domingo, septiembre 27, 2020

Rebrotes (I)


Hoy me ha amargado el domingo el matrimonio Elvira Lindo-Antonio Muñoz Molina. Lo peor es que estoy de acuerdo con lo que nos dice —«La otra pandemia»— en la página principal de Opinión de El País el santo de la autora de El otro barrio, que a su vez firma su texto, con el que también estoy de acuerdo, «Justos por pecadores», que está detrás, en la página siguiente, la par. Creo que sería necesario difundir lo que escribe Muñoz Molina: «No sé, sinceramente, qué podemos hacer los ciudadanos normales, los no contagiados de odio, los que quisiéramos ver la vida política regida por los mismos principios de pragmatismo y concordia por los que casi todo el mundo se guía en la vida diaria. Nos ponemos la mascarilla, guardamos distancias, salimos poco, nos lavamos las manos, hacemos nuestro trabajo lo mejor que podemos. Si no hacemos algo más esta gente va a hundirnos a todos». Su pareja, la autora de Corazón abierto (Seix Barral, 2020), un libro que me han recomendado lectores diversos, y tengo en casa después de haberlo prestado, tiene —también yo— la desagradable sensación de que volverán a confinarnos y que pagarán justos por pecadores, «aquellos que han cuidado con esmero los protocolos del ocio y del negocio, [sic] acusarán las imprudencias de los que han ido amontonándose en terrazas y restaurantes, perdiendo la cabeza, tanto dueños como clientes». Y eso que este domingo había empezado bien, con un paseo mañanero con Javier del Pino, al que hoy le ha salido un A vivir que son dos días redondo, desde el diálogo —sí, promocional— con Juan José Millás y Juan Luis Arsuaga —La vida contada por un sapiens a un neandertal (Alfaguara, 2020)—, o el espacio que ha ocupado Jacinto Antón hablando —con Inés Macpherson— de Ray Bradbury —eterno, sí—, hasta la conversación amena y emotiva con Jordi Évole y Enric González, el primero presentándonos a los trabajadores de un montón de países que acuden desde lejos y temprano a trabajar debajo de su casa a una obra, o anunciándonos su entrevista con Pau Donés poco antes de morir; el otro, que vive en Buenos Aires, con su relato distendido ya de un problema de cálculo renal, y ambos junto a escoltas y conductores que han aprendido a ver, a oír y a callar después de haber llevado a políticos y mandatarios. Como todo pasa y todo queda porque lo nuestro es grabar, cualquiera puede revivir en un podcast estos momentos de hoy, previos a mi lectura de la prensa y a esos artículos de Elvira Lindo y de Antonio Muñoz Molina, que, como pareja, se pusieron de acuerdo para amargarme un día que bien, muy bien, como casi siempre.

domingo, septiembre 20, 2020

Maluco


Al cabo de unos meses, el viento volvió a soplar, y todo se puso en marcha, la flota y el relato. Ojalá que todo sea también una representación de lo que nos pueda ocurrir pronto, tras esta calamitosa escollera en la que nos hemos metido sin saber salir. Me refugio en el relato ficticio, y no en el real, en estos días, y debo esta diversión de leer y escribir a los directores —Rosa Mª Martínez de Codes y César Chaparro Gómez— del Curso de Verano-Otoño del Campus Yuste 2020 «Carlos V y el mar: el viaje de circunnavegación de Magallanes-Elcano y la era de las especias», que se celebrará on line entre los cercanos 21 y 25 de septiembre. Tengo que hablar sobre una estupenda novela que es todo menos novela histórica. Y por eso me divierte, pues soy poco afecto a ese subgénero en el que nunca incluiré títulos como Memorias de Adriano, La muerte de Virgilio, El bobo ilustrado o El doncel de don Enrique el Doliente. Es Maluco. La novela de los descubridores (Barcelona, Seix Barral, 1990), del escritor uruguayo Napoleón Baccino Ponce de León, que ya cité aquí. Ojalá pueda poner en orden todas mis anotaciones sobre esta obra para hacer justicia a un texto que merece más reconocimiento que el Premio Casa de las Américas que logró en 1989. Y ya es. El personaje que narra la novela desde un pueblino de León al emperador ya retirado en Yuste dice que el olvido es «ese pozo oscuro y sin fondo al que arrojamos las ofensas recibidas y los errores cometidos, para seguir viviendo» (págs. 208-209), y evoca sus tiempos de niño y cómo le gustaba asomarse al brocal de un pozo y contemplar su espejo de agua. A su capitán, a quien le cuenta en esa conversación, no le gusta nada, pues detesta el agua estancada; pero a él —que me lo cuenta— le excitan esas aguas ciegas y esa hondura que parece como la mente humana. Ando en esto para escribir algo con sentido que decir el jueves, que es cuando me toca en el Curso de Verano-Otoño del Campus Yuste 2020 «Carlos V y el mar: el viaje de circunnavegación de Magallanes-Elcano y la era de las especias», que, insisto, se celebrará on line entre los cercanos 21 y 25 de septiembre.

viernes, septiembre 18, 2020

Deje una idea para mejorar la situación cultural de nuestro país

© dreamstime20
Los viernes casi siempre cierro la lectura de El Cultural con la entrevista «Esto es lo último» que el suplemento hace a alguna personalidad de la cultura. Una pregunta, salvo en algunos pocos casos, que se repite como la última de un cuestionario que inquiere sobre el libro que el personaje tiene entre manos, sobre sus hábitos de lectura o sobre qué tipo de música escucha en casa. La última proposición es «Déjenos una idea para mejorar la situación cultural de nuestro país». Hoy responde a ella el filósofo Manuel Cruz: «Poner en un pedestal a quienes se dedican a la enseñanza a todos los niveles». Después de leerla he pensando en la cantidad de veces que uno de los entrevistados en esa sección ha respondido algo similar. Como conservo apiladas decenas y decenas de ejemplares de El Cultural no me ha llevado mucho tiempo constatar la apabullante mayoría de respuestas que mencionan la educación como remedio. Pongo unos pocos ejemplos: «Absoluta prioridad a la educación» (Santiago Auserón, 15.11.2019); «Copiar el modelo educativo de los finlandeses y todas las medidas de protección a la cultura de los franceses» (Isabel Coixet, 13.12.2019); «Dar mucho mejor trato a los profesores. Hacen un trabajo muy importante» (Cristina Rosenvinge, 29.3.2019); «Invertir en educación […]» (Josep Pons, 8.5.2020); «Intentar lo imposible: negociar una ley educativa mayoritaria en la cámara e impulsarla con todo el dinero que se pudiera detraer de otras prioridades. Sería indispensable rebajar el papel de la Iglesia Católica y de los nacionalismos y provincianismos diversos. Como se ve, utopía pura» (Emilio Martínez Lázaro, 22.5.2020); «Creo que todo comienza en la defensa de una buena educación pública» (Elvira Lindo, 29.5.2020); «Sonroja por obvio: dotar de recursos a la educación» (José Luis Guerín, 13.3.2020). Y así un montón.

domingo, septiembre 13, 2020

La Ternura


Solo por tener en Cáceres, en el Festival de Teatro Clásico, la obra que recibió el Premio Max de 2019 al mejor montaje, hay que felicitarse y felicitar a Silvia González Gordillo, la directora del Gran Teatro y de esta XXXI edición del Festival —la felicito más por lo del viernes —, que ha programado esta pieza que alude al Shakespeare cómico. Es un texto contemporáneo interesadamente clásico por su ambientación en el año de la Armada de Felipe II y por los reiterados guiños al dramaturgo inglés en los diálogos de sus personajes, que mencionan todas sus comedias: desde Mucho ruido y pocas nueces o Sueño de una noche de verano, hasta Como gustéis o La comedia de las equivocaciones. Y, sobre todo, una obra como La Tempestad, con la que quiere compartir casi la rotulación del título y, claro, el incidente de un naufragio y el espacio de una isla desierta. La Ternura es un inteligente texto de Alfredo Sanzol, que es también el que dirige a los actores y actrices (tres más tres), entre los que se encuentran Eva Trancón y Juan Antonio Lumbreras, que menciono por ser extremeños —de Jaraíz ella y de Cáceres él— y porque les he visto numerosas veces en escenarios de aquí y me parece admirable y siento satisfacción por comprobar cómo han crecido tan bien en sus carreras como intérpretes. (Espero que no suene paternalista, que no tengo tanta edad). Dice el director y autor del texto que esta obra se titula La Ternura «porque habla de la fuerza y de la valentía para expresar amor. La ternura es la manera en la que el amor se expresa. Sin ternura el amor no se ve. La ternura son las caricias, la escucha, los pequeños gestos, las sonrisas, los besos, la espera, el respeto, la delicadeza. Una sociedad sin ternura es una sociedad en guerra. Por eso si no eres tierno por mucho que le digas a alguien que le amas te arriesgas a que te diga: ¡Pues no se nota!». Está muy bien. Estos textos que antes uno leía en los programas de mano están muy bien, porque te traen un sentimiento muy verdadero de quien ha puesto todo su empeño en mostrarte una parte de su quehacer y de la pasión con la que lo vive. Pero me parece que, a menos que yo anoche estuviese desentendido y duro, poco de eso, de esa teoría de la ternura, salvo en el cierre y telón con la explicación del título, hay en esta divertida comedia. Y sí mucho de comicidad sobre tan socorrido asunto como la querella entre hombres y mujeres —ellas que quieren vivir sin ellos y ellos que gozan sin su presencia coinciden en la isla—, y con recursos muy bien llevados para provocar malentendidos, fingimientos y llevar todo hasta la revelación para el leñador Azulcielo de que las mujeres no son monstruos de un solo ojo y piel de sapo. Tan hilarante y compartido que si las autoridades sanitarias hubiesen irrumpido en la sala, habrían declarado la zona de alto riesgo de contagio por las risas y no por la ternura. Así todo, y más, y muy bien llevado, que es lo que provocó ayer que el público del Gran Teatro se lo pasase bien con mascarilla. Es alucinante. El público con máscara y los actores sin ella. Lo nunca visto.

sábado, septiembre 12, 2020

La tragedia de Inés de Castro

© Álvaro Serrano Sierra

«—¿Por qué la matan?», me preguntó anoche un conocido al salir de la admirable representación en la Plaza de las Veletas de Nise, la tragedia de Inés de Castro, otro montaje de la compañía Nao d’amores, que no suele faltar a la cita del Festival de Teatro Clásico de Cáceres, y que llegó aquí anoche después de su estreno —creo— en La Abadía en Madrid en diciembre de 2019. La pregunta no fue la del que se ha perdido algo o no ha estado atento; y quizá estuviese motivada porque el público no avisado sobre la leyenda o historia trágica de la gallega Inés de Castro, amante del infante don Pedro de Portugal, pueda necesitar una demostración más explícita en esta versión de las injustificables e incomprensibles razones políticas y solo políticas de la muerte de esta Nise lastimosa que luego será laureada. Esas son las dos partes (Nise lastimosa y Nise laureada), que se funden en esta espléndida versión de Ana Zamora de los textos de Jerónimo Bermúdez publicados con otro nombre como Primeras tragedias españolas de Antonio de Silva en 1577. La que cuenta cómo el heredero se enamora de Inés de Castro y puede, ya viudo de su anterior esposa, casarse con la que ya tenía descendencia y cómo ve que algunos «envidiosos del reino» la asesinan. Y la que, como segunda parte, cuenta que, muerto el Rey don Alfonso, el Príncipe su hijo desentierra a su Inés y la corona como reina —Reinar después de morir, de Vélez de Guevara, que me falta por ver en la dirección de Ignacio García con la Companhia de Teatro de Almada y la Compañía Nacional de Teatro Clásico—, a quien ofrece los corazones arrancados de sus matadores. Quizá una torpe sinopsis como esta pueda justificar el ejercicio de síntesis sobre el texto de una conocida leyenda y la utilización de determinados recursos escénicos, espléndidos, como el estanque que se abre con el agua luminosa de la vida sobre la que se abate la muerte de la heroína y que tapa la tierra oscura de la muerte. Como es norma, el trabajo de la compañía de Ana Zamora —tan filológico siempre con el subrayado de una dicción que nos muestra un decir mixto de antaño—, es impecable, por la dramaturgia, por la interpretación y por ese elemento tan imprescindible ya de la música —grande la dirección musical de Alicia Lázaro—, que añade más excelencia a una creación brillante que pone el acento en la mala gestión del poder, con todas sus reminiscencias contemporáneas en términos de monarquía, por ejemplo. Recuerdo que yo conocí la leyenda de Inés de Castro por la historia de Raquel, de García de la Huerta, y toda la tradición en la que también estuvo el Lope de Vega de Las paces de los Reyes y judía de Toledo. Recuerdo la llamada de atención de Juan García Gutiérrez en un artículo de 1993 sobre la relación entre la Raquel de mi paisano y la Castro del portugués António Ferreira, precedente de las piezas de Jerónimo Bermúdez. Anoche, en las gradas con aforo limitado de la Plaza de las Veletas, sin perder hilo de una historia tan bien contada y tan plástica y sugerente en su escenificación, pensé en estas referencias que están en la base de un trabajo tan serio y tan riguroso como el que por fortuna nos viene ofreciendo una compañía como Nao d’amores, que solo por ocuparse de géneros tan insospechados en la escena contemporánea como la tragedia renacentista merece una respuesta entusiasta, aunque sea de una butaca sí y de una no. 

viernes, septiembre 11, 2020

Jota Mayúscula

© Radio 3
Cuando escucho en la radio, sin anuncio previo, varias piezas musicales del mismo autor casi siempre pienso en que algo ha ocurrido. No tiene por qué ser malo, pues a lo mejor le han dado a Bob Dylan el Premio Nobel de Literatura, como hace cuatro años. Esta vez no. En Siglo XXI, de Radio 3, volví a escuchar este mediodía la voz de Jota Mayúscula después de mucho tiempo sin seguirla, y, tras la pieza «En el cielo no hay alcohol», con Kase. O —que recomiendo—, la voz de Tomás Fernando Flores que anunciaba que Jota Mayúscula nos ha dejado esta madrugada. Y a continuación —no sé si la secuencia es exacta— un mensaje en el contestador de alguien llorando —literalmente— la muerte de Jesús Bibang González, Jota Mayúscula, el dj, rapero y productor musical, que cumplió durante el confinamiento sus 48 años. Digiero mi lamento con el recuerdo de las mañanas de muchos sábados que ocupaba la escucha del programa de Iñaki Peña, Trébede, en Radio 3, al que seguía El rimadero, cuya entrada sonora con ese efecto eco y su «¡Locooo!» tengo presente a lo largo de todo este día desde la noticia. Si la memoria no me falla, creo que seguí aquel programa desde su inicio, en 1998, con la extrañeza de quien apercibía que yo escuchaba también esa música, y, años después, con la generosidad de mi acompañante en el coche cuando empezaba la sintonía y las primeras piezas de hip-hop que me dejaba escuchar un momento. Solo no; estando solo, escuchaba como ritmo de fondo para mis tareas programas enteros de El rimadero, «uno de los programas que más han hecho por la popularización del género en nuestro país y también uno de los que más ha logrado que este siga pareciendo algo fresco, a pesar de ser ya algo absolutamente asimilado por el sistema», como ha dicho Xavi Sancho en El País. Una pena. A su memoria, a la de Jota Mayúscula —al que creo que habrían gustado—, dedico estos versos anónimos del Cancionero musical de Barbieri: «Memoria del bien pasado / da consuelo al mal presente».

miércoles, septiembre 09, 2020

Vuelta 2020


Una de las primeras cosas que hice esta mañana al llegar a la Facultad fue ir a las aulas en las que estaban mis alumnos conocidos con los que terminé el curso pasado en remoto. Tenía ganas de volver a verlos de verdad. Fue un ratito breve pero agradable, pues tenían clase. Todas y todos con mascarillas, las ventanas y puertas abiertas en todas las aulas y la necesidad, fuera, no solo de mantener la distancia de seguridad y respetar las indicaciones para moverse, sino de guardar silencio para no molestar a los de dentro. La de esta mañana ha sido una experiencia infrecuente. Recorrer el pasillo y escuchar tan cercana la voz de los compañeros que hablaban de la Historia de España y de las compañeras que aludían al Arte Moderno o a la Sintaxis. También me ha llamado la atención de esta anormalidad, cuando otros años el comienzo del curso —y más si se nos viene en un miércoles— siempre ha sido de poca afluencia, que esta mañana me dijera un profesor que había tenido casi un pleno de asistencia de los matriculados en su asignatura, como si en este año académico que hoy se ha iniciado hubiese una avidez insólita por empezar. Por cierto, empezar antes que los niños chiquininos de Primaria y antes que los chavales de Secundaria y Bachillerato, que parece que pueden tener más problemas. Y el caso es que es verdad que la educación no es una prioridad en España, que lo pone de manifiesto la gestión de esta vuelta a las aulas después de seis meses, el «caótico inicio de curso», como ha declarado Francisco García, el Secretario de Enseñanza de CC. OO. Ay, no sé. También he aprendido de los camareros de mi barrio y he desinfectado con un limpiador en spray y una bayeta la silla de mi despacho en la que se han sentado dos compañeros y una alumna. Otra experiencia nueva ha sido mi vuelta a la biblioteca, donde he tocado dos libros recibidos y provocado que, por la presunción de haberlos contaminado, tengan que estar tres días en cuarentena; y donde, tras sentarme en una silla, he tenido que voltearla y dejarla encima de la mesa. La primera vez en mi vida de lector. No me fui muy seguro de la estabilidad de la pirueta. No sé si lo hice bien. La última constatación de toda esta anomalía ha sido ahora releer en este blog la «Vuelta» del año pasado.

sábado, septiembre 05, 2020

Delibes

© Fotografía de Luis Magán

Ayer dediqué unas horas al gran Miguel Delibes, a leer sobre él en el monográfico de El Cultural «Cien por cien Delibes» por el centenario de su nacimiento. Me había encontrado por la mañana con un amigo que al verme con el suplemento, que lleva en portada un espléndido dibujo de Ricardo Martínez, me dijo que ya lo había leído y que no estaba de acuerdo con Luis María Anson en su «Primera palabra»; o sea, con que Delibes, junto a Cervantes y Pérez Galdós, es el tercero entre los más grandes novelistas de la historia literaria española. No soy muy amigo de este tipo de afirmaciones jerárquicas, pero no voy a discutir si las hacen otros lectores que saben lo que dicen y que, además, tuvieron relación afectuosa con la persona ensalzada. Delibes, para mí, es uno de los grandes; lo he leído con agrado siempre y, sin embargo, no tiene mucha presencia en mi biblioteca. También Rafael Narbona en su repaso biográfico («Miguel Delibes, una vida de fidelidades») lo equipara a Cervantes y a Galdós por su manera de fijarse en los excluidos, en los marginados. Darío Villanueva destaca en persona, pasión, paisaje, mito, estructura y lenguaje los seis caminos del autor de El hereje. Cine, teatro —el que no escribió pero al que le llevaron por sus novelas—, naturaleza, periodismo… se tratan en las páginas de este recuerdo del «escritor de la clase media», como le llama Ignacio Echevarría en un texto muy certero. Todo ese rato con Delibes me trajo el recuerdo de aquel encuentro de hace tantos años al que me referí aquí cuando murió. Hoy, aquella errata no me parece tan estrepitosa cuando se trataba de un conservador como él, de un matador de conejos y de perdices compatible con el pensamiento de un humanismo ecológico tan reparador como el que se desprende de la relectura —ahora, en 2020— de su discurso de ingreso en la Real Academia Española, cuyo exordio laudatorio culminó con estas palabras: «Vais a permitirme un inciso sentimental e íntimo. Desde la fecha de mi elección a la de ingreso en esta Academia me ha ocurrido algo importante, seguramente lo más importante que podría haberme ocurrido en la vida: la muerte de Ángeles, mi mujer, a la que un día, hace ya casi veinte años, califiqué de ‘mi equilibrio’. He necesitado perderla para advertir que ella significaba para mí mucho más que eso: ella fue también, con nuestros hijos, el eje de mi vida y el estímulo de mi obra pero, sobre todas las demás cosas, el punto de referencia de mis pensamientos y actividades. Soy, pues, consciente de que con su desaparición ha muerto la mejor mitad de mí mismo. Objetaréis, tal vez, que al faltarme el punto de referencia mi presencia aquí esta tarde no pasa de ser un acto gratuito, carente de sentido, y así sería si yo no estuviera convencido de que al leer este discurso me estoy plegando a uno de sus más fervientes deseos y, en consecuencia, que ella ahora, en algún lugar y de alguna manera, aplaude esta decisión mía. Vengo, pues, así a rendir público homenaje, precisamente en el aniversario de su nacimiento, a la memoria de la que durante cerca de treinta años fue mi inseparable compañera». Miguel Delibes Setién fue elegido el 1 de febrero de 1973 y tomó posesión el 25 de mayo de 1975 con el discurso titulado «El sentido del progreso desde mi obra», que respondió en nombre de la RAE Julián Marías. También la lectura de y sobre Delibes me ha traído a Antonio Otero Seco, al periodista extremeño de Cabeza del Buey, escritor y profesor exiliado en Rennes, a cuya muerte sus compañeros de universidad promovieron un Hommage à Antonio Otero Seco (Rennes, Centre D'Études Hispaniques. Université de Haute Bretagne, 1971) en el que publicaron textos Victoria Kent, Jean Cassou, Ramón J. Sender, Carmen Conde, Ana María Matute, Camilo José Cela, Ángel María de Lera, y, entre otros, Miguel Delibes con «La muda», un fragmento de su futura obra Los santos inocentes (1981), que, como me dijo Domingo Ródenas Moya —autor de una excelente edición de ese título en Clásicos y Modernos de Editorial Crítica—, sería una de esas «rebanadas» que Delibes fue cortando a su novela en fárfara para cumplir algún compromiso como esa propuesta de homenaje. Delibes.

miércoles, septiembre 02, 2020

Septiembre


El primero de septiembre siempre me trae algo de agosto. Realmente, solo son unas horas las que vivimos en esa distinción tan tremenda que algunos hacen entre uno y otro mes, entre la vacación y la vuelta a las labores. Ayer, en mi despacho. Echaba de menos mi despacho de la Facultad, aunque pasé por allí algunos días del mes pasado. No recuerdo en qué fase, C., una compañera querida, me decía que tenía ganas de volver a ver la puerta de mi despacho abierta, como suele estar si no recibo a alguien. Me gusta ese momento en el que un espacio tan reducido se convierte en una especie de confesonario; sea para atender una tutoría o para recibir a una colega que te cuenta una cuita. Lo que no podía imaginar es que en estos días la autoridad sanitaria recomendase que la ventana y la puerta de mi despacho permanezcan abiertas para que corra el aire. A la vuelta, me he encontrado con un vestigio reciente, de hace unos pocos meses: en una visita, una alumna me preguntó qué podría hacer alguien para publicar algo que había escrito. Fue tan enigmática como discreta, pues tuve que pedirle que me dijese por qué me preguntaba aquello. Averigüé que hablaba de alguien de su familia que había escrito algo que me dejó días después, que ya leí y de lo que no volví a saber nada más. Era un texto mal escrito, con mucho por recorrer, pero que me conmovió porque vi en sus costuras las ganas de compartir una inquietud. Seguirá en septiembre la puerta del despacho abierta o las tutorías en la calle, como ayer, en una céntrica terraza, aún de «vacaciones», disfrutando de una apacible conversación sobre la literatura y los libros, sobre las clases y el profesorado, sobre la vida y sobre el futuro. Ayer pensé en este agosto distinto que también se ha ido y cómo, por las entradas escritas aquí, suelen pasárseme por la cabeza las mismas cosas en la rueda de un existir que maldita la gana que tengo que se me trunque. Quise hablar hace unos días de mi Diccionario de citas y ya en agosto de 2011 aludí a él. Quise transcribir un fragmento de una carta de amor ficticio que proviene de un antiguo proyecto sobre el que también hablé aquí en agosto del año pasado. Y quise escribir sobre escribir cuando el otro día leí una entrevista con Antonio Garrigues Walker en la que decía que le encanta escribir teatro y que recomendaba a todo el mundo que no renuncie a pintar, «a hacer poesías… aunque lo hagan mal. Esa parte creativa de cada uno tiene mucho que ver con la felicidad», y volví a querer escribir sobre lo que ya escribí otro agosto pasado. Me repito, como agosto, como septiembre…