Leo y escribo en estos días sobre literatura de viajes en el siglo XVIII. Es el centenario del nacimiento de Antonio Ponz y los LIV Coloquios Históricos de Extremadura en Trujillo estarán dedicados, del 22 al 28 de septiembre, a viajes y viajeros de Extremadura. Quiero creer que no es lo mismo andar leyendo estos papeles después de haber tenido la experiencia de un viaje que comparte con aquellos de antaño algunas motivaciones y beneficios: desde la adquisición de conocimientos, o el contacto con modos y costumbres distintos, hasta el puro goce estético. No así el deber —que decía el abate Prévost— de escribirlo y publicarlo, aunque estas líneas vendrán a ser como una puntita visible de las notas que servirán, como siempre, para reavivar el recuerdo; o de guía en otra futura ocasión de repetir lo hecho. Haber recorrido lugares como Toulouse, Montpellier, Annecy, Narbonne o Taninges y las poblaciones de la cuenca del río Giffre, ya en la Alta Saboya, representa ahora una suerte de paralelo con los textos que me llevan a muy diferentes puntos de la geografía peninsular, por limitarme al ámbito que me interesa ahora en mi estudio. «¿Hay por ventura un medio más seguro de conocer bien los pueblos y provincias de un reino que el de ir a los lugares mismos y aplicar la observación a los objetos notables que se presentan?», escribió Jovellanos, precisamente a Antonio Ponz, en unas cartas que vieron la luz después de la muerte del historiador levantino. Incluso encuentro guiños como lo que escribe Alejandro Cioranescu en la introducción a su edición del Viaje a La Mancha en el año de 1774 de José Viera y Clavijo, que tomó el Quijote como el manual para ir a los «santos lugares» manchegos: «Con el libro en la mano, el viaje es diferente». Yo creo que sí, y, en esta ocasión, me llevé Anna Karénina, pues no hay libro inapropiado para un viaje, al que en cualquier pormenor cabe encontrar acomodo en la lectura. Por ejemplo, que Tolstói ponga a hablar en francés a los personajes de las altas esferas de la sociedad rusa de su tiempo, que utilizan ese idioma con frecuencia, y con frecuencia para no ser entendidos por la servidumbre. Si, bajando a Chamonix en el tren cremallera desde Montenvers, un perro posaba para sus dueños como una estrella, o en Lérida un pomerania ladraba embutido en una mochila rígida y panorámica, yo recordaba al volver a la novela que Tolstói permite al lector conocer el pensamiento de una perra cazadora en el sexto libro. Cuando uno disfruta, los imperativos del viaje se tornan lecciones esenciales y una mera parada intermedia para reponer fuerzas resulta una provechosa enseñanza sobre un lugar tan singular como la Cartuja de Miraflores en Burgos, cuya exposición permite ver desde un bojarte en madera policromada del XV hasta incunables (la Cronica de Nuremberg de 1493), como detalles de un conjunto histórico de especial relieve. Más didáctica y entretenida es la visita que ofrecen los responsables de la exposición en la Chartreuse de Mélan de Taninges sobre la Edad Media —Quoi de neuf au Moyen Âge?—, que hacen de la visita todo un descubrimiento. Transiciones, derivaciones o pausas enjundiosas de un viaje son al tiempo ratos y tramos de la lectura que uno comparte sin venir a cuento. Así, esa comida de Oblonski y Lievin que motiva el comentario del primero al celebrar el menú de que el objeto de la civilización estriba en que todas las cosas se conviertan en placer; a lo que responde el campesino alter ego del autor: «—Bueno, si ese es el objeto de la civilización, prefiero ser salvaje» (I, x)
miércoles, agosto 20, 2025
Del viaje
Leo y escribo en estos días sobre literatura de viajes en el siglo XVIII. Es el centenario del nacimiento de Antonio Ponz y los LIV Coloquios Históricos de Extremadura en Trujillo estarán dedicados, del 22 al 28 de septiembre, a viajes y viajeros de Extremadura. Quiero creer que no es lo mismo andar leyendo estos papeles después de haber tenido la experiencia de un viaje que comparte con aquellos de antaño algunas motivaciones y beneficios: desde la adquisición de conocimientos, o el contacto con modos y costumbres distintos, hasta el puro goce estético. No así el deber —que decía el abate Prévost— de escribirlo y publicarlo, aunque estas líneas vendrán a ser como una puntita visible de las notas que servirán, como siempre, para reavivar el recuerdo; o de guía en otra futura ocasión de repetir lo hecho. Haber recorrido lugares como Toulouse, Montpellier, Annecy, Narbonne o Taninges y las poblaciones de la cuenca del río Giffre, ya en la Alta Saboya, representa ahora una suerte de paralelo con los textos que me llevan a muy diferentes puntos de la geografía peninsular, por limitarme al ámbito que me interesa ahora en mi estudio. «¿Hay por ventura un medio más seguro de conocer bien los pueblos y provincias de un reino que el de ir a los lugares mismos y aplicar la observación a los objetos notables que se presentan?», escribió Jovellanos, precisamente a Antonio Ponz, en unas cartas que vieron la luz después de la muerte del historiador levantino. Incluso encuentro guiños como lo que escribe Alejandro Cioranescu en la introducción a su edición del Viaje a La Mancha en el año de 1774 de José Viera y Clavijo, que tomó el Quijote como el manual para ir a los «santos lugares» manchegos: «Con el libro en la mano, el viaje es diferente». Yo creo que sí, y, en esta ocasión, me llevé Anna Karénina, pues no hay libro inapropiado para un viaje, al que en cualquier pormenor cabe encontrar acomodo en la lectura. Por ejemplo, que Tolstói ponga a hablar en francés a los personajes de las altas esferas de la sociedad rusa de su tiempo, que utilizan ese idioma con frecuencia, y con frecuencia para no ser entendidos por la servidumbre. Si, bajando a Chamonix en el tren cremallera desde Montenvers, un perro posaba para sus dueños como una estrella, o en Lérida un pomerania ladraba embutido en una mochila rígida y panorámica, yo recordaba al volver a la novela que Tolstói permite al lector conocer el pensamiento de una perra cazadora en el sexto libro. Cuando uno disfruta, los imperativos del viaje se tornan lecciones esenciales y una mera parada intermedia para reponer fuerzas resulta una provechosa enseñanza sobre un lugar tan singular como la Cartuja de Miraflores en Burgos, cuya exposición permite ver desde un bojarte en madera policromada del XV hasta incunables (la Cronica de Nuremberg de 1493), como detalles de un conjunto histórico de especial relieve. Más didáctica y entretenida es la visita que ofrecen los responsables de la exposición en la Chartreuse de Mélan de Taninges sobre la Edad Media —Quoi de neuf au Moyen Âge?—, que hacen de la visita todo un descubrimiento. Transiciones, derivaciones o pausas enjundiosas de un viaje son al tiempo ratos y tramos de la lectura que uno comparte sin venir a cuento. Así, esa comida de Oblonski y Lievin que motiva el comentario del primero al celebrar el menú de que el objeto de la civilización estriba en que todas las cosas se conviertan en placer; a lo que responde el campesino alter ego del autor: «—Bueno, si ese es el objeto de la civilización, prefiero ser salvaje» (I, x)
Publicado por Miguel A. Lama en miércoles, agosto 20, 2025 0 comentarios
lunes, agosto 18, 2025
El volumen del tiempo
Hace unas semanas Julia me habló de este libro. Se había rayado con la sinopsis: «Tara Selter y su marido Thomas viven en Clairon-sous-Bois y son libreros anticuarios especializados en libros ilustrados del siglo XVIII. El 17 de noviembre Tara se despide de su esposo y viaja a Burdeos para asistir a una subasta. A última hora de la tarde toma un tren de Burdeos a París y se aloja en el hotel de siempre, situado en la rue Almageste, donde hay muchas librerías anticuarias. Su plan es dedicar los dos días siguientes a visitar a colegas y realizar más compras para su negocio. El 18 de noviembre va a una de esas librerías y se quema la mano con una estufa de gas. De vuelta en el hotel se lo cuenta a Thomas por teléfono y se acuesta. Y entonces sucede algo inaudito: al despertarse por la mañana en el hotel, no tarde en descubrir que continúa en el 18 de noviembre. Su marido no es consciente de ese bucle temporal y es inútil intentar explicárselo. Solo ella parece percatarse de que están atrapados en un día que se repite hasta el infinito. Y solo ella parece sometida al paso del tiempo: su quemadura sana, lo cual quiere decir que —a diferencia de los demás— ella sí envejece. Y Tara, que es la angustiada narradora de su propia historia, se va quedando cada vez más aislada en un tiempo sin tiempo...» (Solvej Balle, El volumen del tiempo I. Traducción de Victoria Alonso. Barcelona, Anagrama, 2024). A Julia le intrigaba mucho cómo podría resolverse una situación narrativa así, tan coincidente con la de la película de Harold Ramis de 1993 que todos conocemos como El día de la marmota (Groundhog Day), que se tradujo en España como Atrapado en el tiempo, con Bill Murray y Andie MacDowell como protagonistas. Y lo que más le sorprendió fue haber leído que bajo ese título de una desconocida escritora danesa como Solvej Balle (1962) hay una serie de siete novelas. El citado es el volumen primero, que apareció en noviembre del año pasado, y en marzo de este apareció también en Anagrama El volumen del tiempo II. Me hice con los dos en julio y he terminado de leerlos ahora, antes de que Julia vuelva a Irlanda, después de pasar unos días aquí, y así pueda llevárselos. No sé qué ha podido más; si las ganas de lector de competir o el afán de padre de dar gusto a la hija. Me resulta muy atrayente la intención especulativa de una narración en primera persona que incorpora a su trama la escritura como medio para preguntarse por ese día que vuelve una y otra vez: «Esa es la razón de que comenzase a escribir. Porque lo oigo en la casa. Porque el tiempo se ha roto. Porque encontré un paquete de folios en la estantería. Porque intento recordar. Y el papel recuerda. A lo mejor las frases son sanadoras en algún sentido» (pág. 31). La narración comienza a partir del día # 121 e irá avanzando, en anotaciones diarias no consecutivas, con la esperanza de que pase un año y un nuevo 18 de noviembre detenga el bucle en el que la protagonista ha quedado atrapada. Al tiempo detenido responde un desplazamiento en el espacio cada vez mayor y más febril, que ocupará real y simbólicamente el volumen segundo: «Camino por el borde de un abismo, cuento días y lo anoto todo. Lo hago para recordar. O para evitar que los días se me escapen. O tal vez porque el papel recuerda lo que digo. Como si yo existiera. Como si hubiera alguien escuchándome» (pág. 20, de II). No quiere Julia que le desvele nada más de una lectura tan sugerente, de este modo de acompañar al personaje de Tara Selter que mueve a reflexionar sobre la relación que tenemos con el tiempo. He leído que cuando Solvej Balle concibió la idea de su obra aún no se había estrenado la película de Bill Murray; que, por cierto, he vuelto a ver, y su banalidad cómico-romántica no resiste una comparación con la ambiciosa meditación de esta novela sorprendente. He indagado sobre la autora y parece ser que nació en Sønderjylland el mismo día del mismo mes y del mismo año que yo. Cosas del tiempo cronológico.
Publicado por Miguel A. Lama en lunes, agosto 18, 2025 0 comentarios
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