Habría que hacer una desprejuiciada historia breve de la poesía escrita por filólogos, historiadores y críticos de la literatura. Sería difícil. Por lo de los prejuicios; no por falta de materiales. Es una literatura casi invisible, si se tiene en cuenta su influjo en el panorama. Pero es una literatura siempre presentida. Cuando yo era estudiante, sabíamos que Juan Manuel Rozas escribía poemas porque de vez en cuando en sus exámenes colaba una décima propia al lado de otra de Guillén para que analizásemos las claves de la escritura del autor del 27. Luego vino
De la consolación y de sus dioses (1984), que fue el primer libro de nuestro profesor. Jorge Urrutia no llegó a darme clases; pero recuerdo que le leí como poeta antes que como estudioso porque era uno de los autores que incluyeron Fanny Rubio y José Luis Falcó en aquella antología de
Poesía española contemporánea (1939-1980), de Editorial Alhambra, de 1981, que tuve un tiempo como lectura. Siempre sospechamos que el profesor Ricardo Senabre escribía versos en la intimidad de sus cartas de esmerada caligrafía; y a los
Poemas sin querer (1990) de Manolo Ariza ya me he referido
aquí. Aparte ciertos profesores-poetas reconocidos, como Guillermo Carnero, Jaime Siles o Luis García Montero, entre otros muchos, esa historia debería tener en cuenta a poetas como Francisco Aguilar Piñal con sus
Sonetos de otoño, cuya primera edición data de 1988, o su galería
Mis dioses favoritos en el Museo del Prado (2004); o como Francisco Rico, que en más de una ocasión ha publicado poemas de estirpe clásica y espíritu moderno cuando le pedían una contribución a un homenaje filológico. Y una historia así, casi secreta, debería tener en cuenta a escritores como Luciano García Lorenzo (Zamora, 1943), del que no sabía que escribía poemas hasta que recibí
Verde oscuro (Madrid, Visión Libros, 2013), que vino seguido de
Cenizas y diamantes (Madrid, Editorial Orígenes, 1991), un libro anterior
. Y hubo más, según leo, pues
Día a día parece que fue su primer libro (Zamora, Instituto de Estudios Zamoranos Florián de Ocampo, 1990), escrito en clave elegíaca tras la muerte de su esposa, clave que se prolonga en los primeros poemas de
Cenizas y diamantes («Supe de golpe que la muerte existe / y no por ver tu cuerpo sosegado. / Lo supe porque también de golpe / dejé de ser yo mismo.»). Muchos años después ha aparecido este
Verde oscuro. Oscuro; pero no sombrío. Lo justo, pues contiene celebración amorosa, reflexión concentrada sobre el paso del tiempo, o la jubilosa constancia de la experiencia de esos hijos nuevos que pueden ser los nietos —no lo sé—; pero también la rabia del ciudadano que se duele de las miserias y etcétera del siglo veintiuno y de la España de ahora («que aquí están otra vez los cuarenta ladrones prepotentes»). Y, sobre todo, tiene este libro literatura, la que se muestra en la diversidad de formas, del soneto al versículo, y la que se ve en el paseo por la historia literaria de los ecos y llamadas a Lope, Lorca, Emilio Prados, San Juan de la Cruz, Cernuda, Aleixandre, Claudio Rodríguez, Fray Luis de León, Antonio Machado..., y otros que, al fin y al cabo, hacen ese rasgo común de todos esos filólogos poetas que pueblan esa historia de la literatura no escrita que alguien algún día podría, al menos, censar.