudes distintas y añorantes —«Las noches del consulado», «La latitud de los caballos», «Mediterráneo»—, por lugares, ambientes, sonidos que a veces remiten a esa escenografía querida de «los luminosos de la autopista» (pág. 27) que casi se repiten en otros textos como «Queen of the Night» o se entrevén en los rascacielos imaginados de «La hora en que cierran los bares». Merece la pena dejarse llevar por este Tratado de melancolía posmoderna, que gana con la relectura y que he troceado con la intención de dar una medida de su entidad completa.

lunes, mayo 13, 2024

Biblioteca de Autoras Españolas

Me ha sabido a poco esta mañana en la Feria del Libro de Badajoz la exquisita muestra organizada por la Unión de Bibliófilos Extremeños (UBEx) Biblioteca de Autoras Españolas de Esperanza Marina Serrano. Sobre todo, después de saber por la presidenta de la UBEx Matilde Muro Castillo —en el texto del cuadernillo de presentación «Esperanza Marina Serrano. El amor a los libros»— que la colección de la que proviene consta de tres mil títulos dedicados a mujeres españolas creadoras. Por obvias razones de espacio es muy exigua la representación de un fondo que merecería una exposición mayor, dado su extraordinario interés y valor. Me ha sabido a poco también la mencionada presentación, sin un catálogo de las piezas expuestas, pues algunas son muy singulares, desde un ejemplar de la segunda edición salmantina de 1589 de las Moradas de Santa Teresa hasta algún tomo con dedicatoria autógrafa de las Obras completas de Emilia Pardo Bazán. Nombres como María Rosa Gálvez —se muestran los tres tomos de 1804 de sus Obras poéticas publicadas por la Imprenta Real—, Luisa de Carvajal, Fernán Caballero, Carolina Coronado, María Teresa León, en una poco vista edición de sus Fábulas del tiempo amargo, entre otros, estimulan las ganas de conocer todo el conjunto y a su responsable. Esperanza Marina Serrano (1939), que fue bibliotecaria en la Universidad de Extremadura, y antes en el Centro Coordinador de Bibliotecas de la Diputación Provincial de Badajoz, es una coleccionista particular muy especial, con raigambres bibliográficas y bibliofílicas. Su abuelo fue don Manuel Serrano y Sanz (1868-1932), el autor de los Apuntes para una biblioteca de escritoras españolas desde el año 1401 al 1833, obra premiada por la Biblioteca Nacional en 1898 e impresa en Madrid en dos volúmenes por los Sucesores de Rivadeneyra en 1903 y por la Tipografía de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos en 1905, y es inevitable pensar en que su nieta ideó su colección —parece que iniciada en 1973, según Ascensión Martínez Romasanta— como una manera de continuar y materializar en sus plúteos la labor de los apuntes del ilustre bibliotecario. Resulta, además, obvia la relación de esta mínima expresión que sabe tan poco —pero que motiva tanto— con proyectos como Bieses, la Bibliografía de Escritoras Españolas que coordinan las profesoras Nieves Baranda y María Martos, y que estarían encantadas de contemplar y consignar esta Biblioteca de Autoras Españolas de Esperanza Marina Serrano.

martes, mayo 07, 2024

Una traducción temprana de Ángel Campos Pámpano

Si no recuerdo mal cómo me lo contó Ángel Campos Pámpano, fue en la redacción de la revista Nueva Estafeta en Madrid en 1980 donde coincidió con Gerardo Diego, que iba a cobrar una colaboración. Él iba a lo mismo, y le llamó la atención que una figura literaria consagrada, de más de ochenta años, mirase la peseta con la misma avidez que un joven de veintitrés, recién licenciado en Filología. Hoy, hojeando ejemplares antiguos de la revista que dirigió Luis Rosales, me he topado con el número 15, de febrero de 1980, en el que se publicó la traducción de Ángel del poema «Lluvia oblicua» de Fernando Pessoa (Nueva Estafeta, 15, febrero de 1980, págs. 4-8). El hallazgo me ha llevado a intentar reconstruir con algún documento aquel recuerdo, y he encontrado entre los papeles que conservo de Ángel, y que me traje de la casa materna de San Vicente de Alcántara —véase mi entrada «Hernán Cortés, 35»—, de septiembre de 2022—, dos copias mecanoscritas de la serie de seis «poemas interseccionistas» (I-VI) de «Lluvia oblicua», con la referencia de que fueron publicados por primera vez en Orpheu 2 (Año I, 1915, núm. 2, abril-mayo-junio, pp. 161-164). En una de ellas hay correcciones manuscritas de Ángel, que pasaron luego a la copia a limpio que supongo fue la que envió a Nueva Estafeta. En ésta, sin la fecha que figura en el original: «Salamanca, 8 de marzo de 1979». Debajo, en letra de Ángel, con voluntad de establecer un paralelo homenaje: «Lisboa, 8 de marzo de 1914». Además, he localizado otro recuerdo de Tomás Sánchez Santiago —disfruto estos días con la lectura de su libro de poemas El que menos sabe (León, Eolas ediciones, 2024)— que se publicó en el folleto colectivo —aunque... Ramón Pérez Parejo— Ángel Campos Pámpano, una voz necesaria (Mérida, Consejería de Educación de la Junta de Extremadura, 2009): «Creo que su primera publicación fue la traducción de Oda marítima (o Tabacaria, ya no lo recuerdo) en La Estafeta Literaria. Recuerdo que cuando fue a Madrid a cobrar su primer trabajo coincidió en el vestíbulo con ¡GerardoDiego!, que a su vez iba a cobrar alguna contribución suya. Ángel recordaría muchas veces esa circunstancia. Él fue, de toda la panda literaria de “detectives salvajes”, el primero que cobró por un texto en un medio entonces importante. Aquello bastaba para que lo miráramos con admiración, desde luego.» Me permitirá Tomás que complete la amistosa evocación de aquello con la lectura llena de sentimiento de aquella traducción temprana de Fernando Pessoa, que luego Ángel reescribió para su publicación en Un corazón de nadie, la antología poética en edición bilingüe que publicó Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores en 2001.



domingo, mayo 05, 2024

Partituras ilustradas

Me cabe la satisfacción de haber colaborado en el conocimiento de las obras de uno de los escritores y dibujantes más singulares de la historia literaria extremeña desde los años ochenta, cuando publicó en la Editora Regional de Extremadura (ERE) Memoria de los viajes (1989), un libro de poemas que había recibido el Premio Cáceres de Poesía el año anterior. Años después, abrió la apreciada colección «La Gaveta» de la ERE con sus siete relatos de La locura y las rosas (1997), y también suyo fue el primero de los títulos de la nueva colección de poesía del mismo sello editorial que ahora celebra sus cuarenta años, el libro de poemas Teatro de sombras (1999), que llevó una breve nota prologal de Luis Alberto de Cuenca. Menos visible fue su paralela dedicación —su primera obra la concluyó en 1986— a la ilustración y la caligrafía de textos propios, como Las horas felices o Arquitectura melancólica, y ajenos, el Cantar de cantares o El cuervo de Poe, el lorquiano Diván del Tamarit o el Apocalipsis de San Juan; hasta que algunos de esos títulos rompieron el ámbito íntimo de la edición artesanal y limitada para dar el salto a sitios tan notables como Manuel Moleiro Editor, donde aparecieron los citados Apocalipsis (1999) y Cantar (2000), y, además, el Libro de Daniel (2001), reunidos en una serie titulada en el catálogo del sello Códice Alcaíns. Luego, fue la ERE quien también acogió en 2009 una bella edición de Sepulcro en Tarquinia de Antonio Colinas, como muestra del trabajo de este artista a quien verdaderamente mueve en este tipo de obras su admiración y su fascinación como lector. Y como afortunadamente el magín de Alcaíns no para, difundo con muchísima complacencia una ocupación insólita de sus horas que se ha materializado en una esmerada edición de su música. Sí, su música. Alcaíns, autor musical. Actualmente, la colección «Partituras ilustradas» se compone de las siguientes entregas, presentada cada una de ellas en una primorosa carpeta de cartulina verjurada ahuesada, con una viñeta del autor en cubierta, que contiene una lámina a color con la letra de la canción, caligrafiada e iluminada con un dibujo alusivo por Alcaíns, y la partitura en una hoja apaisada desplegable: Tarabilla y cardo (1), Mirador en Lisboa (2), Encuentro en el jardín (3), Cabaliñu (4) y Paisaje en primavera (5). Solo en un caso, el de Cabaliñu, el juego va acompañado de una hoja que aporta la traducción de la letra original en fala de la canción del «Caballito», con una deliciosa nota autobiográfica de Javier Alcaíns que explica la escritura de esa pieza como una «carencia sentimental», un recuerdo de un deseo incumplido por no haber podido encontrar en esa lengua nativa de a fala —que se habla en las localidades cacereñas Valverde del Fresno, donde nació Alcaíns, Eljas y San Martín de Trevejo— alguna cancioncilla equiparable a las que su madre le cantaba de niño junto a sus hermanos. Las letras, las músicas, las ilustraciones y el diseño son de Javier Alcaíns, que agradece en el colofón a la profesora de piano Elena Martín Narciso toda la ayuda prestada; la impresión se ha realizado en Gráficas Cacereña, la edición es de  Javier Martín Santos, y la tirada es de cien ejemplares numerados y firmados por el autor. A la venta, a 9 € cada una, en librerías de Cáceres como Boxoyo Libros o El Buscón. Sé que Javier Alcaíns, que vive un momento de entregada formación musical, está afanándose en encontrar a alguien que cante sus letras y grabarlas con su melodía. Lo conseguirá, seguro. Y escucharemos pronto este caso de creación total en el que se ven juntos el escritor, el calígrafo, el dibujante y el músico. Tarabilla y cardo: «Tarabilla bella, / cabecita negra / y al cuello un fular, / entre el jaramago / y la avena loca / se te oye cantar. / Pósate en un cardo, / como en una estampa / del viejo Japón, / y te haré un retrato / para que lo cuelgues / en tu habitación. / Me acerco despacio, / parece que ignoras / que voy hacia allá. / Pronto, un miedo grande / de pájaro chico / te obliga a escapar. / Yo sólo quería / mirar tu plumaje, / no te iba a cazar. / Pero hay que entenderlo: / si se acerca un hombre / es mejor volar» (© Javier Alcaíns, 2023).