Recibí con alegría —gracias a Marino González, su editor— esta nueva novela del extremeño Jorge Márquez (Sevilla, 1958), entre otras razones, porque habían pasado trece años —como los perros de su primera novela El claro de los trece perros (Algaida, 1997)— desde que se publicó la última, Los agachados (Algaida, 2003). He tardado en leerla, sí, más de un año; pero ha merecido la pena. Me ha devuelto al enorme escritor que es Jorge, con su prosa reconocible, su humor, su manera de presentar y tratar a sus personajes —unos tiernos, otros feroces, patéticos muchos—, que, no en vano, aquí, se trata de un bestiario. O, más bien, un zoológico, ya que los animales se ubican en la Casa, en la Casa Grande, que es como una inmemorial casa de fieras cuyos cimientos solo podrían abatirse en la imaginación de un sueño del que uno despierta «angustiado, sudoroso» (pág. 278). Esta novela tenía que haberla publicado el mismo sello institucional que publicó, por ejemplo, la primera novela de Gonzalo Hidalgo Bayal —Mísera fue, señora, la osadía—, los Cuentos de Jesús Delgado Valhondo, el Camino baldío de Ricardo Puente, Caminar por caminar cansa, de Antonio Gómez, o los Nocturnos de María José Flores. Qué sé yo. Es una novela muy especial. Porque, por ejemplo, a sus muchos valores —véanse solo algunos infra— cabría añadir lo políticamente incorrecto, que es lo que más agrada. Esto es, el juego que algunos lectores hemos podido urdir con las supuestas claves de la novela. Confieso haber intercambiado mensajes con una lectora cercana del mismo libro que me decía que sabía quién era «La rata» y quiénes «Los borregos». Un entretenimiento malicioso que no quita valor a una novela que merecería mucho más eco entre lectores menos contagiados de su ambiente. Me extraña, por eso, que, salvo en círculos muy privados —el otro día hablé de esto con Miguel Murillo, gran amigo de Jorge Márquez—, nadie haya metido el dedo travieso en la llaga institucional con la excusa de esta mueca satírica del funcionariado. Lo mejor es que Jorge Márquez vuelve, después de más de una década, a mostrar su solvencia como narrador, vuelve a su gusto —aquí más embridado— por marcar tipográficamente las voces y registros de su relato, que en Trienios se fundamenta en dos discursos trenzados, el del bestiario y sus treinta y siete especies —las hay que son peces, mamíferos, aves, reptiles, crustáceos..., todos humanos—, y el de un diario conmovedor con sus treinta y tres anotaciones desde un 27 de junio a un 31 de diciembre del mismo año que aportan al lector un contrapunto del personaje que escribe. Los trasvases y guiños entre ambas partes —el bueno de «Wes[ley] J. Weaver III Catedrático de Literatura Española de la Universidad Estatal de Nueva York. Autor del libro Personajes en busca de una realidad: Aproximaciones a la literatura de Jorge Márquez (Sevilla, Diputación de Sevilla. Servicio de Archivo y Publicaciones, 2010)», habla de novela «estremecedora» y de «estructura bipartita», en una nota previa que se extracta también en la cuarta de cubierta y que es absolutamente prescindible en una editorial que se precie de su autor— son sutiles y un acierto, como el relato de algunos lances, la pintura de algunos caracteres, los juegos, la ironía, el expresionismo valleinclanesco de muchísimas páginas y la expresión de unas ideas que a veces rematan un capítulo como para decirle al lector aquí estamos tú y yo: «Mi pobre padre no entendió la hondura de aquella reflexión, aunque intuyó que contenía una intensa lección de vida. Solo los años irían sedimentando en el carácter de mi padre la conversación con don Zaratustra hasta marcarle para siempre con la indeleble e inocultable señal de los ingenuos que hacen de la decencia, de la humildad y de la generosidad su norte.» (págs. 229-230). En fin, que esta novela me parece que es todo un acontecimiento.