“También Ana miró al cielo muy de mañana, y sin poder remediarlo pensó ¡si lloviera! Lo deseaba y le remordía la conciencia de este deseo. Estaba asustada de su propia obra. «Yo soy una loca -pensaba- tomo resoluciones extremas en los momentos de la exaltación y después tengo que cumplirlas cuando el ánimo decaído, casi inerte, no tiene fuerza para querer». Recordaba que de rodillas ante el Magistral le había ofrecido aquel sacrificio, aquella prueba pública y solemne de su adhesión a él, al perseguido, al calumniado. Se le había ocurrido aquella tremenda traza de mortificación propia en la novena de los Dolores, oyendo el Stabat Mater de Rossini, figurándose con calenturienta fantasía la escena del Calvario, viendo a María a los pies de su hijo, dum pendebat filius, como decía la letra. Había recordado, como por inspiración, que ella había visto en Zaragoza a una mujer vestida de Nazareno, caminar descalza detrás de la urna de cristal que encerraba la imagen supina del Señor, y sin pensarlo más, había resuelto, se había jurado a sí misma caminar así, a la vista del pueblo entero, por todas las calles de Vetusta detrás de Jesús muerto, cerca de aquel Magistral que padecía también muerte de cruz, calumniado, despreciado por todos... y hasta por ella misma... Y ya no había remedio, don Fermín, después de una oposición no muy obstinada, había accedido y aceptaba la prueba de fidelidad espiritual de Ana; doña Petronila, a quien ya no miraba como tercera repugnante de aventuras sacrílegas, se había ofrecido a preparar el traje y todos los pormenores del sacrificio... «¡Y ahora, cuando era llegado el día, cuando se acercaba la hora, se le ocurría a ella dudar, temer, desear que se abrieran las cataratas del cielo y se inundara el mundo para evitar el trance de la procesión!».
Ana pensaba también en su Quintanar. Todo aquello era por él, cierto; era preciso agarrarse a la piedad para conservar el honor, pero ¿no había otra manera de ser piadosa? ¿No había sido un arrebato de locura aquella promesa? ¿No iba a estar en ridículo aquel marido que tenía que ver a su esposa descalza, vestida de morado, pisando el lodo de todas las calles de la Encimada, dándose en espectáculo a la malicia, a la envidia, a todos los pecados capitales, que contemplarían desde aceras y balcones aquel cuadro vivo que ella iba a representar? Buscaba Ana el fuego del entusiasmo, el frenesí de la abnegación que hacía ocho días, en la iglesia, oyendo música, le habían sugerido aquel proyecto; pero el entusiasmo, el frenesí, no volvían; ni la fe siquiera la acompañaba. El miedo a los ojos de Vetusta, a la malicia boquiabierta, la dominaba por completo; ya no creía, ni dejaba de creer; no pensaba ni en Dios, ni en Cristo, ni en María, ni siquiera en la eficacia de su sacrificio para restaurar la fama del Magistral: no pensaba más que en el escándalo de aquella exhibición. «Sí, escándalo era; la mujer de su casa, la esposa honesta, protestaba dentro de Ana contra el espectáculo próximo... No, no estaba segura de que su abnegación fuese buena siquiera; acaso era una desfachatez; la paz de su casa, el recato del hogar, lo decían con silencio solemne...» y Ana sudaba de congoja... «¡Lo que había prometido!».
No llovió. El toldo gris del cielo continuó echado sobre el pueblo todo el día. Una hora antes de obscurecer salió la procesión del Entierro de la iglesia de San Isidro.”
(La Regenta, capítulo XXVI)