lunes, mayo 31, 2021

De llamadas (arriba) y de notas (abajo)

Si no hubiese llegado a interesarme por una grabación de un homenaje al escritor peruano José María Arguedas celebrado en el Instituto Cervantes de Madrid en enero de 2019, no habría conocido en ese momento la reedición española de la novela póstuma El zorro de arriba y el zorro de abajo (Prólogo de Dora Sales. Madrid, Drácena Ediciones, 2018), que tengo delante ahora porque estuvimos en clase con este autor y Los ríos profundos, «una de las novelas más admirables de la literatura latinoamericana», en palabras de Ricardo González Vigil en su admirable edición de la obra en la colección «Letras Hispánicas» de Ediciones Cátedra. Nos ocupó la historia de 1958, la que evoca el Ernesto narrador sobre el Ernesto personaje de sus catorce años en un internado religioso de una localidad al sur de los Andes peruanos, de nombre Abancay. Aunque Los ríos profundos es la obra de lectura, aludí a otros textos de Arguedas y a esa novela que se publicó en 1971 después de su suicidio en diciembre de 1969, y de la que ahora releo fragmentos —yo recuerdo haber tenido mi primer conocimiento por un ejemplar creo de Losada de 1972 de nuestra biblioteca universitaria— por esa edición moderna cuyos criterios editoriales me parecen insólitos. No sé, al menos, raros. Muy raros. Intentaré explicarme. Resulta que se da el texto de la novela, con sus partes de novela y sus partes de diario, y se anota. Hay hasta ciento cuarenta y nueve notas, incluyendo las que el propio Arguedas puso en el original de su obra tremenda y última. Hay notas léxicas que aclaran el significado de una palabra, otras resuelven la identidad de una personalidad literaria o la alusión a una entidad social como el Fondo de Beneficio del Pescador (nota 94)… Así, hasta el número dicho. A mí las notas no me molestan; al contrario, me gustan, y si son largas me zambullo en ellas porque creo encontrar ahí nutrientes añadidos al texto principal. Pero lo de ahora es como una exacerbación del universo de las notas al pie. Porque resulta que una vez que se anota una voz —por ejemplo, «pincho», que es pene, o «Cuerpo de Paz», que fue un organismo de los Estados Unidos creado para labores de inteligencia e información en los países latinoamericanos—, cuando vuelva a aparecer en la novela volverá a llevar esa palabra el numerito volado de la primera nota. Así que, si en una página hay tres menciones de pincho, pues tres pinchos habrá con su numerito volado, el mismo, el 20, por ejemplo, junto al 147, que remite a otra nota, esta sí al pie. Lo nunca visto, la verdad. La única justificación que se me ocurre es que la voluntad de los editores haya sido facilitar a los lectores la lectura con todas las redundancias. Como si el lector fuese tan estúpido y con tan poca retentiva como para no acordarse de la nota 20 que le explicaba el significado de una palabra que luego aparecía cincuenta páginas más adelante. Y como si no existiesen los glosarios que tanto ayudan en estas cuestiones. En fin, lo nunca visto en una editorial cuyo catálogo no deja de ser estimable. Tengo que anotarme esto como raro ejemplo cuando hable en clase de los modos de referencia en nota en la edición de un texto literario. Aunque ahora que me refiero a esto, creo que está muy bien que a los estúpidos con poca retentiva nos multipliquen los avisos al pie. Yo qué sabré.

viernes, mayo 28, 2021

La poesía de Luis Landero

Después de las numerosas reseñas que se han publicado desde su aparición en febrero de este año, y tras unos dos meses entre los diez títulos más vendidos en España, no hay pretensión de actualidad en esta nota sobre El huerto de Emerson (Tusquets, 2021) de Luis Landero que es fruto de una primera lectura admirada y de constantes regresos a sus páginas hasta hoy. No sé si la especie de que Landero iba a publicar una nueva novela me llevó a reflexionar sobre el género de un texto que me pareció de senectute —eso sí, sobre la infancia y la juventud—, en el que volvía la memoria como dilatador principal y la duda y desazón frente a la página en blanco, como ocurrió en El balcón en invierno (Tusquets, 2014), que alguno mal llamó crisis de vocación literaria. Sin duda, no son novelas como Juegos de la edad tardía, Absolución o Lluvia fina, y por eso, en el caso de El huerto de Emerson, muchas de las alusiones son a «libro», «obra» o «relato». Quizá haya sido la primera obra de Luis Landero, precisamente por su naturaleza, de la que he podido conocer avances; no sé si la única que el autor ha troceado para resolver con brillantez unas conferencias dichas por aquí o por allá. Por aquí, en Cáceres, sus lecturas de obras como El gatopardo, y su condición de estudiante de Filología y no filólogo, de lector, de profesor; y por allá, una conferencia en el Instituto Cervantes de Madrid en tiempos de pandemia que impidieron su presencia en Utrecht, en la que conocí la palpitante plegaria al señor de la invención y de la gramática. Sin voluntad de proponer nada, y menos aún de establecer una categoría genérica, se me ha ocurrido el título de esta entrada para sugerir una respuesta a la pregunta de por qué cautiva tanto la lectura de una obra así, como si se tratase de un poema memorable y emocionante. Que Luis Landero es un impenitente lector de poesía no es ninguna novedad. Constatar su admiración por la poesía española de la primera mitad del siglo XX, tampoco; como no lo es recordar las declaraciones que ha hecho en entrevistas sobre su rutina de escribir por las mañanas y de leer por las tardes, sobre todo poesía. Y escribir poesía desde antiguo. En el sexto capítulo de El balcón en invierno leemos: «No sabía lo que quería ser, salvo poeta. Había empezado a escribir mis primeros versos algo así como un año antes, cuando tenía quince años. Aquello fue un acontecimiento, otro de esos momentos estelares capaces de cambiar el curso de una vida hacia un nuevo destino» (pág. 82). Y un poco más adelante: «Y luego un día, no sé de qué manera, dejé de creer en Dios y me encontré creyendo en Gustavo Adolfo Bécquer. En aquel tiempo, yo solo tenía un libro en propiedad. Ese libro era Las mil mejores poesías de la lengua castellana». Creo que desde El balcón en invierno no había en una obra de Landero tanta poesía explícita, a la que habría que añadir la que contiene la prosa narrativa de un autor que alcanza cotas como la que remata el capítulo 4 («Donde Pache») de El huerto de Emerson, una alucinante manera de poner un estrambote lírico a una escena atroz (pág. 68). En este huerto poético, una de las primeras siembras que el lector encuentra es un poema de Antonio Machado (pág. 29). Qué decir de la aludida plegaria (pág. 149), que es un texto único en la narrativa de Landero. Luego, sin venir a cuento, los pespuntes de unas citas literarias de algunos artistas, poetas unos, como Eugenio Montale, Juan Ramón Jiménez o Fernando Pessoa, de los cuales, el español volverá con sus versos «¿Mar desde el huerto? / ¿Huerto desde el mar? / ¿Ir con el que pasa cantando? / ¿Oírlo desde lejos cantar?» (pág. 181) a uno de los capítulos finales («Mar desde el huerto»). Tiene delito que Landero diga en un momento de su poema narrativo (pág. 97), después de evocar las historias de su abuela Frasca y su tía Cipriana, que ahora no tiene a quién contárselas. Hacía tiempo que no encontraba un uso del tópico de modestia tan desviado, pues viene de alguien que ha logrado con su literatura reproducir aquellos relatos orales dichos en un corral o en sillas bajas, y ofrecérselos al lector acomodado en su sillón en un lugar apacible. Mucho más a gusto después de leer estas páginas sublimes. Vaya, no he dicho nada de la poética del lector, de la del escritor y de la del profesor, a la que hay que añadir la po-ética de este ser humano, ciudadano del mundo y de Alburquerque, que tiene esta extraordinaria manera de contar.

lunes, mayo 24, 2021

Roland Leighton

Un llanto sobre el mar se titula esta edición de los poemas de Roland Leighton (1895-1915).  Compré este libro el domingo 4 de abril y lo recogí el miércoles 7 un poco antes de la una, en la Facultad. A cualquiera parecerá un dato irrelevante; pero yo di mucha importancia a tener este libro de un autor que no había leído, pero que queda traducido por Paula Campos Fernández en este volumen publicado por El Desvelo Ediciones con fecha de 2020. Se abren sus ochenta páginas con un «Prefacio» de David Roland Leighton, sobrino del autor. Luego sigue un prólogo del poeta Ben Clark, que sabe situar desde ahí al escritor en el contexto de los ward poets que él recuerda haber leído en una antología heredada de su abuelo. La introducción —«Un llanto sobre el mar»—, que se divide en una nota biográfica y una reseña sobre la obra poética de Roland Leighton, es de Paula Campos Fernández, autora de la «Nota a la edición» y, ya lo he dicho, pero quiero decirlo otra vez, de la traducción de los poemas. Yo iba al aula 31 a realizar, con todo su protocolo, una encuesta a los alumnos de una compañera, cuando recogí el sobre que contenía el libro. La consecuencia ha sido leer a un poeta que murió en el frente francés en la I Guerra Mundial, a los veinte años. Su poesía, y los datos que se aportan en los textos preliminares de esta edición, me llevan a un período de la historia del que no me he preocupado de saber mucho —salvo lo que me ha venido dado por el cine y no por los libros. Un llanto sobre el mar contiene poemas llenos de sentimiento y que captan imágenes o sensaciones muy especiales, que están bien vertidas en la versión española y enriquecidas con notas como la que está al pie del poema «Violetas» («Violets»), escrito por alguien que acababa de cumplir la veintena y que había encontrado el cadáver de un soldado británico hundido en el barro. Se lo contó, en carta y en el poema, a su amada Vera Brittain, la escritora feminista y pacifista, la singular heroína, la autora de Testamento de juventud (Periférica y Errata Naturae, 2019), que aparece noblemente en esta sugerente edición de Un llanto sobre el mar. Lo cierto es que en estas pocas páginas está la obra completa de Leighton; pero también, con la edición de algunas cartas y fotografías, y otros paratextos, toda su exigua biografía.

sábado, mayo 15, 2021

15-M

© Hoy
Esta mañana de sábado me he acordado de un artículo celebrativo de Eugenio Fuentes que publicó el diario Hoy el domingo 28 de marzo de este año con el título de «Me vacuné con AstraZeneca». Lo leí con sana envidia y con fe y confianza compartidas en la campaña de vacunación para inmunizarse ante el maldito virus. Hoy vuelvo a suscribirlo, aunque yo tendría que decir «Pfizer». Acudí a la cita para la que fui llamado hace cuatro días y ha sido un sábado festivo. En primer lugar, porque en parte parecía una de esas convocatorias de antiguos compañeros de promoción que celebran reencontrarse con afecto y alegría; pero también porque hay que aplaudir la organización perfecta de algo tan complicado. En primera línea, los voluntarios de ARA (Asociación Radio Ayuda), luego, auxiliares que tomaban los datos, una médica que te preguntaba, otro control en mostrador y una silla dispuesta para vacunarte con amabilidad. Todos atentos a todo. Ahora sí que no comprendo por qué hemos dejado de aplaudir desde los balcones a todos los responsables de la sanidad pública. Sé que P., docente ya vacunado, con quien me he encontrado en la zona de la fruta del supermercado, no comparte conmigo esto, pues él siempre se fija en lo que no funciona. Pero C., médico, sí me ha confesado que él también se emocionó cuando se vio en otra fase feliz, después de toda la pesadilla, y que estaba admirado por la acción de quienes han podido fabricar en un año una vacuna y lograr esta hazaña, la de quienes compensan la de otros tirando con precisión bombas sobre Gaza. El «venturoso antídoto», como decía aquel verso de Manuel José Quintana de un poema de 1806 dedicado «A la expedición española para propagar la vacuna en América bajo la dirección de don Francisco Balmis», que fue un cirujano responsable de esa expedición y que tradujo una obra principal de su colega J-L. Moreau de la Sarthe con el título de Tratado histórico y práctico de la vacuna, que contiene en compendio el origen y los resultados de las observaciones y experimentos sobre la vacuna, con un examen imparcial de sus ventajas y de las objeciones que se le han puesto, con todo lo demás que concierne a la práctica del nuevo modo de inocular (Madrid, Imprenta Real, 1804). Vamos, como hoy. Es la segunda vez que titulo «15-M» una entrada de este cuaderno, y espero que se me disculpe que celebre así un décimo aniversario.

miércoles, mayo 12, 2021

Emilia Pardo Bazán (1921-2021)

De haber tenido hoy clase, y si esa clase hubiese sido, como hace ya unos cursos, sobre la novela del siglo XIX, habría preguntado en el aula, como otras veces: «¿Por qué llueve al comienzo de La madre Naturaleza?» Habría vuelto a llamar la atención sobre la grandeza de la escritura de Emilia Pardo Bazán, de cuya muerte se cumplen cien años, aunque en más de una edición académica de las que andan por casa se da la fecha del día 2 de mayo. También habría repetido —lo he hecho muchas veces— que es tan grande la estatura literaria de la autora de Los pazos de Ulloa y de La cuestión palpitante que cualquier especialista en su literatura que intente explicar su obra quedará muy superado por su sabiduría, su conocimiento de la materia. Aunque La madre Naturaleza se publicó con el aviso de «2ª parte de Los pazos de Ulloa», las dos novelas se han venido editando independientemente, e incluso se han programado en diferentes cursos como lecturas exentas. O bien unos cursos inferiores leen La madre Naturaleza, o bien otros, más avanzados, leen Los pazos de Ulloa. Es lícito. Pero, como me parece que La madre Naturaleza, que, propiamente, no es «continuación» de la novela anterior pero ilumina y aclara su lectura, propuse hace tiempo que se leyesen juntas. Y la experiencia creo que fue provechosa. Aunque solo sea por volver al goce de comentar en clase fragmentos brillantes de la prosa de la gran autora, recordaré cómo ella monta con palabras una cámara que filma una panorámica narrada ya desde el interior de la escena: «Uno de los deleites más sibaríticos para el feroz egoísmo humano, es ver—desde una pradería fresca, toda empapada en agua, toda salpicada de amarillos ranunclos y delicadas gramíneas, a la sombra de un grupo de álamos y un seto de mimbrales, regalado el oído con el suave murmurio del cañaveral, el argentino cántico del riachuelo y las piadas ternezas que se cruzan entre jilgueros, pardales y mirlos— cómo vence la cuesta de la carretera próxima, a paso de tortuga, el armatoste de la diligencia. Hace el pensamiento un paralelo (fuente de epicúreos goces, sazonados por el espectáculo del martirio ajeno), entre aquella fastidiosa angostura y esta dulce libertad, aquellos malos olores y estas auras embalsamadas, aquel ambiente irrespirable y esta atmósfera clara y vibrante de átomos de sol, aquel impertinente contacto forzoso y esta soledad amable y reparadora, aquel desapacible estrépito de ruedas y cristales y estos gorjeos de aves y manso ruido de viento, y por último, aquel riesgo próximo y esta seguridad deliciosa en el seno de una naturaleza amiga, risueña y penetrada de bondad». Ojalá supiese presentar convenientemente lo que hace recomendable esta lectura en este centenario. Dijo Isabel Burdiel en una conferencia-presentación —que comparto— de su biografía Emilia Pardo Bazán (Madrid, Taurus, 2019) que la mejor obra de la escritora gallega fue su propia vida. Sin duda, está llena de contrarios, moderna y antimoderna, tradicionalista y radical, conservadora y progresista, y llena de hallazgos, y de hechos; pero sus textos son los que perviven y esos, sin vivencias ni datos explícitos, sí que están plagados de vidas.

lunes, mayo 10, 2021

Caballero Bonald

En estas horas tras su muerte, reconforta la mirada sobre algunas de las páginas escritas por José Manuel Caballero Bonald (1926-2021). Me he parado en Entreguerras o De la naturaleza de las cosas, un libro de versículos que publicó Seix Barral a principios de 2012. Si existe La novela de la memoria, que recogió sus dos volúmenes, Tiempo de guerras perdidas (1995) y La costumbre de vivir (2001), Entreguerras es otro registro poético de su autobiografía que está más lleno de hallazgos de lenguaje que de información repartidos en catorce capítulos de un poema único, «con sus predecibles injertos de ficción» y la «obstinación retórica» de un gran poeta. Refugio es este recogerse en su palabra como homenaje íntimo y doméstico, tomar uno de sus libros, y leer: «vivo detrás de mí entre aquellos ausentes a quienes quise antaño tan de cerca / y que fueran un día igual que dioses en un mísero reino de rufianes». Recuerdo con agrado su visita a Cáceres para leer poemas en noviembre de 1997 y estar presente en la defensa de la tesis doctoral de María José Flores sobre la obra poética de C.B. y sus variantes el mismo día de la trágica riada de Badajoz. Ayer sentí ganas de dar el pésame a María José, a José Ramón Ripoll, a Julio Neira, a tantos de los que le conocieron de cerca y con los que he compartido admiración por la literatura del escritor que llaman en sus necrologías y homenajes el de las mil vidas. Leo ahora también los versos de otro poeta a quien tengo que presentar mañana en su pueblo y el mío, tomo notas sobre sus libros, y tengo delante la cuarta de cubierta de uno de ellos, Estudio del enigma (Visor Libros, 2015), con unas palabras rematadas con el nombre de José Manuel Caballero Bonald: «Poemas reflexivos, de trascendencia filosófica, que ahondan de una manera personal en lo real. Un libro meditativo, muy bien construido en su tono y adjetivación, que justifica el premio recibido y la calidad de su autor». Sean o no sean del puño y la letra del autor de Descrédito del héroe, me han parecido esas palabras concurrencia amable en estas horas, previas a las que mañana nos tendrán en Zafra en la lectura de poemas de otro José Manuel.



sábado, mayo 08, 2021

Buen Valle

Minutos antes de las cinco y media de esta tarde ya estaba sentado en una de las cuarenta sillas —por restricción de aforo— dispuestas en la Sala Maltravieso de Cáceres, para ver el primer pase —el segundo habrá sido a las ocho— del estreno de Los cuernos de don Friolera, de Valle-Inclán, del Taller de Montaje «Edipo», uno de los grupos que integran el TAM, el Teatro Amateur de la Escuela de Artes Escénicas Maltravieso. Tenía muchas ganas de volver a ver teatro, aunque siga siendo con mascarilla y a deshoras; pero quería ser de los primeros en darse el gustazo de escuchar decir alta literatura en escena. Y me ha parecido admirable lo que he visto. Porque Isidro Timón, el director, ha sacado buen provecho de algunas de las jugosísimas acotaciones con la voz en off de Pedro Tirado y un fondo de música —acortadas por el tiempo que obliga—, y ha sabido mantener con respeto el lenguaje del genio. Porque cuando se separa de él sabe hacerlo: «Soy verato», dice Pachequín, para reivindicarse; y el Coronel de doña Pepita lee en la prensa que van a instalar en la ciudad un centro budista que va a atraer a mucha gente. Porque tan solo cuatro actores —¿aficionados?— han levantado con brillantez una maravillosa propuesta de gestos y de textos asumiendo el texto y el gesto de más de diez personajes de un elenco original en el que también estaban, gracias al mundo de Valle-Inclán, un carabinero, un perrillo de lanas, el Barallocas mozo de los billares y una cotorra. Es admirable, sí, volver a ver a quienes ponen tanta pasión y talento en lo que hacen: Fernando Royo (Don Friolera), al que no hace falta llevar sobre su testa más papeles que el que le ha tocado para coronarse como actor principal. Debería ser más fantoche matasiete, menos natural, más rígido y cuadrado, como quiso su creador. Mercedes Fuentes, que sorprende por su capacidad de adaptarse a registros tan antagónicos como la vieja cetrina con manto de merinillo (Doña Tadea), el Teniente Rovirosa o el matutero Curro Cadenas, y en todos borda el papel. Creo que a Rodrigo Gutiérrez Cepeda no lo había visto actuar; pero ha resuelto con solvencia creciente su papel como Pachequín, como uno de los militares e incluso como la doña Calixta del billar y la mano de la niña Manolita. Y también Maribel Rodríguez Ponce —que hace de doña Loreta, de militar, de ciego…— es una pieza esencial para que todo esto se mantenga y funcione como un espectáculo teatral con unos medios limitados con un resultado portentoso. Impecable está ella en unos papeles que exigen el uso de la voz —su fuerte— para lograr los matices que llegan a un espectador que yo creo que en más de una de las transiciones habría aplaudido por el buen hacer de los actores. La verdad es que en hora y media este montaje ha logrado incluir casi todo del sainete valleinclanesco. Casi todo. Falta, para mí, lo principal —y es comprensible que no esté. Faltan las claves con las que don Ramón María quiso enmarcar la pieza central —como la comedia principal de aquellas funciones de teatro de los pasados siglos, con su loa, su tonadilla, su entremés…—, con su prólogo y epílogo para que se comprendiese su propuesta estética. Por eso el romance de ciego como cierre de esta función, tan bien dicho y cantado por Maribel Rodríguez Ponce, no tiene el sentido que en la pieza de Valle quería tener. Por eso, don Estrafalario, después de escuchar el romance, dice a don Manolito que se gaste una perra y lo compre. Y cuando don Manolito le pregunta para qué, el genial don Estrafalario le responde: «¡Infeliz, para quemarlo!»



viernes, mayo 07, 2021

Papeles

Cuando veo los montones de recortes y fotocopias que se acumulan en algún lugar de esta casa pienso en que necesitaría otra vida para ordenarlos; pero a veces unos pocos, que llevan por ahí sueltos un tiempo, una tarde parecen decirme que quieren recogerse. Entonces me detengo en ellos, los releo y los pongo en su lugar. Me sienta bien esta terapia. No sé por qué tengo la fotocopia de una página del Diario de Cádiz del 5 de septiembre de 2012 con la reseña del libro de Charles Rosen Música y sentimiento (Alianza Editorial, 2012) escrita por Pablo J. Vayón con el título «Para qué sirve la música». Supongo que me acordé de mi padre que decía a su modo lo que el reseñador recuerda que dijo Sancho a la Duquesa en la segunda parte del Quijote: «Señora, donde hay música no puede haber cosa mala». (Esta cita está anotada también en un cuaderno mío de 2006 que acabo de encontrar). Mucho más antigua es la reproducción que tengo de dos páginas de El País con un artículo de Félix Grande («Un recuerdo para José María Arguedas») que se me ha cruzado cuando aún tengo pendiente escribir sobre una curiosidad de una edición moderna de El zorro de arriba y el zorro de abajo, la novela póstuma de la que habla el poeta español —el extremeño, el manchego, el andaluz, el de Santiago de Chuco— desde las primeras líneas de su texto. Cuenta Grande —sábado, 28 de noviembre de 1987— cómo conoció a Arguedas en el aeropuerto de La Habana, a principios de 1968, en un vuelo hasta Madrid, y se pregunta por las razones de su suicidio, sobre la muerte, sobre la palpitación de dos culturas, la indígena y la otra, sobre que la rabia no. De 2006 es la página de El País que recuerda el centenario del nacimiento de Dino Buzzati con un artículo de José María Guelbenzu y otro texto más breve pero no menor de su editor en España, Javier Santillán (Gadir Editorial), con el título incitativo de «¿Cómo no leerlo?». Por aquellos años creo que fue cuando empezaron a difundirse traducciones en español de Buzzati, también en Acantilado, y desde entonces tengo esa página con el propósito no cumplido de leer —salvo algún texto suelto— al autor de El desierto de los tártaros. Asuntos pendientes, como escribir algo largo sobre la cantidad de veces que he decidido no volver a narrar una historia ya contada por otro, a transcribir un pensamiento repetido por escrito por alguien con más luces. Quizá eso explique que tenga esa página de la foto de arriba, que nos regala un recuerdo de la muerte de Charles Aznavour, y del homenaje nacional que se le tributó en octubre de 2018, cuando Manuel Vilas se adelantó a mi idea y me robó la frase «Mi momento de oro es recorrer Madrid con mi coche los domingos a las nueve de la mañana». Me la robó porque yo ya la había escrito algunos años antes, una mañana de domingo con la Castellana vacía de coches, de camino a la casa de unos amigos antes de volver a Cáceres y escuchando en el coche «Madrid amanece», de Hilario Camacho, que se fue el día de mi cumpleaños de aquel 2006 de lo de Dino Buzzati. Quizá por todo esto tenía estas páginas encima de un montón de papeles aguardando el momento de ser recogidas en un lugar donde guardar un orden perdurable no sé hasta cuándo. 

domingo, mayo 02, 2021

2 de mayo

Ignoro qué clase de trastorno nos impide aguantar sin comprar dos días festivos seguidos. Esta mañana, en la calle, he visto a la hora de la apertura de un supermercado a varias personas esperando mientras una empleada subía (¡¡rrrrraaaaasssss!!) la persiana metálica del establecimiento. Media hora después, cuando faltaban aún cinco minutos para que diese la de abrir otro espacio de una conocida marca, conté diez que aguardaban a la puerta. Antes de la pandemia, yo creía que estas actitudes no eran más que reminiscencias de los ya lejanos tiempos de escasez de la posguerra; pero el tiempo, en efecto, pasa y no hay ninguna lógica que explique esa zozobra que produce el cierre durante dos días de algunas tiendas habituales. Hoy domingo he leído mucho, he trabajado bastante y no he hablado casi nada. Los «buenos días» y «gracias» al recoger la prensa, y poco más. Ni siquiera por teléfono, con el que cada día escribo más y hablo menos (*). He escrito en mi cuaderno: «Por sus heces los conoceréis». Ha sido después de pringarme con la lectura en los periódicos de tantos discursos de odio, y se me ha ocurrido que quizá pueda servirme para bosquejar un texto sobre lo mal que llevo los conflictos. «Dios le bendiga», me ha dicho un señor que pedía en la calle; y lo anoto aquí ahora por los vientos disímiles que nos trae la vida. Lugares comunes: (1) una gran obra de la literatura que fue rechazada por las más prestigiosas editoriales hasta que otra, más modesta o igual de importante, la publica; (2) un influyente crítico que escribe una elogiosa reseña en un medio de gran difusión que ayuda incontestablemente a catapultar y refrendar la obra. A veces, se han dado a la vez. Subestimo mi memoria y siempre dudo. El viernes no daba un céntimo por tener en casa lo que necesitaba: un libro y cinta para embalar. Una parte de mí decía que estaba segura de que los tenía; y la otra parte, después de minutos de rebusca sin resultados, me desalentó; hasta que por fin se impusieron los posos de autoestima que aún conservo. Encontré la cinta y el libro, y a ambos he dado el uso requerido. Por cierto, después de dos días festivos, me faltan cervezas y he bajado a la tienda a comprar unas latas.


(*) Una conversación con mis hijos a distancia, y viéndonos las caras, ha venido a acomodarlo todo después de escrito esto.

sábado, mayo 01, 2021

Primeros de mayo

No he querido mirar mucho más atrás en esta costumbre mía de fijarme en fechas señaladas, porque seguro que saldrá algún apunte del primer día de mayo de otros años […] Lo sabía. El primer día de mayo de 2019 fue bien triste por culpa de la muerte de Luis Costillo. Y no digo nada del primero de mayo del año pasado, del que escribí aquí desde el diario de un confinamiento. Cómo va pasando todo. Como las imágenes esta mañana —así han ido corriendo— en un paseo luminoso por calles y avenidas, y por un parque exuberante y casi despoblado, desde el que volví a casa cargado de la prensa que a última hora del día todavía leo. Escucho buena música.