Mucha gente este domingo en Mérida en la última representación de
Tito Andrónico, que cerró el Festival Internacional de Teatro Clásico en su sexagésima quinta edición. Lloviznó en la primera parte —cuatro gotas—, y en la segunda más de cuatro gotas —pero no muchas más— provocaron un rebullir muy poco
profesional de un público que, según filas y almohadillas, no tuvo reparo en acompañar escenas de alta intensidad dramática con ese molesto indicio de estar despojando al reparador bocata del papel de aluminio. Como supo a poco, en la segunda parte, en la disputa de Lucio y el pérfido Aarón —magnífico Guillermo Serrano, y Muñoz, vaya debut en Mérida—, se abrió sin apuro el paquete de galletas y se pasó entre varios asientos pares. Hay que tener mucha afición al teatro para eso de aguantar sin comer tres horas. Ya en serio: hay que tener mucha afición al teatro para aguantar casi en cuclillas tres horas con receso de quince minutos sin mover los pies ni estirar pierna alguna tras pagar el asiento a treinta y cinco euros más gastos por cabeza. (Esto de la pierna y la cabeza quizá no esté tan mal traído en el contexto dramático de la pieza de Shakespeare, que es lo más parecido que yo he leído en clásico al cine de Quentin Tarantino). Menos mal que unos forasteros —los del bocadillo eran autóctonos, moradores de aquí— nos invitaron a su fila para ver la segunda parte casi repantingados. Un lujo. Quizá por eso me gustó más esa parte de este extraordinario montaje de Teatro del Noctámbulo. Y es que logra este teatro que el texto diga otra cosa, cuando movimientos, luces o palabras, y tanto más, construyen la
verdad escénica. Los cinco actos de la tragedia del genio inglés se articulan en la versión de Nando López en dos partes, que dejan ver las divisiones del drama original, pero que, sobre todo, distinguen entre el ejercicio violento del poder y la venganza. Con estos mimbres, vuelvo a Tarantino —siete de sus nueve letras están en Tito Andrónico—, y recuerdo que dijo en alguna ocasión que es necesario que se muestre la sangre en el cine porque lo que él quería ver es cómo un tipo sangra como un cerdo cuando le pegan un tiro en el estómago, y no una manchita roja en mitad de la tripa. El texto de Shakespeare se presta a todo tipo de excesos; pero en este montaje, el director, Antonio C. Guijosa, no se deja llevar, con buen criterio, por tal proposición violenta y sangrienta, con mutilaciones, una violación, disparos —sí— y apuñalamientos y degollaciones. De hecho, yo por un momento temí que Moirón apareciese en escena con la motosierra de
La matanza de Texas de Tobe Hooper; pero no. Que la venganza os confunda a todos, dice Aarón en el último acto de la obra del inglés; pero en esta versión de Nando López no hay confusión posible por lo bien administrada que está la acción dramática de un texto que mejora en esta propuesta, con sus puntos cómicos en la escena en la que el moro, por mandato del emperador, exige cortar la mano de uno de los Andrónico; o de aquella con la intervención del
Rústico (Cándido Gómez), que juega con el nombre del actor extremeño cuando incide en la pausa entre
candi y
dato en una condición que propicia el texto original. De este me gusta mucho —y esta versión lo mantiene, como es natural— el recurso de incorporar una fuente literaria como las
Metamorfosis de Ovidio —el rapto de Filomela por Tereo en el libro VI— como un elemento esclarecedor del infame crimen sobre Lavinia en el mejor momento de la interpretación de Lucía Fuengallego, salvada su efectista aparición violada y mutilada. Qué bien ver, sin menospreciar a nadie, a Sergio Adillo en el teatro romano de Mérida —lo que no consiga este antiguo alumno cuya tesis doctoral convertida en libro ya leído tengo sobre mi escritorio…—, porque creo que significa una vocación teatral admirable sostenida por su solvencia sobre el escenario. Como lo es, como consagración, la del inconmensurable —nuevamente, ya lo dije por
La decisión de John— José Vicente Moirón, que se mueve desde la determinante interpretación del héroe firme y valiente que regresa a Roma y postulan como emperador, hasta la genialidad actoral que nos presenta el despojo de un padre de más de una veintena de hijos casi todos muertos y sometido a la violencia, a la enajenación y a la muerte. Su trabajo en la función del domingo me puso delante casi todos los registros que le he visto en escena en obras tan dispares como la ya citada de Mike Bartlett o la admirable de
El hombre almohada, o su papel de
Áyax en el teatro romano también, en donde ha representado lo atlético, lo patético, lo cómico, lo más dramático. Merece todos los reconocimientos. Como todo el elenco participante en un espectáculo tan solvente como este
Tito Andrónico que vimos tan bien y tan incómodos y cómodos en un marco incomparable. Ay, el marco incomparable. Y tan incomparable. El otro día, un amigo hispanista americano me decía que el
Tito Andrónico no es ni divertido ni ameno; pero que verlo en Mérida tenía que ser una pasada. Y yo añado que la versión de Nando López y la dirección de Antonio C. Guijosa logran que esta obra, si no divertida —que no le corresponde—, sea vibrante; si no amena, suficientemente seductora para que el público aguante tan rumbosa duración. Teatro del Noctámbulo ha vuelto a ofrecer un trabajo ejemplar y ha sacado piedras preciosas de un texto complicado, y tal gesta debe ser conocida por otros públicos en otros lugares.