jueves, noviembre 28, 2019

Clases


Echo de menos dar clases. Echo de menos dar clases, y por eso he disfrutado tanto esta mañana cubriendo una hora de una compañera que ha acudido a un congreso. Por primera vez en treinta y tres años, no tengo clases en el primer cuatrimestre. Si le sumamos el parón por los exámenes, esto quiere decir que hasta el 30 de enero no tendré carga docente. Alguno dirá que es un chollo. Yo no creo lo mismo, pues las echo en falta. Algún colega se compadecerá, porque ellos llevan ya muchos años con esa experiencia de un semestre sin docencia para estancias fuera o para lo que sea. Lo de esta mañana ha sido en un grupo muy peculiar de mi Facultad: primer curso del grado de Historia en la asignatura de Textos Fundamentales de la Literatura Española. Muy atentos, con interés, con preguntas, muy mayoritariamente hombres —curioso— y con la nota distintiva de que en primera fila había personas de mi edad, con cuarenta años más que sus compañeros de curso. Me han aplaudido al final y estoy convencido de que ha sido porque han notado que estaba disfrutando, y no por lo que he dicho ni por cómo lo he dicho. Como dijo Gustavo Adolfo Bécquer al dirigirse a la mujer de sus cartas literarias, «Yo nada sé, nada he estudiado; he leído un poco, he sentido bastante y he pensado mucho, aunque no acertaré a decir si bien o mal. Como sólo de lo que he sentido y he pensado he de hablarte, te bastará sentir y pensar para comprenderme». Y es que ha sido Bécquer y esa espléndida poética epistolar, que publicó en El Contemporáneo entre diciembre de 1860 y abril de 1861, el asunto principal de una clase que ha terminado con un alumno preguntándome si podría leer esa obra que los amigos del sevillano promovieron a su muerte en diciembre de 1870. Él quería saber de la edición madrileña de Fortanet en dos volúmenes (Obras) que se publicó en 1871 y en la que aparecieron por primera vez reunidas las Rimas. Ha sido tan fácil como hacer una búsqueda, en la misma aula, y mostrar en pantalla, gracias a Google Books, las páginas facsimiladas de lo que hacía un rato pudiera haberle parecido tan lejano e inaccesible. Un trabajo gustoso. Como hace unas semanas, en otra sesión esporádica sobre Don Álvaro o la fuerza del sino, y en otra más, con ese mismo grupo de Historia, sobre la Biblioteca de Barcarrota. Un trabajo gustoso y un aplauso para estudiantes así.

miércoles, noviembre 27, 2019

Un texto para algo


Me preguntó si podría ayudarla. Había metido la mano en un sumidero esquinado y no lograba sacarla. Me pareció extrañamente serena su actitud mientras me contaba que se le había caído por el hueco un anillo muy querido, un recuerdo de su madre, recientemente fallecida. Se afanaba tanto en su tarea mientras hablaba conmigo que mucho más me extrañó cómo me relataba que su mano, en busca de su apreciado aro en el agujero, palpaba algo con viscosidad que no podía ser una mousse de chocolate, que estaba segura de que aquello sería un excremento asqueroso. Yo seguí allí y ella me dijo —sentí un escalofrío— que había notado que una mano, allá abajo, estrechaba la suya. A partir de ese momento, solo recuerdo que un policía me preguntó si necesitaba ayuda. Yo estaba con la mano dentro de aquel sumidero; y me puse nervioso. Finalmente, la saqué sin dificultad, llena de mierda, y le dije que no, que todo estaba bien. Ni sentí asco ni nada.

* Había titulado este texto «La mierda»; pero me pareció que podría resultar demasiado contundente y de ningún modo malsonante. Así que he preferido «Un texto para algo», que es un apunte que suele repetirse en mis cuadernos cuando se me ocurre alguna bagatela. Es solo eso, un texto para algo, para desarrollar quizá, sin más significado. No tenía un porqué, pero justifica esta nota que a veces alguien de confianza me pregunta si me ha pasado algo, bueno o malo, por escribir según qué cosas. Eso sí, yo, a quienes me pregunten, daré las explicaciones que quieran. En este caso, me salió este texto y he querido publicarlo. En realidad, tampoco había que aclarar tanto. Aunque yo seguiría mareando la perdiz hasta alcanzar las mismas palabras en esta nota que el texto de arriba tiene. Que, si no he contado mal, son ciento sesenta y siete. Si no he contado mal. Ahora no sé si me quedo corto o si lo he cuadrado. Y creo que sí.

martes, noviembre 26, 2019

«El Pelayo», de Jovellanos


El sábado por la noche me encontré en la calle con una pareja amiga y con su perrito (A). Yo había salido a tirar la basura, a sacar dinero del cajero y a dar una vuelta corta con la idea de volver pronto a esta mi casa en la que había dejado la calefacción encendida, el teléfono móvil en el escritorio y la pantalla del ordenador luminosa aún con la primera página de una reseña que estoy escribiendo de la espléndida edición crítica de El Pelayo de Jovellanos que hizo Elena de Lorenzo y publicó Ediciones Trea (noviembre de 2018). En la calle, poco después y por detrás de nuestro encuentro, tuve la grata sorpresa de ver a otras amigas (B) que habían coincidido con la pareja (A) —no sé si con perrito— en la misma celebración por la jubilación de un amigo común (C). En la conversación en medio de la calle, salió el Pelayo como tarea pendiente que conté a (A) y a (B), y la calefacción, la basura, el móvil en casa. Todo el mundo, (A) y (B), se reía con lo del Pelayo y me animaba a dejarlo por un rato para cenar juntos. Ya solo con (B); y con ellas cené. Cuando volví a casa, no muy tarde —se vino conmigo otro amigo (D), marido de una de las (B), a quien dejé en el sitio en el que seguían todos los amigos de (C)—, la temperatura de mi salón era la ideal para llegar de afuera, y en el teléfono, después de cuatro horas, no tenía ni una llamada perdida, ni un mensaje. Nada. Parecía triste. El móvil fue el que me pareció triste; porque yo me alegré. No dejó de ser saludable que en el aparatino no hubiese ninguna señal después de mi ausencia. Eran las doce y pico de la noche y todavía tuve un rato para revisar algunos de los jugosos paratextos del Pelayo que ofrece en su edición Elena de Lorenzo. De verdad. El domingo por la mañana paseaba por el parque y se me ocurrió algo sobre una presentación de un libro; pero también me anoté que debía mencionar que la edición crítica de El Pelayo tiene muchas aportaciones, además de considerar textualmente por vez primera dos manuscritos que no se conocían cuando se inició el proyecto, en 1984, de las Obras completas de Jovellanos; uno de ellos, catalogado en 2017 en el Museo Casa Natal del escritor de Gijón. Al volver del paseo, me encontré en una dulcería con una de las amigas (B) y más tarde recibí un mensaje de otra de las amigas (B) para que comiese con ellas. Comimos los tres —(D), y sus chicas de (B) se marchaban a Mérida— y volvimos a bromear con «mi» Pelayo, que yo seguí ponderando como un ejemplo de buena filología, salvado el texto de Jovellanos, que tiene su aquel trágico y su nacionalismo godo —«En fin, ya empieza España a recobrarse / de una injusta opresión […]» (vv. 2398-2399). Iba a dar las claves o las pistas para identificar a (A), (B), (C) y (D); pero no tiene importancia. Ahora lo que me pregunto es si alguna revista me admitiría esto como recensión crítica de una de las más rigurosas y preparadas ediciones de un texto del siglo XVIII que he leído en los últimos años. Ya hablando en serio; a ninguna se le ocurriría. Sigo con El Pelayo: «[…] El inconstante / capricho de la suerte eleva un día / lo que al siguiente sin razón abate; / un corazón virtuoso nunca debe / ceder a estas mudanzas; los cobardes / se humillan al destino, pero el héroe / sufre inmóvil su halago y sus combates.» (vv. 2052-2058). Me han dado un plazo generoso y quince mil caracteres como máximo. En ello sigo, entre otros quehaceres y sinsabores.


lunes, noviembre 25, 2019

Ángel, 11 años


TACTO de sombra o de ceniza, bien 
lo sabes, es esta urgencia de decir lo efímero.

El poema retiene lo más simple,
lo más inesperado, y nos devuelve 
el límite borroso de otra vida 
que empieza siempre ahora.
Escribir un poema es entonces 
una lenta paciencia que quisiera, 
desnudadas las manos, reponer lo que falta,
abandonarse sin más a lo que nace
tan sólo para el sueño, al fragor
de la sangre trenzada que resiste
como quien obedece a una primigenia,
pura, fascinación.

                                                       (De La voz en espiral)

Once años ya con la nostalgia y la pesadumbre ocupando su lugar. Menos mal que el hueco en el corazón lo llena ahora en casa el espacio en el que tengo todos sus libros. Hoy también he leído sus poemas. El de arriba es el cuarto de la primera sección de aquel libro de 1998, una sección titulada «La voz abandonada dondequiera» compuesta por siete textos cuyas letras iniciales forman en el índice, a manera de acróstico, la palabra POÉTICA. In memoriam Ángel Campos Pámpano (1957-2008). De su amigo.


domingo, noviembre 24, 2019

La adivinanza del agua


Del colofón: «Javier Alcaíns escribió este libro, realizó las ilustraciones y diseñó las páginas con líneas de plata. Comenzó en abril de 2018 y le dio fin el primer domingo de junio de 2019, fecha en la que seguía sin saber la solución de la adivinanza del agua». Se presenta este miércoles 27 de noviembre, en la Biblioteca Pública «A. Rodríguez-Moñino/María Brey» de Cáceres, a las 19:30 horas.

viernes, noviembre 22, 2019

José Antonio Zambrano, «Ahora»


Cuando comencé a escribir estas líneas —hace ya meses— me decía que no era frecuente hablar de un libro de poemas que no había aparecido aún; pero que empezaba a resultar familiar costumbre que se había repetido el conocer los versos de un poeta tan esmerado como José Antonio Zambrano en un lugar tan propicio como Zafra. En aquella ocasión, estuvimos menos lectores íntimos que en la anterior; y fue una lectura portentosa de un libro excelente. Yo ya no hablaba del libro; sino del acto. Si algún lector de poesía o cercano a la lectura de la poesía, hubiese asistido aquella mañana al diálogo, los requiebros, la lectura seria y rodeada de silencio y atención, de José Antonio Zambrano, estoy seguro de que habría estado escribiendo o sintiendo Ahora como en ese momento yo sentí. «Para que nadie hable / del color del silencio. / Para que nadie diga / soy capaz de nombrarlo. / Para que nunca nadie / me busque en otros sitios. / Para saber que acaso / el tiempo sea la vida, / miro, busco y advierto / que este país de asombros / es una vasta selva, / donde cualquier lugar / está en los labios / y no besar es confundir su historia». No sé si añadir algo más a este recuerdo de la publicación de uno de los libros de poesía principales de este año. Bueno, sí, creo que voy a añadir algo. Ahora merece la atención de una lectura, de varias, que son las que yo tengo que hacer para comprender un poco. Para que luego, al cabo del tiempo, me de cuenta de que fui sacando más a un libro así. Este viernes 22 se presenta en Zafra, precisamente, en muy buena compañía. La de Luciano Feria —que hizo el prólogo de esta edición de Pre-Textos—, la de Benito Estrella, que tantos años lleva de amistad con el escritor. Y, finalmente, la de mi hermano Josemari, que tan presente está en todo lo que en Zafra se hace sobre cultura y más. Los tres, junto a José Antonio Zambrano, están en la fotografía que puse aquí cuando se presentó otra de sus obras, hace ya más de cinco años. Yo quiero acudir para completar la lectura que yo he hecho de estos poemas que tanto expresan el espacio personal de alguien que se afana día a día en algo parecido a bruñir las palabras para encontrar una esencialidad a la vida.


jueves, noviembre 21, 2019

Paréntesis


Los paréntesis, dice la Ortografía de la lengua española (Madrid, Real Academia Española, Asociación de Academias de la Lengua Española y Espasa Libros, 2010), «son un signo ortográfico doble que se usa generalmente, aunque no de manera exclusiva, para insertar en un enunciado una información complementaria o aclaratoria» (pág. 364). A veces, mientras leo la prensa en papel me fijo en la cantidad de veces que aparecen, como si quisiese comprobar si gozan de buena salud. Ayer mismo sentí una absurda desolación —aquí, en un futuro, algún facultativo podrá fechar el principio de mis problemas mentales— al ver que había páginas en el periódico sin un solo paréntesis, por ejemplo, en la primera; y bien raro debe de ser que estén en un titular. Eso sí, como si quisiesen ocultarlos, empiezan a aparecer en el interior, tímidamente, como signo delimitador, que es una de las primeras características que señala la Ortografía (pág. 365), en casos como la explicitación de una fecha: «durante los siete años (del 19 de junio de 2012 al 11 de abril de 2019)» o para abreviar con una sigla una institución que va a ser citada con reiteración en la noticia, como la «Asamblea Nacional Popular (ANP, el legislativo chino)». Al final, ni el bombazo de la sentencia de los ERE se libra de ellos: «La Audiencia estima “ilegal” la totalidad del fondo, los 680 millones concedidos entre 2000 y 2009, cifra rebajada en dos ocasiones desde la cantidad datada como fraudulenta por Alaya (855 millones) y luego por Anticorrupción (741 millones)». En estos casos, para aislar elementos intercalados como un dato, una fecha, un lugar, o para aislar incisos en un mayor grado de aislamiento que, por ejemplo, unas comas. Uno de los usos que más me gustan y más incorporo a mi oficio es el que se da en el teatro, que no se ve mucho en la prensa; así, los paréntesis de las acotaciones y de los apartes. No sé si hay estudios previos —hay gente para todo—; pero proliferan en las noticias culturales, con referencias a autores y a libros: «[Hugo] Pratt (Rímini, Italia, 1927-Pully, Suiza, 1995)», «Bajo el sol de medianoche (2015)», Rubén Pellejero (Badalona, 1952)», «y en el muy gráfico Franklin’s Lost Ship, de John Gelger y Alanna Mitchell (Harper Collins, 2015)». Todos en la misma página. Los paréntesis son signos de puntuación, junto a los diacríticos y a los auxiliares, la Ortografía los trata en el capítulo III y ayer me fijé en ellos (?).

martes, noviembre 19, 2019

Penidéntitas


Invadido por un mercado medieval que atrae a tanta gente, sin saber yo por qué, me refugié la noche del sábado en la sala Maltravieso, que fue una isla apacible, un oasis en el que encontré un paréntesis reparador: Penidéntitas, de Rubén Lanchazo. No fue ninguna novedad, pues se dio en La Nave del Duende, en el Casar de Cáceres, hace bastantes meses, a comienzos de este año. Pero yo no lo había visto y me pareció un trabajo muy solvente. Una pieza de un actor —qué frecuente desde hace años viene siendo este formato que es tan transportable, tan adaptable a los espacios, tan económico, tan cercano para el público…— que es texto y, sobre todo, gesto. Bien. No sé si pasa a todo el mundo; pero a mí, cuando estoy en una sala a oscuras, en compañía de otros y con la mirada puesta en el centro de una escena iluminada en la que un actor se desenvuelve, tengo que discernir entre el texto, el concepto o el mensaje que se me trasmiten, y el propio hecho de estar delante de un individuo que habla, se expresa, se muestra, gesticula o finge llorar. Penidéntitas tiene una escenografía y un fondo religiosos —identificables con una creencia cristiana—; pero realmente es una excusa para hablar de cómo somos, de nuestras limitaciones, de nuestra desprotección en este mundo. Me fascina esta manera de componer, con luces, sonido, gestualidad, vestuario, una elemental materialidad escenográfica y la palabra, esta expresión teatral que tanto dice. La idea se apoya textualmente en el propio creador de todo, en Rubén Lanchazo —a quien conozco gracias a Isidro Timón—, en la escritora Daniela Camacho, en Antonin Artaud y Jacques Lacan, y en varios pasajes de la Biblia (Corintios 6: 9-10 e Isaías 3:16). Qué nutritivo es ampliar apuntes en casa después de haber visto una acción escénica como Penidéntitas. 

lunes, noviembre 18, 2019

Amor (imposible) de biblioteca


Biblioteca Provincial de Cádiz
Hay una cuña publicitaria que sale ahora casi todos los días de mis transistores, que es de una plataforma para solteros que quieren conocer a otros de su condición, en la que una chica fantasea con la situación de estar en la biblioteca, ir a la estantería a buscar un libro y que en el pasillo «contiguo» [sic] un chico coja el mismo libro y se den cuenta en ese momento que están hechos el uno para el otro. El mensaje publicitario puede funcionar, ya que la empresa de contactos entre solteros vende sus servicios como mucho más efectivos que tan improbable coincidencia. Y tan improbable. Imposible. Los creativos de la campaña no han reparado en que es imposible que el mismo libro esté también en el pasillo «contiguo» de esa singular —y caótica— biblioteca. Sin ir más lejos, en la Biblioteca Pública de Cáceres —es un orgullo que lleve el nombre compuesto de «María Brey-Antonio Rodríguez Moñino»—, un volumen como La gaviota, de Sándor Márai (Salamandra, 2009), está en su sitio con un tejuelo en el que pone N-MAR-gav, y en el pasillo contiguo no hay libro que se le parezca, como es natural. La tontería me ha recordado un poema de Irene Sánchez Carrón, de su libro Ningún mensaje nuevo (Hiperión, 2008), que lleva por título «Amor de biblioteca» y que yo recomendaría a esa firma de contactos para sus fines. Me apropio de estos versos: «A veces, frente a ti, / separados por una estantería, / siento cómo respiras / y, a través de volúmenes sombríos, / juego a rozar tu mano / cuando busca voraz / entre todos los libros / el libro deseado. / Siento cómo tus dedos / húmedos de tus labios / desnudan hoja a hoja / otro cuerpo que arde entre tus brazos» (pág. 36).

domingo, noviembre 17, 2019

Klaus


El viernes asistí al estreno de Klaus, de Sergio Pablos (SPA Studios), la película en la que ha trabajado Julia como asistente en el área de Clean-Up. Fue en casa de su madre, que está suscrita a Netflix —parece que no puede verse en salas y horarios convencionales. Está claro que allí estaban, además de los perros, una madre y un padre orgullosos. Bueno, la verdad es que la película está muy bien. Hay quien ha escrito que tiene ecos de otra de dibujos que a Pedro y a Julia siempre les ha encantado: El emperador y sus locuras (2000). Cierto. Sin embargo, a mí el motivo argumental de arranque —un padre que destina a su hijo cartero a un lugar remoto— me ha recordado a Bienvenidos al Norte (2008), la cinta francesa de Dany Boon que tanto me gustó. Así que no es mala señal, aunque haya una distancia grande. Klaus es una excelente película que yo espero que haga de sus dos limitaciones sus valores principales; a saber, que está hecha en 2D y tendrá que competir con la aparente grandiosidad visual de la 3D —y es que está muy bien hecha—, y que está destinada al público infantil con un argumento navideño —y es que va a gustar a todos los públicos. El caprichoso hijo cartero de padre rico y dueño del servicio postal llega a un inhóspito pueblo del norte más nevado con una condena impuesta, pues tiene que conseguir seis mil cartas, y conoce a un grandote carpintero fabricante de juguetes, viudo, aislado, huraño y temible al principio. La historia va creando, a base de sus situaciones casuales, todo el imaginario de la figura de Santa Claus —el carro tirado por renos que vuela, el carbón que recibirán los niños que no sean buenos, el envío de juguetes por Navidad… Yo no soy experto; pero Julia ha sabido mostrarme los matices de la calidad que tiene este trabajo técnicamente. Las virtudes de un guion como el de Klaus las aprecio, y sabe manejar los recursos esenciales para que enganche y emocione y te haga reír. Hay un conflicto paterno-filial que enmarca la historia, hay un viaje hacia lo desconocido, hay unos malos muy malos, hay ilusión y hay una bonita siempre historia de amor. Y la justicia poética que nos lleva a vivir todos los días interpretando la fantasía de los sueños. La vimos en inglés con subtítulos y luego pudimos ver algunos trozos del doblaje en español. Pongo aquí un comentario que he leído en internet: «Tiene huevos que una película de animación española haya que verla en inglés porque el doblaje es una mierda debido a que siguen metiendo famosetes no cualificados para doblar». Lo dicho. En fin, es mi segundo estreno familiar —también vimos los tres Buñuel en el laberinto de las tortugas cuando por fin se estrenó en Cáceres— y es una sensación muy placentera ver cine así de cerca. Felicidades, y estoy seguro de que no será la última vez que lo diga, porque va a haber mucha gente que sea feliz por haber visto este trabajo en el que tanta gente se ha visto implicada. Entre esas muchas personas, mi hija Julia.

sábado, noviembre 16, 2019

Recomposición


Otra tontería. Hoy me he puesto trascendente al ver mi mesa de trabajo limpia y ordenada desde ayer, cuando volví de un viaje y me afané en retirar papeles al archivo, en colocar libros en su sitio y devolver otros al que ocupaban. Me ha parecido como una recomposición de todo. Creo que estas actividades cotidianas que uno realiza periódicamente son reconfortantes. No sé si aleccionadoras, porque me temo que en varias semanas todo volverá a ser un campo de batalla. Ahora están alineados, de pie, como una reducida cuadrilla en formación. Son como mis soldaditos en fila, que enfrentan conmigo sus títulos, su filiación. Si no los conociese, tendría que inclinar la cabeza hacia la izquierda o hacia la derecha para identificarlos. Ahí están, para que los use o para que hable de ellos. Cuando rompan la formación, todos esos volúmenes, y otros que acudirán como refuerzo, quedarán diseminados por el campo. Si pudiese, iría dando noticia de cada uno de ellos en este espacio, como si fuese la instrucción del día. Como la vida, que tanto tiene de recomposición, día a día.

martes, noviembre 12, 2019

Signo y letra


© Fernando Millán, Mitogramas
Uno de mis libros más frecuentados durante mis primeros años de estudiante de Filología fue la antología Poesía española contemporánea (1939-1980), de Fanny Rubio y José Luis Falcó, que publicó la editorial Alhambra en 1981. Recorrí buena parte de la poesía española gracias a aquella antología que propició que buscásemos ediciones exentas de los poetas de los que se nos daban tan solo unos sorbos. Entre ellos, los que provenían de poetas más excéntricos, que tanto siempre me han interesado. José Miguel Ullán y Fernando Millán me llamaron mucho la atención; y tengo asociada la imagen de un poema de este último, de sus Mitogramas (1978), a aquella antología en la que leí desde Miguel Hernández o Dámaso Alonso hasta José Luis Jover o Antonio Hernández. Mi memoria visual de la llamada, en términos más generales, poesía experimental, tiene ese poema como referencia, casi como puerta de entrada a un mundo que me ha interesado mucho y en el que he tenido un guía que atiende por el nombre de Antonio Gómez, o esos textchones o textos tachados de Millán tan expresivos, al cabo. Así que desde que supe que Fernando Millán, a quien no he tenido nunca el gusto de conocer en persona, iba a venir a mi Facultad, lo he estado celebrando como todo un acontecimiento. Y lo es más porque su presencia en estas jornadas que se llaman «Signo y letra. La poesía experimental en Extremadura» se enmarca en una colaboración muy necesaria entre el Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo (MEIAC) y la Facultad de Filosofía y Letras, y porque la culpa de todo la tiene el necesario reconocimiento de la obra de otro gran artista experimental como José Antonio Cáceres  Será mañana. Pego el cartel-programa abajo.



lunes, noviembre 11, 2019

Lluvia fina


Coincidí hace días con una antigua y muy querida compañera de carrera de camino a la presentación del último libro de Basilio Sánchez que me había preguntado que cuándo iba a escribir sobre Lluvia fina, la novela de Landero. Ella es una de esas licenciadas en Filología Hispánica que siguen haciendo todos los días todo lo posible para que los demás lean. Lo mismo que hago yo, aunque ella no sea funcionaria de carrera —qué sintagma tan curioso—; pero ella fomenta todo lo que haga falta en el club de lectura que promueve. Ya no me acuerdo si volvió a hablarme de su «landerismo» y de que ahora estaban con esa novela, que iba a ser el texto principal en el Encuentro de Clubes de Lectura de Extremadura que se celebrará en Plasencia el sábado 23 de noviembre, con la presencia del autor. No me acuerdo porque yo iría pensando en cómo quería decir lo escrito sobre He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes (Visor, 2019), el libro de Basilio. Qué bueno ese libro de Basilio. Como este de Luis Landero, que ha vuelto a ser un pretexto para no hablar de literatura cuando en los medios, vistosos y numerosos, se ha tratado de él. Incluso el propio autor en una presentación se quejaba de que él no es psicólogo, sino que es un contador de historias, y de que, a lo sumo, de lo que puede hablar es de literatura. Pero han sido tantas las ocasiones en las que en entrevistas y conversaciones se le ha inquirido por personajes como si fuesen personas reales y por sucesos y asuntos como si fuesen ciertos o le hubiesen ocurrido a él, que es algo desesperante; y no me extraña que en alguna ocasión haya reaccionado así. Ahora que esta fascinante novela de Luis Landero ya parece que no es ninguna novedad, aunque espero que los lectores no hayan perdido el interés por ella, rescato algunas de mis notas y me pongo a escribir. Poco me importa llegar a un destiempo que solo puede entenderse en aquellos que viven con ansiedad la rabiosa actualidad, el rampante estar al día —expresión que ya resulta antigua cuando hay que estar al minuto. Si a mis estudiantes les amonesto por no ir al grano de una lectura analítica cuando me cuentan el argumento de la obra de la que tienen que tratar, cualquiera podrá imaginar lo nervioso que me pone leer una reseña en la que se describe a Gabriel, el filósofo que convoca la reunión de la familia, a Andrea, a Sonia…Y no encontrar, salvo excepciones, que alguien me ilumine sobre las técnicas narrativas, los recursos y las estrategias que un escritor como Luis Landero utiliza para urdir obras tan monumentales como las que nos viene regalando desde que publicó Juegos de la edad tardía. Por ejemplo, esa manera de trenzar narración y diálogo en torno a un interlocutor que luego narra al dialogar con otros personajes en una suerte de discurso libre indirecto, que es un término futbolístico —campo tan querido para el escritor— aquí más idóneo que el consabido estilo indirecto libre de la gran novela de siempre. Hay un momento al principio de Lluvia fina en el que, cuando por primera vez se habla del personaje de Aurora, la que escucha, a la que todos quieren, a la que todos cuentan, a la que todos agradecen siempre su comprensión, el narrador utiliza la palabra «narrador» cuando se pregunta: «¿Qué habrá en Aurora que despierta enseguida la confianza de la gente y las ganas de sincerarse con ella y de contarle fragmentos antológicos de su vida, secretos que acaso el narrador no ha revelado nunca a nadie?» (pág. 13). Creo que es la primera clave del carácter de una poética de la narración que es esta novela de Luis Landero. Por eso, páginas después, la caracterización de Aurora, que cataliza todo en este relato eminente, la escuchante, es la que tiene una historia que contar, que «con gusto se la contaría a alguien, pero no tiene a quién» (pág. 19). Más de doscientas páginas después, envuelta en la telaraña del relato de la familia, se verá como un personaje más de la trama, en un pasaje que Landero escribe dibujando la tela de araña de su relato con palabras, que es lo que sabe hacer. Espléndido (pág. 231). Es Sonia la que dice casi al final de la novela que quizá «hay historias que no deben contarse, asuntos del pasado que es mejor que sigan perteneciendo para siempre al pasado» (pág. 259); pero puede entenderse como la expresión —lo digo otra vez— de una poética novelesca que afirma que hay que contar así, como lo hace Landero en esta Lluvia fina. Contar así para que historias como esta sigan perteneciendo a la historia de la literatura y a los lectores. Me gustaría preguntar a mi antigua y querida compañera de promoción si han hablado del final de la novela en su club. Porque me ha pasado ya que he hablado con lectores de Lluvia fina que no se han dado cuenta de un final, tan despiadado, como escribió Santos Sanz Villanueva en su reseña de El Cultural. Yo suscribo lo de «despiadado», y lo de que el libro es «amargo, durísimo, desolador, implacable»; pero también afirmo que es monumental, abierto, literariamente reparador, excelente, y una nueva resolución magistral de otra obra maestra del escritor de Alburquerque, que mañana estará en Almendralejo, en el Otoño Literario 2019, en un encuentro con la escritora Pilar Galán.


domingo, noviembre 10, 2019

Jesús Pérez Magallón en Letras


Hoy llega a Cáceres un ilustre colega y amigo, Catedrático de Estudios Hispánicos en McGill University, de Montreal (Canadá), en la que dirigió entre 2003 y 2013 la Revista Canadiense de Estudios Hispánicos. Mañana, en la Facultad de Filosofía y Letras, impartirá una conferencia sobre Cervantes en el tricentenario del Quijote. Hace ya muchos años que nos conocemos, y gracias, creo, que a otro común amigo y maestro, Russell P. Sebold (1928-2014). Quizá fue a principios de los noventa, cuando él publicó su libro sobre las ideas literarias de Mayans, y me regaló con lo que hoy pueden ser raros vestigios de sus veleidades poéticas. Con el correr de los años, su enorme producción crítica e investigadora ha ocultado —aparentemente— esas otras zonas de interés. Va a ser un placer pasar con él unas horas por aquí, nuevamente. Y como no me canso de repetir que en nuestro campus universitario hay actos culturales todos los días y a casi todas horas, gratuitos y abiertos, repito ahora que mañana todo el mundo está invitado.

jueves, noviembre 07, 2019

Suroeste, 9. Luis Costillo


Me ha llegado hoy el último número de Suroeste. Revista de literaturas ibéricas, que tiene una pinta estupenda. Sin desmerecer su contenido, me quedo por lo extraordinario con el suplemento especial que lo acompaña, en homenaje al artista Luis Costillo (1956-2019). Antonio Sáez, director de la revista, envió un mensaje hace unos días comunicándonos una «Quedada» en el «Espantaperros» de Badajoz, esta noche —a las 22:00 horas—; pero, lamentablemente, no puedo acudir. Menos mal que, afortunadamente, me ha llegado mi ejemplar y he podido leer las cuarenta y siete páginas que incluyen cinco reproducciones a color con sendas piezas de Luis —Fahrenheit— fechadas el 26 de marzo de 2019, que se abren con un texto de Gonçalo Tavares y se cierran con una carta autógrafa de Luis Costillo dirigida a su bien leído escritor portugués, fechada el 21 de abril de este año desde el Hospital Infanta Cristina cuando el «cangrejo» ya había vuelto para llevárselo. Aparte ominosos crustáceos y objetos punzantes, debo agradecer que me hayan considerado como uno de los colaboradores entre Gonçalo M. Tavares, Jesús Balsera, Juan Ramón Fernández M., Paco Portalo, Raulowsky, Alfonso Domínguez, Michel Hubert, Brenan Duarte, Antonio Gómez, Juan Carlos Suárez, Ana Galván, José Ángel Torres Salguero, Eduardo Achótegui, Carmen Fernández, Carlos Reymán Güera, Julián Mesa, Antonio Franco, Gonzalo Sanz, Antonio Sáez Delgado, Remigio Cordero Torres y las fotografías, espléndidas, de Félix Méndez, Vicente Novillo, Pakopí, Eduardo Achótegui y Jesús Balsera. Aprovecho la despedida y la firma del texto de Luis para cerrar esta entrada: «Gracias, Luis Costillo».

martes, noviembre 05, 2019

De baloncesto


Hoy he leído que José Manuel Calderón, el jugador de baloncesto de Villanueva de la Serena en la NBA, se retira. Me he acordado de que tenía por aquí un apunte sobre el segundo editorial de El País del lunes 16 de septiembre de 2019; que fue de traca. Iba de baloncesto —claro—, de «Lecciones del baloncesto», que fue su titular. Me pareció lo más semejante a ese fenómeno —que no sé si también viene de USA— de vestir con traje de chaqueta y con corbata a los entrenadores de los equipos. Es como si cuando ese grupo de la selección de España volvió a llegar a la cumbre —un campeonato mundial—, pareciese que todo hubiese dependido de «una gestión deportiva persistente y aplicada, basada en el estudio, la coherencia administrativa y la definición precisa de estrategias», y no de que en el último segundo del partido contra Australia el azar hubiese provocado una primera prórroga, y luego la segunda. De no haber sido así, nadie se habría molestado en escribir la tontería de que los «triunfos continuados del baloncesto deberían suponer un acicate para reforzar los valores de solidaridad, acción de conjunto y suma de talentos en otros órdenes donde la vertebración brilla por su ausencia». Como si fuésemos tontos. Los valores de solidaridad y de suma de talentos eran los mismos cuando no conseguimos más que una quinta plaza, y no recuerdo cosas así en los periódicos. Eso sí, José Manuel Calderón es un gran jugador y un tipo estupendo.

lunes, noviembre 04, 2019

Mientras dure la guerra


Leí ayer domingo un artículo del periodista Jesús Mota sobre «Unamuno: “Nunca habrá paz para nosotros”» (El País, suplemento Ideas, 3 de noviembre de 2019, pág. 7) que me llamó la atención porque criticaba la película de Alejandro Amenábar Mientras dure la guerra por dar una imagen desleída, «desafortunada por lo pobre, del singular tormento interno y externo de don Miguel durante los meses que van desde el golpe militar de julio de 1936, inicio de una guerra de exterminio perpetrada por el que resultaría el bando vencedor, hasta el 31 de diciembre de ese mismo año, último día de su vida». Me pregunté con la sorna respetuosa de un lector dominguero: —¿Conoció Mota a Unamuno? Es que es una opinión tan categórica sobre una imagen construida a partir de la lectura, como la de la mayoría de escritores, pensadores o políticos con los que los historiadores o los filólogos trabajamos —y los cineastas— que me pareció injusta aplicada a un producto tan solvente artísticamente. Porque por la tarde me fui al cine a ver la película que todo el mundo me había recomendado. Suscribo mucho de lo que dice Mota en su artículo; pero nada o casi nada de lo que escribe sobre la película, que, en realidad, no es sobre la película, sobre la creación artística, bien hecha, pulcra, emocionante —a mí me lo parece— que un director como Amenábar nos ofrece en esta mirada tan potente sobre un pasado no tan lejano ni tan ajeno. Supongo que habrá quien opine que aquello no lo dijo Unamuno, que Franco no era así, que no pasó lo que se cuenta. Cada vez llevo peor estas bobadas de quienes luego dirán que la interpretación de los actores y las actrices es buenísima. Es una película muy bien hecha y emocionante. Intenté fijarme en las reacciones de quienes me acompañaban en la fila 10, la última; pero no noté nada más que un silencio interesado, salvo cuando algún espabilado se dio cuenta de que al mostrarse a Franco asomado al balcón del Palacio de los Golfines de Arriba donde fue proclamado «jefe de Estado y generalísimo de los ejércitos nacionales» —como indica la inscripción en piedra de la fachada—, aquello no era el Palacio de los Golfines y Cáceres no era Cáceres. Cosas del cine. Mientras dure la guerra es una película que nos inquieta por lo que nos muestra de lo que fue España y de lo que ahora es con tantos problemas de convivencia, con tanta torpeza, con tanta irresponsabilidad. Así que salí del cine sin abatirme y con el agrado de haber visto una lección de interpretación, con todo el trabajo que eso tiene. Karra Elejalde, Eduard Fernández, Santi Prego, Patricia López, Inma Cuevas, Nathalie Poza, Luis Bermejo, Mireia Rey, Tito Valverde, Luis Callejo, Luis Zahera, Carlos Serrano-Clark, Ainhoa Santamaría, Itziar Aizpuru, Pep Tosar, Dafnis Balduz, Jorge Andreu, Miguel García-Borda. Espero que no se me haya olvidado ninguno, porque estuvieron todos espléndidos. Actores, actores, actores. Me quito el cráneo, que dijo don Ramón María. Eso.

domingo, noviembre 03, 2019

3 de noviembre


Pedantoteca. Creo que fue el aviso de una debacle. En el cuarto en el que vivo hay una alacena antigua que restauré hace ya diecisiete años y que bauticé como la «pedantoteca» en homenaje al gran cuentista leonés Antonio Pereira, que, cuando vino a Cáceres, en noviembre de 2004, me contó que él llamaba así al estante de su biblioteca en el que estaban todos los libros que había escrito. A mí se me ocurrió coronar el sitio en el que he ido acumulando todos mis méritos con una plaquita —muy fúnebre, con los tonos de las lápidas, en negro y con las letras grabadas en blanco— con mi título y mis apellidos —«Dr. Lama Hernández»— que era la que figuraba en mi despacho compartido en la antigua Facultad que dejamos ahora hace veinte años, aquel edificio de la Fundación Valhondo. No era solo un estante, sino un altillo como el de los armarios en el que había tres niveles de libros, demasiado peso, y archivadores apilados, con todas las obras por triplicado en las que he tenido algo que ver desde 1986. Fotocopias, títulos, separatas, revistas, contratos de edición, fotografías, cajas con documentos, folletos, discos, libros, muchos libros… Estaba trabajando en mi escritorio cuando sentí un ruido, como un crujido, como cuando se pisa en una superficie que se hunde levemente. Me inquietan siempre sonidos que sobrevienen así; pero esa tarde intuí pronto qué había sido. Toda mi vida se había venido abajo por el peso. Demasiado peso. Me apresuré a desocuparlo todo, para evitar males mayores, y ahora no sé qué hacer con tanto papel, tanto documento, tanto libro… Y tanto peso. Así que estoy desubicado, con toda mi vida fuera de su sitio.

sábado, noviembre 02, 2019

2 de noviembre


Yo no voy a llevarle flores a su modesto nicho. Yo me acuerdo de ella siempre y ahora me gustaría que reviviese en aquella persona tan bondadosa que me acogía cuando yo lo necesitaba, por una tontería terrible, como un rasponazo en una rodilla mientras jugaba en la calle con el mundo infantil que era la vida. Tenía anotado aquí un poema de Luis Rosales para una futura entrada de la serie «Glorias de Zafra» que yo creo que tomé de sus Rimas (1951): «Y escribir tu silencio sobre el agua». El poema lleva un epígrafe con un verso de Unamuno («Solo florece el agua que está queda») y termina así: «[…] no sé cómo/voy a llegar, buscándote, hasta el centro/de nuestro corazón, y allí decirte,/madre, que yo he de hacer en tanto viva,/que no te quedes huérfana de hijo,/que no te quedes sola allá en tu cielo, /que no te falte yo como me faltas.»

viernes, noviembre 01, 2019

1 de noviembre


«Ana Ozores no era de los que se resignaban. Todos los años, al oír las campanas doblar tristemente el día de los Santos, por la tarde, sentía una angustia nerviosa que encontraba pábulo en los objetos exteriores, y sobre todo en la perspectiva ideal de un invierno, de otro invierno húmedo, monótono, interminable, que empezaba con el clamor de aquellos bronces. 
Aquel año la tristeza había aparecido a la hora de siempre.
Estaba Ana sola en el comedor. Sobre la mesa quedaban la cafetera de estaño, la taza y la copa en que había tomado café y anís don Víctor, que ya estaba en el Casino jugando al ajedrez. Sobre el platillo de la taza yacía medio puro apagado, cuya ceniza formaba repugnante amasijo impregnado del café frío derramado. Todo esto miraba la Regenta con pena, como si fuesen ruinas de un mundo. La insignificancia de aquellos objetos que contemplaba le partía el alma; se le figuraba que eran símbolo del universo, que era así, ceniza, frialdad, un cigarro abandonado a la mitad por el hastío del fumador. Además, pensaba en el marido incapaz de fumar un puro entero y de querer por entero a una mujer. Ella era también como aquel cigarro, una cosa que no había servido para uno y que ya no podía servir para otro.
Todas estas locuras las pensaba, sin querer, con mucha formalidad. Las campanas comenzaron a sonar con la terrible promesa de no callarse en toda la tarde ni en toda la noche. Ana se estremeció. Aquellos martillazos estaban destinados a ella; aquella maldad impune, irresponsable, mecánica del bronce repercutiendo con tenacidad irritante, sin por qué ni para qué, sólo por la razón universal de molestar, creíala descargada sobre su cabeza.»  (La Regenta, cap. XVI)