miércoles, junio 19, 2024

El castillo de Lindabridis

Es siempre un motivo de alborozo un título nuevo que refresque el repertorio habitual del teatro clásico español que puebla nuestros festivales, que haya una novedad que altere la persistente presencia en sus carteleras, como si se agotase ahí, de títulos como Fuente Ovejuna, La vida es sueño, La dama duende, El alcalde de Zalamea, La Celestina u otros que están en el canon más académico. Por eso, es para celebrar que en la trigésimo quinta edición del Festival de Teatro Clásico de Cáceres nos hayamos encontrado con esta esquinada pieza cortesana de Calderón de la Barca, El castillo de Lindabridis, que nos ha traído la compañía Nao d'amores que dirige Ana Zamora, a la que el Ministerio de Cultura y Deporte reconoció en septiembre del año pasado con el Premio Nacional de Teatro 2023, precisamente, «por su recuperación del patrimonio teatral español». La trayectoria de su equipo —que va reponiéndose con su trabajo riguroso de la ausencia de su directora musical Alicia Lázaro— acredita esta vocación de lectura e interpretación de nuestra literatura dramática antigua, y ha dejado estupendas huellas de su paso por el festival cacereño, si no estoy equivocado, desde 2008, con el Misterio del Cristo de los Gascones, y luego, con las Farsas y églogas de Lucas Fernández en 2012, la Comedia Aquilana de Torres Naharro en 2018, Nise, la tragedia de Inés de Castro o la Numancia de Cervantes en la edición número XXXIII de nuestro festival. Aunque creo que la primera presencia de Ana Zamora como directora de escena y autora de versión fue en el XVII Festival de 2006 con la Tragicomedia de don Duardos, de Gil Vicente, que trajo a Cáceres la Compañía Nacional de Teatro Clásico. El castillo de Lindabridis, quizá de 1661, es una comedia caballeresca, un género no muy bien considerado en el conjunto de la producción de Calderón, lo cual ha podido ser un acicate, un reto para Nao d'amores que, además, se ha fijado en un texto del XVII —eso sí, que remite a la novela de caballerías del quinientos— más alejado de su acostumbrado trato con el teatro prebarroco. Otro de los alicientes que para esta compañía ha debido ofrecer esta obra calderoniana es la presencia esencial de la música, inseparable de las propuestas escénicas de Nao d'amores, y, en este caso, uno de los atractivos del montaje que vimos la noche del domingo 16 en la Plaza de San Jorge. Más específico y destacado es el rescate de una tonadilla napolitana anónima del siglo XVII «Si li femmene purtassero la spada» («Si las mujeres portasen la espada»), que abre y cierra la función, y subraya el papel de unas mujeres que deciden sobre su destino; pero el contexto armónico no solo embellece sino que subraya los significados con la misma maestría y buen hacer que cabe atribuir a tantos recursos que convergen en la dinámica acción dramática. Uno de ellos es el uso de la escenografía, elaborada y compleja, movible como el castillo-palacio de Lindabridis —«pájaro del mar y pez del viento»—, descompuesta en piezas que encajan entre ellas y que enmarcan el espacio creando la sensación de que nos encontramos ante un teatro de títeres —el juego de las apariciones del Rey o de determinados movimientos de los actores—, acentuada por la disposición en el escenario de bancos laterales ocupados parcialmente por el público. Y realzado todo, diría yo, por el recogido espacio de una Plaza de San Jorge idónea para estas intenciones, a pesar de que sigue teniendo el problema de los ruidos incívicos que vienen de la Cuesta del Marqués y que tanto molestan al público situado en lo más alto de la grada. La plasticidad de otros recursos potencia el componente imaginativo, poético y fantástico de la obra, como ocurre con la recreación del hipogrifo o animal parecido que componen todos los actores del elenco en sugerente síntesis metateatral. En ella están fundidos los cinco ejecutantes, los actores que se reparten los papeles de Rosicler, Floriseo, Febo, Meridián, el Rey, el Fauno o Malandrín, que son Mikel Aróstegui, Miguel Ángel Amor y Alejandro Pau, muy solventes los tres, aunque el último con mayor y feliz notoriedad en el papel del gracioso muy particular de Malandrín que también hace de narrador distanciado que implica en ocasiones al espectador; y las dos mujeres, Inés González como Lindabridis, y una portentosa Paula Iwasaki como Claridiana a la que cabe adjudicar buena parte de la aprobación y el aplauso que mereció este montaje de Nao d'amores que ha vuelto a elevar el nivel de calidad del Festival de Teatro Clásico de Cáceres. Gracias.

lunes, junio 10, 2024

La discreta enamorada

Por una crítica de Javier Vallejo, publicada en El País tras una representación de La discreta enamorada en el Festival de Almagro en julio del año pasado, supe que la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico combinaba tres repartos para la ejecución del espectáculo que tuvimos la suerte de ver el sábado 8 en Cáceres. La fórmula tiene la bondad de repartir los papeles principales entre más actores y actrices, algo factible en una compañía copiosa, como es el caso, y de un incuestionable talento. Y a los estudiosos y al público apasionado permitirá comprobar los matices que dan al texto sus diferentes intérpretes. Pero cuando en uno de esos repartos interviene —en el papel del Capitán Bernardo, «con la nieve de sus canas»— el director de la compañía y eminente actor Lluís Homar, parece inevitable la prelación en lo que se pretende distributivo, y, sin faltar al joven Íñigo Arricibita (Bernardo en el Gran Teatro), echar de menos mayor notoriedad en la diferencia de edad del padre y galán y del hijo y la dama en el extraordinario enredo que ofrece Lope de Vega en esta entretenida comedia de 1606-1608. Del mismo modo que es inevitable pensar en las plazas principales en las que ha actuado Homar y en aquellas de gira por provincias sostenidas sobre el otro actor. Sea como fuere, el sábado, en esta periferia extremeña y en interior a la italiana, la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico nos trajo de nuevo —menos mal— uno de esos espectáculos totales, bien hechos y con voluntad de ensanchar generacionalmente la visión de nuestro teatro —¿antiguo? El sábado Cristina Marín-Miró fue Fenisa, Felipe Muñoz fue Lucindo y Míriam Queba fue Gerarda; pero imagine el espectador que de la discreta enamorada Fenisa hiciesen Nora Hernández —el sábado el criado Fulminato, piano y voz— o Ania Hernández, espléndida en Cáceres con su papel del caballero Doristeo —además de piano y voz, también—; o que el actor del Lucindo fuese Antonio Hernández Fimia, que el sábado interpretó a Finardo y en otro reparto es Fulminato. Sirva este carrusel para fijar una función única en la que destacó actoralmente Xavi Caudevilla en el papel del criado de Lucindo, Hernando, que tocó la guitarra, el trompón y cantó, colaborando con brillantez en uno de los atractivos del montaje, la música en directo. Una música —presente en algún momento del texto de Lope— que abre y cierra la función con el ritmo de lo festivo —la fiesta del teatro que va a comenzar, con todos sus preparativos, incluyendo a sus técnicos, maquilladoras, apuntadora..., y la fiesta de un final que exalta y celebra el trabajo bien hecho—, y que tiene el sutilísimo y bello contrapunto de la interpretación de una versión de «Vestida de nit» de Silvia Pérez Cruz. Pocas veces la contemporaneidad colorea una obra clásica con tanto gusto, también en la escenografía (Jose Novoa) y el vestuario (Deborah Macías), que armonizan con la presencia a veces coral de los actores; de tal modo que en sus circulaciones hay una especie de reflejo del movimiento de atracción que ejercen las mujeres (Fenisa y Gerarda) sobre las que pivotan las acciones dramáticas, pero, sobre todo, las figuras masculinas, que se mueven en los dos escenarios principales, la plataforma deslizante de la casa de la viuda Belisa y de su hija, y el andamio practicable que representa —también— la casa de Gerarda —la «cortesana, que vive en este balcón». Un espacio presidido por el anuncio luminoso de neón con un «Hope» (Lope) que es todo un símbolo de la frescura, el dinamismo y la brillantez de esta lectura —por qué no, esperanzada— de un texto clásico que se dio casi íntegro, tal cual se nos ha trasmitido desde el Fénix. De ahí las dos horas y pico que duró todo y que pasaron como se consume lo que complace mucho, prontamente. A la salida —doce menos cuarto de la noche—, los dos trailers que cortaban la calle de San Antón corroboraron la sensación de apretura del espacio escénico en el que tan bien se desenvolvió esa mujer enamorada, Fenisa, discreta por juiciosa e inteligente, que aportaba en el acto segundo una de las claves de su perfil: «Amor me dio la invención».

martes, junio 04, 2024

Melancolía y sueño

Tengo que enseñarle a Tomás Pavón, autor del penúltimo tratado de melancolía que conozco, este pequeño librito de 9,5 x 14 cm. editado por Olañeta con esmero en su colección Centellas: Alonso de Freylas, Si los melancólicos pueden saber lo que está por venir con la fuerza de su ingenio o soñando. Edición crítica de Felice Gambin. Palma de Mallorca, José J. de Olañeta, 2023, 197 págs. Con ese tamaño, se comprenderá que un texto que en su original ocupa menos de una docena de páginas —las últimas de una obra de Freylas publicada en Jaén en 1606 bajo el título de Conocimiento, curación y preservación de la peste— de para un volumen de casi doscientas. Lo acrecen la introducción («Melancolía y adivinación: soñar entre "amplios espíritus áureos y bellos"») de Felice Gambin, catedrático de la Universidad de Verona, que ocupa ciento veintiocho páginas, y el aparato crítico, la bibliografía y el índice onomástico que son las treinta finales, pues el texto es el tramo más corto (págs. 131-167). Gusta leer así, con ese cuerpo de libro, una obra tan curiosa en el contexto de los tratados médicos del siglo XVI y, en concreto, los centrados en el contagio de enfermedades como la peste, que en 1602 asoló Jaén, la ciudad de nacimiento del autor, el médico Alonso de Freylas (1558-1622), que fue discípulo de Francisco de Vallés, médico personal de Felipe II. De ese contexto trata Felice Gambin en su introducción, que nos presenta el breve discurso de un autor que renuncia a tratar la adivinación supersticiosa, la quiromancia, o, entre otras prácticas, la interpretación de los sueños, y que, sin embargo, tiene como objetivo «establecer si sería posible de forma natural, con la fuerza y la naturaleza del humor melancólico, saber y pronosticar los acontecimientos futuros, sin la intervención de ningún espíritu bueno o malo» (pág. 42 y, en el texto del discurso,134-135). El tipo de melancólicos en el que se fija Freylas es el del ingenioso y prudente, el virtuoso, y el tipo de adivinación del porvenir del que habla está relacionado con el sueño, lo que tratará Gambin en su estudio, que también hace un repaso histórico de la melancolía, que ya abordó en su libro Azabache. El debate sobre la melancolía en la España del Siglo de Oro (2008), un título que recuerda la analogía de Huarte de San Juan en su Examen de ingenios para las ciencias de la melancolía con la piedra negra y resplandeciente a la vez del azabache. En aquel libro de Gambin, que llevó una esclarecedora presentación de Aurora Egido y un sugerente prólogo de Giulia Poggi, vimos por primera vez la alusión al tratadito de Freylas que ahora se publica en esta atractiva edición que solo tiene de chico y de menor su tamaño. No imaginaba yo hace años acumular tanta bibliografía sobre el temperamentum melancólico, incluyendo lo de Tomás Pavón.

sábado, junio 01, 2024

Santo silencio profeso

El último fin de semana de este recién pasado mes de mayo escuché, en menos de veinticuatro horas, en dos ocasiones antes de sendas representaciones teatrales, los avisos encarecidos al público para que silenciase sus móviles, y en las dos ocasiones fue inútil. El domingo 26 por la tarde, en el Gran Teatro, sonó «Mi jaca» el tiempo suficiente para que cupiesen la letra de Ramón Perelló, la música de Juan Mostazo, y la voz de Estrellita Castro que inmortalizó la pieza. Lamentable. Fue en el último tramo de Santo silencio profeso, la obra de Fulgen Valares (1972-2018), que acudí a ver como un recuerdo en homenaje al actor, director y escritor cuya trayectoria literaria se truncó tan inesperadamente. A principios de 2007 había publicado en la colección «La luneta» de la editorial De la luna libros ese «monólogo para sillón orejero o mesita de noche» que tituló con el primer verso de una letrilla satírica de un inmortal Quevedo decidido a callar para no tener más problemas por hablar: Santo silencio profeso. Es un texto profundo y complejo, con extensas y detalladas instrucciones de dramaturgia en sus acotaciones, y en el que la voz de El hombre que es Quevedo, encerrado en San Marcos de León desde diciembre de 1639, asume («siempre a través de la boca del hombre») las de sus obsesiones presentes en los objetos de su fría celda, ofuscaciones representadas por el rey (La almohada), por su abuela (La cortina), por la dama de sus amores (La silla) y por su enemigo Luis de Góngora (El títere). Por eso es tan meritoria la adaptación firmada por Aurora García, que dirige el espectáculo e interpreta a La cortina, compartiendo el escenario con un elenco en el que destaca Juan Carlos Anuncibai en el papel de Quevedo/El hombre, nombrado en esta adaptación como «Q», muy bien arropado por las actrices Ángeles Horrillo y Ángela Pajuelo. El trabajo de la compañía de Villanueva de la Serena Desmotable Teatro merece la pena y algo más de respuesta que las escasas cuarenta butacas que se ocuparon la otra tarde. Yo tenía alguna referencia de un antiguo montaje de Santo silencio profeso de marzo de 2015 en el Gran Teatro, como un taller de fin de grado de Fulgen en la Escuela Superior de Arte Dramático de Extremadura; y me apetecía saber cómo había resuelto el texto el propio autor.  Sin quitarle valor a la adaptación que ha hecho Aurora García, he sabido, gracias a la actriz y directora cacereña Olga Estecha, que Valares ya resolvió el gran escollo interpretativo de un solo personaje con un elenco en el que a Rubén Lanchazo —que hizo de Quevedo— le acompañaron ella —Olga— como abuela, dos actrices más y otro actor como Luis de Góngora. Aurora García y la propuesta de Desmontable han convertido, con buen criterio, pues, el monólogo del escritor «de aspecto cansado, taciturno, de unos cincuenta años», que se aferra a su «Bueno está lo bueno», en una sugerente representación imaginaria de recuerdos y fijaciones que añade, con sus tres figuras femeninas, unos recursos dramáticos que el público agradece. Fue un buen motivo para recordar a Fulgen Valares, y la verdad y la intensidad de una vocación literaria que, lamentablemente, se silenció en el mejor momento creativo.

martes, mayo 28, 2024

Tratado de melancolía posmoderna

Tratado. Lejos está este libro de Tomás Pavón recién publicado por Letras Cascabeleras de pretender ser una exposición didáctica. Su vocación es más reflexiva, más íntima y personal (véase abajo Melancolía) que aquella que busca ganar prosélitos. Más cercano está al Colinas de los Tres tratados de armonía que a Wittgenstein —lógicamente—, pues tiene de ensayo lo que hay en toda tentativa modesta de comprenderse en el medio en que uno vive, de explicarse un poco el mundo. Léase un mundo que va «tan rápido como los nubarrones que cruzan el cielo otoñal presagiando tormenta» (pág. 19). Sin más pretensión que esa de explicarse y con voluntad de no demorar al lector, porque los asuntos que abordan sus cuarenta textos no ocupan más allá de las seis páginas y algunos se reducen a unas siete («Selfi») u ocho («Cronologías») líneas. La reflexión sobre un asunto se concentra en su esencialidad, de tal manera que se habla de lo sustantivo desde la periferia, desde el detalle, que se materializa en una escena o una imagen evocadora, llevadas en un estilo sobrio y atractivo, preciso y contenido, familiar para los lectores de Tomás Pavón, que ya evocó espacios, personajes y músicas en su Fin de milenio (Cáceres, Ediciones Alternativos de España, 1997) o su Cuaderno de Corto Maltés (Badajoz, Del Oeste Ediciones, 1999). Melancolía. Impone una tonalidad a la obra que, dada la variedad formal y genérica de sus partes, puede ser su más evidente rasgo común. Subrayada la melancolía en el título como objeto aparente, acompaña al lector en casi todos los textos de principio a fin, en sus variados matices de desolación, nostalgia o pesimismo, con pocos atisbos de regeneración. La escritura sirve de expresión de un estado de ánimo desde el que se analiza lo que pasa con una perspectiva que no esconde el abatimiento de «constatar que las cosas empeoran» (pág. 33), o, en «La estacada», de asumir «un infinito letargo» y que «el futuro es la nostalgia del ayer» (pág. 80). Posmoderna. Si el lector no quiere reconocer la dificultad conceptual del término, le bastará con sustituirlo por «actual», sin complicarse. Ayuda por acotación aclaratoria que los dos textos extremos sean dos hitos fechables que enmarcan todos los capítulos del libro: la crisis financiera de 2008 —el primer texto es «Lehman Brothers»— y la pandemia de 2020 —«Covid-19, el confinamiento» es el último. Así se elude uno de los problemas de una obra como esta, el de la pérdida de actualidad; pues el conjunto de los treinta y ocho capítulos restantes evita referencias a hechos noticiables de la magnitud de un terremoto como el de Haití, de las guerras en Siria, de los atentados en Francia, del triunfo del Brexit, de un Donald Trump presidente de los EE.UU., de la muerte de Fidel Castro o del referéndum y la declaración de independencia en Cataluña, entre 2010 y 2017, por ejemplo. Tomás Pavón se aleja de lo datable sin dejar de advertir lo candente —«Migrantes»— y confiesa su inclinación por latitudes distintas y añorantes —«Las noches del consulado», «La latitud de los caballos», «Mediterráneo»—, por lugares, ambientes, sonidos que a veces remiten a esa escenografía querida de «los luminosos de la autopista» (pág. 27) que casi se repiten en otros textos como «Queen of the Night» o se entrevén en los rascacielos imaginados de «La hora en que cierran los bares». Merece la pena dejarse llevar por este Tratado de melancolía posmoderna, que gana con la relectura y que he troceado con la intención de dar una medida de su entidad completa.

lunes, mayo 13, 2024

Biblioteca de Autoras Españolas

Me ha sabido a poco esta mañana en la Feria del Libro de Badajoz la exquisita muestra organizada por la Unión de Bibliófilos Extremeños (UBEx) Biblioteca de Autoras Españolas de Esperanza Marina Serrano. Sobre todo, después de saber por la presidenta de la UBEx Matilde Muro Castillo —en el texto del cuadernillo de presentación «Esperanza Marina Serrano. El amor a los libros»— que la colección de la que proviene consta de tres mil títulos dedicados a mujeres españolas creadoras. Por obvias razones de espacio es muy exigua la representación de un fondo que merecería una exposición mayor, dado su extraordinario interés y valor. Me ha sabido a poco también la mencionada presentación, sin un catálogo de las piezas expuestas, pues algunas son muy singulares, desde un ejemplar de la segunda edición salmantina de 1589 de las Moradas de Santa Teresa hasta algún tomo con dedicatoria autógrafa de las Obras completas de Emilia Pardo Bazán. Nombres como María Rosa Gálvez —se muestran los tres tomos de 1804 de sus Obras poéticas publicadas por la Imprenta Real—, Luisa de Carvajal, Fernán Caballero, Carolina Coronado, María Teresa León, en una poco vista edición de sus Fábulas del tiempo amargo, entre otros, estimulan las ganas de conocer todo el conjunto y a su responsable. Esperanza Marina Serrano (1939), que fue bibliotecaria en la Universidad de Extremadura, y antes en el Centro Coordinador de Bibliotecas de la Diputación Provincial de Badajoz, es una coleccionista particular muy especial, con raigambres bibliográficas y bibliofílicas. Su abuelo fue don Manuel Serrano y Sanz (1868-1932), el autor de los Apuntes para una biblioteca de escritoras españolas desde el año 1401 al 1833, obra premiada por la Biblioteca Nacional en 1898 e impresa en Madrid en dos volúmenes por los Sucesores de Rivadeneyra en 1903 y por la Tipografía de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos en 1905, y es inevitable pensar en que su nieta ideó su colección —parece que iniciada en 1973, según Ascensión Martínez Romasanta— como una manera de continuar y materializar en sus plúteos la labor de los apuntes del ilustre bibliotecario. Resulta, además, obvia la relación de esta mínima expresión que sabe tan poco —pero que motiva tanto— con proyectos como Bieses, la Bibliografía de Escritoras Españolas que coordinan las profesoras Nieves Baranda y María Martos, y que estarían encantadas de contemplar y consignar esta Biblioteca de Autoras Españolas de Esperanza Marina Serrano.

martes, mayo 07, 2024

Una traducción temprana de Ángel Campos Pámpano

Si no recuerdo mal cómo me lo contó Ángel Campos Pámpano, fue en la redacción de la revista Nueva Estafeta en Madrid en 1980 donde coincidió con Gerardo Diego, que iba a cobrar una colaboración. Él iba a lo mismo, y le llamó la atención que una figura literaria consagrada, de más de ochenta años, mirase la peseta con la misma avidez que un joven de veintitrés, recién licenciado en Filología. Hoy, hojeando ejemplares antiguos de la revista que dirigió Luis Rosales, me he topado con el número 15, de febrero de 1980, en el que se publicó la traducción de Ángel del poema «Lluvia oblicua» de Fernando Pessoa (Nueva Estafeta, 15, febrero de 1980, págs. 4-8). El hallazgo me ha llevado a intentar reconstruir con algún documento aquel recuerdo, y he encontrado entre los papeles que conservo de Ángel, y que me traje de la casa materna de San Vicente de Alcántara —véase mi entrada «Hernán Cortés, 35»—, de septiembre de 2022—, dos copias mecanoscritas de la serie de seis «poemas interseccionistas» (I-VI) de «Lluvia oblicua», con la referencia de que fueron publicados por primera vez en Orpheu 2 (Año I, 1915, núm. 2, abril-mayo-junio, pp. 161-164). En una de ellas hay correcciones manuscritas de Ángel, que pasaron luego a la copia a limpio que supongo fue la que envió a Nueva Estafeta. En ésta, sin la fecha que figura en el original: «Salamanca, 8 de marzo de 1979». Debajo, en letra de Ángel, con voluntad de establecer un paralelo homenaje: «Lisboa, 8 de marzo de 1914». Además, he localizado otro recuerdo de Tomás Sánchez Santiago —disfruto estos días con la lectura de su libro de poemas El que menos sabe (León, Eolas ediciones, 2024)— que se publicó en el folleto colectivo —aunque... Ramón Pérez Parejo— Ángel Campos Pámpano, una voz necesaria (Mérida, Consejería de Educación de la Junta de Extremadura, 2009): «Creo que su primera publicación fue la traducción de Oda marítima (o Tabacaria, ya no lo recuerdo) en La Estafeta Literaria. Recuerdo que cuando fue a Madrid a cobrar su primer trabajo coincidió en el vestíbulo con ¡GerardoDiego!, que a su vez iba a cobrar alguna contribución suya. Ángel recordaría muchas veces esa circunstancia. Él fue, de toda la panda literaria de “detectives salvajes”, el primero que cobró por un texto en un medio entonces importante. Aquello bastaba para que lo miráramos con admiración, desde luego.» Me permitirá Tomás que complete la amistosa evocación de aquello con la lectura llena de sentimiento de aquella traducción temprana de Fernando Pessoa, que luego Ángel reescribió para su publicación en Un corazón de nadie, la antología poética en edición bilingüe que publicó Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores en 2001.



domingo, mayo 05, 2024

Partituras ilustradas

Me cabe la satisfacción de haber colaborado en el conocimiento de las obras de uno de los escritores y dibujantes más singulares de la historia literaria extremeña desde los años ochenta, cuando publicó en la Editora Regional de Extremadura (ERE) Memoria de los viajes (1989), un libro de poemas que había recibido el Premio Cáceres de Poesía el año anterior. Años después, abrió la apreciada colección «La Gaveta» de la ERE con sus siete relatos de La locura y las rosas (1997), y también suyo fue el primero de los títulos de la nueva colección de poesía del mismo sello editorial que ahora celebra sus cuarenta años, el libro de poemas Teatro de sombras (1999), que llevó una breve nota prologal de Luis Alberto de Cuenca. Menos visible fue su paralela dedicación —su primera obra la concluyó en 1986— a la ilustración y la caligrafía de textos propios, como Las horas felices o Arquitectura melancólica, y ajenos, el Cantar de cantares o El cuervo de Poe, el lorquiano Diván del Tamarit o el Apocalipsis de San Juan; hasta que algunos de esos títulos rompieron el ámbito íntimo de la edición artesanal y limitada para dar el salto a sitios tan notables como Manuel Moleiro Editor, donde aparecieron los citados Apocalipsis (1999) y Cantar (2000), y, además, el Libro de Daniel (2001), reunidos en una serie titulada en el catálogo del sello Códice Alcaíns. Luego, fue la ERE quien también acogió en 2009 una bella edición de Sepulcro en Tarquinia de Antonio Colinas, como muestra del trabajo de este artista a quien verdaderamente mueve en este tipo de obras su admiración y su fascinación como lector. Y como afortunadamente el magín de Alcaíns no para, difundo con muchísima complacencia una ocupación insólita de sus horas que se ha materializado en una esmerada edición de su música. Sí, su música. Alcaíns, autor musical. Actualmente, la colección «Partituras ilustradas» se compone de las siguientes entregas, presentada cada una de ellas en una primorosa carpeta de cartulina verjurada ahuesada, con una viñeta del autor en cubierta, que contiene una lámina a color con la letra de la canción, caligrafiada e iluminada con un dibujo alusivo por Alcaíns, y la partitura en una hoja apaisada desplegable: Tarabilla y cardo (1), Mirador en Lisboa (2), Encuentro en el jardín (3), Cabaliñu (4) y Paisaje en primavera (5). Solo en un caso, el de Cabaliñu, el juego va acompañado de una hoja que aporta la traducción de la letra original en fala de la canción del «Caballito», con una deliciosa nota autobiográfica de Javier Alcaíns que explica la escritura de esa pieza como una «carencia sentimental», un recuerdo de un deseo incumplido por no haber podido encontrar en esa lengua nativa de a fala —que se habla en las localidades cacereñas Valverde del Fresno, donde nació Alcaíns, Eljas y San Martín de Trevejo— alguna cancioncilla equiparable a las que su madre le cantaba de niño junto a sus hermanos. Las letras, las músicas, las ilustraciones y el diseño son de Javier Alcaíns, que agradece en el colofón a la profesora de piano Elena Martín Narciso toda la ayuda prestada; la impresión se ha realizado en Gráficas Cacereña, la edición es de  Javier Martín Santos, y la tirada es de cien ejemplares numerados y firmados por el autor. A la venta, a 9 € cada una, en librerías de Cáceres como Boxoyo Libros o El Buscón. Sé que Javier Alcaíns, que vive un momento de entregada formación musical, está afanándose en encontrar a alguien que cante sus letras y grabarlas con su melodía. Lo conseguirá, seguro. Y escucharemos pronto este caso de creación total en el que se ven juntos el escritor, el calígrafo, el dibujante y el músico. Tarabilla y cardo: «Tarabilla bella, / cabecita negra / y al cuello un fular, / entre el jaramago / y la avena loca / se te oye cantar. / Pósate en un cardo, / como en una estampa / del viejo Japón, / y te haré un retrato / para que lo cuelgues / en tu habitación. / Me acerco despacio, / parece que ignoras / que voy hacia allá. / Pronto, un miedo grande / de pájaro chico / te obliga a escapar. / Yo sólo quería / mirar tu plumaje, / no te iba a cazar. / Pero hay que entenderlo: / si se acerca un hombre / es mejor volar» (© Javier Alcaíns, 2023).



miércoles, mayo 01, 2024

Memorias en conserva

«La cosa es que era uno de aquí, de mi pueblo, de Nuez, y tenía una burra, una burra y una mujer, ¡güey Jesús!, que se fueron a poner de parto las dos a un tiempo y la mujer le parió un rapá, un chico, y la burra, pues claro, parió un buche, y el crío vino bueno, pero el buche salió medio entariñido, que no cogía aliento, con poca vida, y claro, pues había que darle calor, que la calor es lo mejor a las criaturas, y lo metieron en una talega grande, de los talegones de traer las uvas en la vendimia, y lo ponen al pie de la lumbre y tapadico con un cacho manta, al buche, y acertó a entrar una vecina que venía pues a lo de las mujeres, si sería a darle la enhorabuena o a llevarle una pastilla de chocolate o algo, y vio la talega y destapó el buche y dijo «¡güey coño, qué condenao de rapá que salió arretratadico al padre». El texto es uno de los ochenta testimonios que se incluyen en el interior de esta lata, impreso en una cartulina —la número 26— cuyo anverso va ilustrado con un collage que lleva una reproducción del grabado de Goya Tú que no puedes, con un pañuelo familiar sobre la hoja de un libro de cuentas, creación de Leticia Ruifernández. Como todas las ilustraciones de esta obra que debería destacarse como uno de los acontecimientos editoriales de Extremadura en este curso, pues la fecha que lleva la primera edición es octubre de 2023. No tengo datos fehacientes, pero creo que la acogida que ha tenido esta singular propuesta desde que apareció en las librerías ha sido buena; y estoy seguro de que a la grata sorpresa de encontrar un libro así en los estantes acompañará el gusto de pagar poco más de treinta y ocho euros por algo tan peculiarmente elaborado. Las ochenta tarjetas (15,5 x 19,5 cm.) con los relatos que recrean historias orales —muchas del norte de Cáceres— van abrazadas en el interior de una lata como las de carne de membrillo que se veían antaño en las casas y que en algún momento sirvieron para guardar bagatelas que se hicieron recuerdos. Ese sabor antiguo que ofrece la novedad de estas Memorias en conserva (Garganta la Olla, Papel Continuo, 2023) ideadas por el etnógrafo, folklorista, actor y músico José Luis Gutiérrez (Zamora, 1973), que ha preparado los textos, y por la ilustradora Leticia Ruifernández (Madrid, 1976), que ha cuidado el diseño y la maquetación de todo. La caja es «el fruto de muchos años de escucha y de paciente recuperación de materiales, imágenes, sonidos, texturas...», dicen sus editores en el cuadernillo que acompaña al mazo con los trozos de memoria, y que detalla el modo de uso, los ingredientes, los sabores y colores de este tesoro, cuyo índice con descripciones se recoge oportunamente en esas páginas, desde el número 1 (En la memoria de Benita Jambrina de Moraleja del Vino. Fotografía de emigrante en Argentina, sobrina de la protagonista, sobre cartulina bordada por María Rodríguez con patrón de zapato de baile y jaculatoria original de origen desconocido) hasta el 80 (Contado por David «Moialde» en la taberna familiar. Estampa de la Virgen del Carmen de devocionario de la familia Gutiérrez, coloreada con acuarela). El surtido de los elementos con los que están elaborados los collages (telas, fotografías, tarjetas postales, dibujos, hojas de cuadernos antiguos...) se acompasa con la diversa procedencia y variedad de unos relatos de innegable valor histórico y social.  En el acceso al sustrato de su más reciente libro —Arqueologías—, Ada Salas escribió: «Lo que fuimos entonces constituye un paisaje»; y lo recuerdo porque a su modo, este acierto editorial de Memorias en conserva cartografía una suerte de territorio temporal que nos pertenece.

lunes, abril 22, 2024

Todo Rico

Hace muchos años que no veo Ínsula en una librería o un quiosco de prensa de Cáceres. Aunque puedo leerla en la hemeroteca de la Universidad —tenemos desde el segundo número de febrero de 1946—, muchas veces he querido conservar un ejemplar de especial interés, y ahora solo me queda pedirla por correo. Me alegro de tener en casa el número especial de marzo de 2024 (núm. 927), dedicado a «Francisco Rico. Trayectoria y significación», pues es la más amena y rigurosa semblanza bio-bibliográfica publicada que puede servir de complemento a la «Biblioteca Francisco Rico» —y no me refiero solo a la que le dedicó la editorial Destino— que uno haya podido reunir. En la colección «Imago mundi» de esa editorial se publicó el libro de Rico Los discursos del gusto. Notas sobre clásicos y contemporáneos (2003), que llevaba en la cuarta de cubierta el retrato que le hizo Eduardo Arroyo —«hacia 1982»— y que sirve para ilustrar la primera página de esta Ínsula coordinada por Gonzalo Pontón Gijón y Fernando Valls, que fueron sus alumnos, y que presentan el número con un texto estimulante que consigue resumir en poco espacio los motivos de un monográfico dedicado al «microcosmos» Rico («Todas las almas del profesor Rico»), y que «traza una caracterización y un balance de las facetas más relevantes de su trayectoria intelectual» (pág. 3b). Una trayectoria extraordinariamente bien transitada gracias a la selección de especialistas y amigos que muestran los diferentes ámbitos de su especialidad filológica y de su labor como promotor de iniciativas editoriales. José-Carlos Mainer, en «Fiel a sí mismo: Francisco Rico», condensa un recorrido que en las siguientes páginas va a tener un tratamiento más detenido, por épocas y edades, títulos o afanes, como la crítica del texto, que aborda Gonzalo Pontón Gijón en «Una ecdótica a su medida», uno de los textos más iluminadores y completos en su síntesis que he leído sobre la historia moderna de los estudios textuales en España, y en concreto sobre la aportación del profesor Rico a una ecdótica integradora y superadora de la mera crítica textual. La académica medievalista Lola Badia se ocupa, partiendo de su experiencia de alumna —«el curso sobre el Libro de Buen Amor, por ejemplo» (pág. 6a)—, de la atención a la Edad Media de los estudios de Rico, desde el que dedicó al origen de la autobiografía en el texto de Hita, de 1967, o su ensayo sobre las letras latinas del siglo XII, hasta una lección sobre los incunables del Tirant lo Blanc. Petrarca como objeto fundamental de su trabajo y el texto del Quijote como resultado de su pensamiento ecdótico se abordan en las colaboraciones —ambas traducidas por Gonzalo Pontón Gijón— de Enrico Fenzi, «Francisco Rico, petrarquista», y Rober Chartier, «Francisco Rico, autor del Quijote», que es reedición actualizada de un celebrado artículo de 2007. Juan Gil escribe sobre «Francisco Rico, latino», el buen conocedor de los humanismos, y le sigue Luis Gómez Canseco con otro compendio colosal, como aporte de este número extraordinario, de la dedicación del profesor a los textos literarios de la Edad Media y la Edad de Oro («En letras profundado. Francisco Rico entre dos edades»), que se remata con su apabullante bibliografía, iniciada en la misma revista Ínsula con la reseña del libro de su admirada María Rosa Lida sobre La Celestina (1963) y se cierra con la recopilación de trabajos antiguos El primer siglo de la literatura española (2022). Todo lo que leo en esta exquisita exposición de la trayectoria y la significación de Francisco Rico me instruye y me esclarece; y mucho me conforma con lo conocido y leído; y renueva hallazgos, lecturas luminosas y actitudes e intereses compartidos también en la literatura contemporánea, de la que se ocupa de relacionarlo Fernando Valls en «Francisco Rico entre las letras españolas contemporáneas enredado»; que, con el texto de Daniel Rico Camps, «Retrato figurado sobre fondo de letras», sobre su cercanía y simpatía por el mundo del arte, culmina esta parte del monográfico, que concluye en las «Miradas» de Félix de Azúa, Victoria Camps, Javier Cercas, Paloma Díaz-Mas, Ignacio Echevarría, Daniel Fernández, Inés Fernández-Ordóñez, Jordi Gracia, Jacques Joset, Eduardo Mendoza, Alberto Montaner, Joaquim Palau, Lluís Pasqual, Gonzalo Pontón, Domingo Ródenas de Moya, Santos Sanz Villanueva, Guillermo Serés y Darío Villanueva, en respuestas libres —y tanto en el «Misunderstanding» de Gonzalo Pontón con vermú y tabaco— a un cuestionario —al cuidado de Rosa Bono— sobre la aportación de Rico a la historia de los estudios literarios, sobre el interés que ha suscitado su labor como editor filológico frente al editor de colecciones de textos y estudios, sobre sus libros más relevantes y sobre qué parte de su labor perdurará en el tiempo. El mejor prospecto para los textos y los contextos de Rico.

domingo, abril 07, 2024

Las guerras de nuestros antepasados

Anoche —¡Aúpa Athletic!— vimos en el Gran Teatro de Cáceres una admirable adaptación teatral de un texto del maestro Miguel Delibes, Las guerras de nuestros antepasados, su novela de 1975. No puedo evitar pensar en el momento y en las razones de su escritura porque ando leyendo un libro singular: Gonzalo Arias, Cartas y circulares inéditas. Intrahistoria de la operación «Encartelados»: política y literatura en el segundo franquismo (Estudio introductorio de Rebeca Rodríguez Hoz. Edición de Bénédicte Vauthier. Madrid, Los Libros de la Catarata, 2024). En él están recogidos los textos de los que ya dio noticia Bénédicte Vauthier en su magnífica edición de la novela-programa Los encartelados, de Gonzalo Arias, y entre los que puede constatarse la adhesión de Miguel Delibes a las cartas-circulares redactadas en 1969 pidiendo apoyo a la causa de la no-violencia activa, para la que también se reclamó el favor de otras personas significadas como José Luis Aranguren, Néstor Luján, Manuel Jiménez de Parga, José Mª Gironella, José Luis Martín Descalzo o, entre otros, el extremeño Juan Fernández Figueroa, director de Índice. Delibes, además, encabezó una carta-circular del primero de junio de 1969 que firmaron Jordi Maluquer, Salvador Blanco Piñán, Gonzalo Arias, Juan Gomis, Joseph Dalmau y José María de Llanos. Hizo esa aportación a aquella operación inspirada en las doctrinas de la no-violencia; pero creo que la escritura de Las guerras de nuestros antepasados, en cierta medida, fue también, unos años después, un gesto que consonaba con todo aquello, pues, como ha escrito su adaptador teatral Eduardo Galán, fue un «grito contra la violencia de las guerras […]. Desde el nombre del protagonista, “Pacífico”, hasta el final terrible de la obra, el autor vallisoletano defendió a lo largo de sus páginas la paz frente a la guerra y la no violencia como camino de vida». El propio novelista ya supervisó la versión para teatro que se representó en 1989 interpretada por José Sacristán y Juan José Otegui, y dirigida por Antonio Giménez-Rico, y supongo que habrá sido base esencial para la de Galán, que mima el portentoso texto original. Un texto cuidado, respetado y enaltecido en una función teatral sobresaliente, con una interpretación excepcional de Carmelo Gómez (Pacífico) e impecable de Miguel Hermoso (el doctor Burgueño López) en su constante presencia como partenaire hasta el mismo momento de caer el telón. La maestría de Miguel Delibes para reproducir el lenguaje rural de Castilla tiene en la excelencia interpretativa de Carmelo Gómez su mejor traslado a un escenario. Me gustó ver a alguna alumna en el Gran Teatro —aunque sigue habiendo escaso público joven— porque el montaje producido por Pentación y Secuencia 3 y dirigido por Claudio Tolcachir fue de los que inducen a aficionarse al teatro. Leyendo sobre la intrahistoria de los «encartelados», he pensado en la elección por Delibes de su personaje, un recluso convicto cuyo testimonio es grabado en varias sesiones clínicas por el psiquiatra de la prisión; y en la situación de Gonzalo Arias que Delibes conoció por una carta de mayo de 1969 del Padre Llanos. Éste le contaba que, después de haber estado en los calabozos de la Dirección General de Seguridad en Madrid, Arias había sido internado en un Hospital Psiquiátrico, antes de su traslado a Carabanchel, considerado como un psicópata en «condiciones vergonzosas y con los delincuentes chalados», como si su protesta pacifista fuese un trastorno mental. Todo esto lo supo Miguel Delibes de primera mano en los años anteriores a la escritura de su novela Las guerras de nuestros antepasados, el magnífico relato de cuya lectura escénica disfrutamos ayer.

miércoles, abril 03, 2024

Jordi Doce en el Aula Valverde

Antes de ver la luz en su libro No estábamos allí (Valencia, Pre-Textos, 2016), pudimos leer el espléndido poema «Piedra» de Jordi Doce en una entrada de su blog de noviembre de 2014, y, poco después, en el primer mes de 2015, en la revista Letras Libres. Publicado aquel libro, luego, con buen criterio, ha sido un poema seleccionado por el propio autor para figurar en diversas antologías, como en la poesía reunida de En la rueda de las apariciones. Poemas 1990-2019 (Oviedo, Ars Poetica, 2019), o en la versión al italiano de Valerio Nardoni de Sedici poesie pari de Jordi Doce (Valigie Rosse, 2023), entre otros sitios, como este cuadernillo que se ha editado —lástima que el último verso del poema se haya desprendido— para acompañar las lecturas que el poeta hará mañana jueves 4 y el viernes 5 aquí en Cáceres, en el Aula literaria José María Valverde. Por esta aula han pasado, en veintiocho años, autoras y autores muy diferentes, de varios géneros —poetas y novelistas en su mayoría, unos pocos escritores de teatro, algún ensayista...—, en total, si no he contado mal, ciento diecisiete; más ahora Jordi Doce, a quien tengo en especial consideración por un perfil que sobrepasa el de ser un excelente poeta. Quiero decir que a un ejercicio sobresaliente de la escritura poética añade una sabiduría sobre el género que le convierte en un caso prominente de experiencia de la poesía. Porque esto está en su obra en verso, claro; pero también en sus traducciones de parte de la mejor poesía extranjera moderna —W. H. Auden, T. S. Eliot, Anne Carson, W. B. Yeats, William Blake, Jeffrey Yang, Charles Simic...— y en su vasta obra crítica, como sagaz comentarista de la poesía contemporánea desde hace muchos años. En combinación, un saber admirable sobre el hecho poético; y, por eso, escucharlo será un regalo que hay que agradecer a los programadores del Aula Valverde. Jordi Doce intervendrá mañana jueves 4 de abril a las 19:00 horas en Espacio UEX, y el viernes 5 de abril a las 12:30 en el IES Hernández Pacheco.

martes, abril 02, 2024

Alejandro Pérez Vidal en Letras

Era uno de los estudiosos sobre Bartolomé José Gallardo invitados al malogrado curso de verano sobre «La de San Antonio de 1823. 200 años de una infamia bibliográfica» que iba a celebrarse en Cáceres y Campanario, y, con el billete de avión comprado —vive en Bruselas—, tuvo que cancelar su viaje y lamentamos todos no poder encontrarnos aquí con la excusa de hablar sobre el gran erudito y polígrafo extremeño campanariense. Va a ser ahora por fin, aunque de manera individual y no integrado en unas jornadas que se prometían bien interesantes. En una conferencia que dará el jueves por la mañana en la Facultad de Filosofía y Letras ante nuestros estudiantes de Filología Hispánica y todo el público que esté interesado. «Entre las infamias históricas y las glorias literarias. Breve recorrido por la vida y la obra de Bartolomé José Gallardo (Campanario 1776-Alcoy 1852)» será una cualificada y necesaria introducción a esta figura tan destacada de los últimos años del siglo XVIII y la mitad del siglo XIX. Alejandro Pérez Vidal (Barcelona, 1953) fue Profesor Titular de Literatura Española en la Universidad de Gerona, y, posteriormente, traductor del Consejo de la Unión Europea en Bruselas. Se licenció en Filología Española en la Universidad de Barcelona, en donde se doctoró en 1989 con una tesis sobre la obra satírica de Bartolomé José Gallardo, fruto de la cual fue su libro Bartolomé José Gallardo. Sátira, pensamiento y política (Editora Regional de Extremadura, 1999). También en el sello de la Editora Regional apareció su «cuaderno popular», de carácter más divulgativo, Bartolomé José Gallardo. Perfil literario y biográfico (2001). Como uno de los más eminentes especialistas en la obra del de Campanario, colaboró con su trabajo «Materiales para los estudios gallardianos: epistolario y cabos sueltos» en el volumen La razón polémica. Estudios sobre Bartolomé José Gallardo, coordinado por Beatriz Sánchez Hita y Daniel Muñoz Sempere, que publicó la Fundación Municipal de Cultura de Cádiz en 2004; y fue el responsable de la redacción de la biografía de Gallardo en el Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia, de 2009. Ha estudiado igualmente la obra de Mariano José de Larra, que editó en Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, en la colección Biblioteca Clásica de Editorial Crítica en 1997, actualizada en la misma colección en la Real Academia Española en 2016. El acto comenzará a las 10:00 de la mañana del jueves 4 de abril de 2024 en el Salón de Actos de la Facultad de Filosofía y Letras de Cáceres, y la entrada será libre y deseada.

domingo, marzo 31, 2024

Más que medir

Este libro de Pedro Álvarez de Miranda, Medir las palabras (Madrid, Espasa. Editorial Planeta, 2024), tiene su precedente, del mismo autor, en Más que palabras (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2016), que llevó un prólogo de Manuel Seco. El juego con sus títulos desgrana el objeto en el que coinciden: las palabras. Ambos reúnen breves ensayos sobre asuntos lingüísticos que han ido viendo la luz en diferentes medios. El libro de 2016 se formó en su mayoría con artículos publicados en la revista Rinconete del Centro Virtual Cervantes; ahora, este de 2024 continúa aquella serie en su sección central, «Rincones de la lengua», con otros rinconetes desde junio de 2015 hasta el titulado «Del libro de faltriquera al libro de bolsillo» (págs. 289-297), que apareció en dos fechas, 27 de abril y 27 de julio de 2023. La primera parte es «Medir las palabras», que fue el título de su sección en el semanario cultural La Lectura en el que Pedro Álvarez de Miranda estuvo colaborando cada quince días desde enero de 2022; y ahí van todas sus entregas hasta julio de 2023. Por último, «Varia» cierra el volumen con diecinueve artículos provenientes de otras publicaciones, periódicos como El País, El Mundo o ABC —en la sección «La mirada académica» de su suplemento ABC Cultural—, y revistas como Archiletras o Letras Libres. Reunidos todos en este volumen regalan una experiencia de lectura tan deleitable como la más amena de las novelas y tan útil como el más actualizado y preciso de los manuales. Sí, con un libro sobre palabras, un surtido variado de reflexiones con afán divulgativo, sin perder ni una pizca de rigor, en torno a la lengua española y su uso. Un libro escrito por el profesor —catedrático de Lengua Española de la Universidad Autónoma de Madrid—, el académico de la RAE —sillón «Q»— y el investigador dieciochista, pues los tres, como poco, se ven en el modo de acercarse y medir las palabras que elige para ilustrarnos. Así, cuando explica la diferencia entre diptongo e hiato (pág. 68), o entre nombres ambiguos y epicenos (pág. 89) para hablar de «Cobaya», estamos ante el profesor, ante el buen profesor que escribe en «Se veía venir» (pág. 333) sobre incorrecciones ortográficas, o que se detiene en aclarar que lo diastrático se refiere a la distribución sociocultural de los hablantes y lo diatópico a la geográfica (pág. 119, de «Seseo y ceceo»), siempre con «paciente pedagogismo» (pág. 195), que se agradece, como al iniciar su artículo «La verdad es que...» con esta explicación de sabio profesor que sabe echar mano de ejemplos idóneos: «Se llaman expletivos en gramática los elementos que, sin ser necesarios en el mensaje, sí le aportan cierta expresividad o énfasis. Cuando digo Por poco me caigo y cuando digo Por poco no me caigo estoy diciendo lo mismo, de modo que el no de la segunda frase es un claro ejemplo de 'negación expletiva'» (pág. 26). El activo y comprometido académico está de principio a fin en este libro, mostrando una actitud tolerante admirable que insisto en ponderar recordando el titular de una entrevista que se publicó en El País, hace más de diez años, cuando fue elegido miembro de número: «El error de hoy puede ser norma de mañana». En otra entrevista, espléndida, que le hizo Yolanda Gándara en 2016 para Jot Down, fue terminante: «Para los que somos profesores de lengua hay una palabra que en nuestras clases no empleamos nunca, que es la palabra «correcto». Esa palabra para un lingüista no tiene mucho sentido.» Su pensamiento como académico se advierte en «Purismo, misoneísmo» (pág. 311) y, de otro modo, en «Casi dos kilos por una palabra» (pág. 163); y muy palmariamente cuando constata que las lenguas «se van internacionalizando, también la nuestra, y no solo no debemos lamentarlo, sino más bien lo contrario» (pág. 110), o cuando se defiende ante una corrección inconveniente, pero reconoce que «el numantinismo tiene sus límites, y el hablante es un ser en sociedad» (pág. 146). Ese académico que ingresó con un discurso sobre los discursos académicos nos ofrece una nótula erudita que apostilla su brillantez en «Una rareza» (pág. 309); el académico que, a propósito de una «explicación de voto» en una sesión de trabajo en la RAE, sostiene que en la gramática el asamblearismo está fuera de lugar (pág. 322). Y también en Medir las palabras está el prestigioso estudioso dieciochista, que echa mano de autores y obras de la época ilustrada para contar sucintamente la vida de la palabra francesa poissarde (pág. 151); o que en «Gandumbas» (págs. 156-162) hace alusiones pertinentes a Leandro Fernández de Moratín y a sus contemporáneos, y nos invita a dar un paseo delicioso —y muy al día— por nuestra historia literaria hasta el siglo XX; o en «Vacuna» (pág. 355)... ¿Quién fue el inventor de la palabra quirófano? (pág. 96), ¿es mejor escribir adónde o a dónde? (págs. 278-281), ¿acepta la Academia iros en lugar de idos? (pág. 322-325) son algunas preguntas, entre muchas, que se responden con la lectura de este libro lleno de amenidad y de rigor, a lo que hay que sumar el mérito de hacerlo con una disciplinada brevedad que, tal en el caso del artículo de un diccionario, conlleva «sus buenos ratos de pesquisas» (pág. 12). Más que medir las palabras. Mucho más.

miércoles, marzo 27, 2024

Día Mundial del Teatro

Encuentro hueco para no faltar tampoco este año y difundir el mensaje del Día Mundial del Teatro, que ha encargado el ITI (International Theatre Institute) al escritor noruego Jon Fosse, Premio Nobel de Literatura 2023, cuyo texto me ha parecido muy sustancioso y necesario, muy contextualizado en los tiempos que corren; pero inopinadamente alejado del puro hecho teatral y de sus circunstancias, aunque se excuse al final por no hablar del arte teatral. No fue así el del año pasado de la actriz egipcia Samiha Ayoub, ni el del director Peter Sellars (2022), o el de la periodista mexicana Sabina Berman (2018), o el de la actriz francesa Isabelle Huppert (2017), que en estos años he compartido, como hago ahora con el texto de Fosse, que corrijo —pues casi siempre se difunde en los medios sin revisión— desde la traducción hecha por Raúl Alonso Díaz en México del original noruego, «El arte es paz» («Kunst er fred»): «Cada persona es única y, al mismo tiempo, como todas las demás. La apariencia, se puede ver, es cierto, pero también hay algo dentro de cada persona que le pertenece, que la hace única. Podemos llamarlo alma o espíritu, o bien, podríamos no ponerle palabras, simplemente dejar que esté ahí. Al mismo tiempo que somos diferentes, también somos iguales. Las personas de todo el mundo somos fundamentalmente iguales, sin importar qué lengua hablemos, qué color de piel o de cabello tengamos. Quizás esto sea una especie de paradoja: que somos completamente iguales y diferentes al mismo tiempo. Tal vez una persona es paradójica en su conexión entre el cuerpo y el espíritu, entre lo terrenal y tangible y lo que trasciende los límites materiales y terrenales. El arte, el buen arte, consigue a su manera y de forma fabulosa reunir lo absolutamente único con lo universal. Nos permite entender la diferencia entre lo extraño y lo universal. Al hacerlo, el arte trasciende las fronteras de los lenguajes y los límites geográficos. Reúne, no solo las cualidades individuales, sino también, las características de un grupo de personas, por ejemplo, las naciones. El arte no se expresa provocando que todo sea igual, por el contrario, nos muestra nuestras diferencias, aquello que es ajeno o extraño. Todo buen arte contiene precisamente eso: algo extraño, algo que no podemos comprender completamente y que, sin embargo, entendemos de cierto modo. Contiene lo enigmático, algo que nos fascina y por lo tanto nos lleva más allá de nuestros límites y así crea la trascendencia que todo arte debe contener y a la cual conducirnos. No se me ocurre una mejor manera de unir los opuestos. Es exactamente el enfoque inverso al de los conflictos violentos que vemos a menudo en el mundo, que alimentan la tentación destructiva de aniquilar todo lo extraño, todo lo único y diferente, comúnmente utilizando los inventos más inhumanos que la tecnología ha puesto a nuestra disposición. Hay terrorismo en este mundo. Hay guerra, puesto que la gente tiene un lado animal que lo lleva a ver lo extraño como una amenaza a su propia existencia, en lugar de ver el fascinante enigma que eso representa. Y entonces lo único, lo diferente que es universalmente comprensible, desaparece. Dejando atrás una semejanza colectiva donde todo lo diferente es una amenaza que debe ser erradicada. Lo que vemos desde fuera se ve como desigualdad, por ejemplo, las religiones o ideologías políticas, se convierten en algo que debe ser derrotado y destruido. La guerra es la batalla contra lo que yace en lo más profundo de cada uno de nosotros: lo único. Y es una batalla contra todo arte, contra la esencia más íntima de todo arte. He hablado del arte en general, no del arte teatral en particular; esto se debe a que todo buen arte, en el fondo, gira en torno a lo mismo: tomar lo singular y específico para hacerlo universal. Articula en su expresión artística aquello único con lo universal: no eliminando lo singular, sino enfatizándolo; dejando que lo extraño y lo desconocido brille claramente. Es tan simple como que la guerra y el arte son opuestos, que la guerra y la paz son opuestos. El arte es paz.» 

domingo, marzo 24, 2024

Destrozos

Duró poco. Algo así como ese típico cuarto de cada hora en que te invade un pesimismo grave, aunque fugaz, por fortuna; si no fuese porque luego llegan las ganas de escribir sobre ello. Fue por los resultados de la extrema derecha en las recientes elecciones en Portugal —un «espectro», le hace escribir hoy El País a Lídia Jorge—, en las que cuadruplicó sus votos y obtuvo cincuenta escaños —tenía doce. Pensé en que era otra consecuencia de la desafección por la política en términos generales y una respuesta crispada a la arbitrariedad que olvida a la ciudadanía que votó. El eco de aquello resonaba en el «lodazal» que para Ángels Barceló, en su editorial de las ocho de la mañana del pasado lunes 18, es el escenario de la política española estos días; tan tremendamente bochornoso y poco edificante que Antonio Muñoz Molina («La cara de vergüenza», el día 16), Manuel Vicent («Tirad de la cadena», el 17) y el editorial de ese mismo día en ese mismo medio de El País («Una política degradante») coincidían en el reproche contundente a unas maneras intolerables. Como si se hubiesen puesto de acuerdo. Y, aunque dignidad obligue, son como los avisos legales —tan forzosos y tan estériles— que llevan los anuncios de bebidas alcohólicas o de juegos de azar para que se haga un consumo responsable. Como un paliativo inútil administrado por los mismos medios que vocean la inmundicia porque vende más que la decencia; y, si no, prueben a contar las páginas del periódico que hay que pasar para llegar a una noticia que sea verdaderamente de interés y servicio públicos. Da mucha penita. Menos mal que esta semana hubo Día Mundial de la Poesía y que afortunadamente siempre me pilla en clase con algún poema. Llevaba en la cartera los de Tomás Sánchez Santiago, que acababa de recibir (El que menos sabe, León, Eolas Ediciones, 2024); pero me ajusté al programa: Elena Garro, Idea Vilariño, Ida Vitale... De esta leímos en sílabas contadas que la palabra poética nos cura y nos protege de los destrozos de los días.

martes, marzo 19, 2024

Dos pequeños grandes libros

Mirar atrás y Barcelona mapa infinito. La razón estricta del primer adjetivo del título está en los 16,5 x 11,8 cm. del primer libro y los 16,8 x 11 cm. del segundo. En páginas de texto, además, uno no llega al centenar y el otro lo sobrepasa en unas cuantas hojas. Empecé por Mirar atrás (Corvera. Murcia, Newcastle Ediciones, 2023), de Elías Moro, que es una nueva entrega de recuerdos ajustados al patrón del Je me souviens (1978) de Georges Perec en el español «Me acuerdo...», y que el autor ya había ensayado en una primera colección de 1999, firmada con Daniel Casado en De la luna libros, y en otra en solitario, Me acuerdo (Calambur, 2009), que terminaba en un escueto «Me acuerdo de Georges Perec». Casi la misma frase que leí («Me acuerdo de Perec») en la página 63 del libro de Álex Chico Barcelona mapa infinito, con ilustraciones de Joan Ramon Farré Burzuri (Granada, Ediciones Traspiés, 2023), y a la que siguen varias iniciadas con «Me acuerdo...»: «Me acuerdo de la estatua de Charlie Rivel, sosteniendo una silla, y de la estatua de Charles Chaplin, sobre la esfera del mundo. Me acuerdo de la casa del terror incrustada en la montaña y de los vagones que se lanzaban a toda velocidad por una gran uve. Me acuerdo de los libros de Bruguera y del edificio que ocupaba la editorial en el barrio de El Coll.» (pág. 64). Aquí está la curiosa coincidencia que me ha empujado a escribir sobre estos dos pequeños libros grandes, muy distintos en intención y en género, pero parecidos en la naturaleza temporal que cabe en ambos, pues, como dice Álex Chico (pág. 59), «las ciudades pertenecen a la geografía, pero también al tiempo», y una ciudad, «como una persona, se construye a partir de un recuerdo personal y una memoria colectiva» (pág. 96). Tan espontánea y natural ha sido la unión de estas dos obras que también veo en ellas el parentesco de que uno, el delicioso paseo barcelonés de Álex Chico por la Barcelona en la que vive, termine con varias páginas rayadas (págs. 135-142) para que el lector escriba sus «Notas» de viaje, en otro modo de continuación de la experiencia de la obra; y que la relación de cuatrocientos ochenta textos —la cantidad de los de Perec— de Elías Moro se extienda en cinco páginas más (págs. 97-102) con una ristra de «Me acuerdo...» sin más texto, como pauta de inicio de las evocaciones que puede añadir el lector en su lectura. Haber juntado tan de buen grado ambos libros me predispone ahora a encontrar paralelismos y reflejos entre ellos, y leo una reflexión sobre el tiempo en Barcelona mapa infinito que puedo aplicar a Mirar atrás: «El tiempo añade memoria y la memoria, en ocasiones, es demasiado benévola, tanto para mitificar una época que, quizás, no tenga nada de admirable» (pág. 123). Se acomoda a la evocación atomizada en los minúsculos textos —de una o dos líneas hasta más de siete, salvo el dedicado al padre de un compañero de colegio que trabajaba de fogonero en los trenes (pág. 43), que tiene nueve líneas— de Elías Moro, que habla del tiempo de una generación distinta a la de Chico —se llevan más de veinte años—, que no conoció el Linimento Sloan (pág. 19), ni a Garrincha (pág. 46), ni el Pelargón (pág. 91). El hilo del pasado cose los numerosos fragmentos de un libro que cabe tomarse como un relato-recorrido en el que los temas, los personajes o los detalles van surgiendo sin orden aparente en un sugerente catálogo de categorías que van desde el cine o la literatura, a los recuerdos de un barrio, la televisión, la escritura, el primer libro comprado (Ilíada/Odisea, pág. 72), o el fútbol; e incluso aforismos disfrazados de recuerdos («Me acuerdo de que la vida consiente que la vivamos, pero solo hasta que se cansa de nosotros», pág. 83). El libro de Álex Chico lo vi en la mesa de novedades de La Puerta de Tannhäuser de Cáceres y lo compré, en los primeros días de este año. Al terminarlo, fui por otro ejemplar a la librería y se lo envié a un amigo que vive en Barcelona y que, por eso, por tener tan a la mano la ciudad, igual no disfruta tanto como yo con su lectura. Cada una de sus páginas es como un bulevar, una fachada, un parque en que demorarse, del mismo modo que el cruce de dos calles es un argumento, «un mecanismo de escritura», dice Álex Chico al poco de arrancar su paseo-escritura por una ciudad fascinante que hace que todo el libro sea una manera de aprehensión de una geografía física y sentimental, señalizada eminentemente con las ilustraciones preciosas de Joan Ramon Farré. Qué agradable lectura y qué ganas de volver a caminar por Barcelona con este mapa de letras bajo el brazo. 

martes, marzo 12, 2024

La cola de la lagartija

Este pasado jueves llevé a clase de Hispanoamericana mi ejemplar de En agosto nos vemos (Penguin Random House Grupo Editorial, 2024), la novela póstuma de Gabriel García Márquez que se lanzó el miércoles a todos los medios y que ha ocupado mucho espacio en la prensa estos días. Me apetecía compartir un acontecimiento editorial así, relacionado con un protagonista tan notable del contexto cultural que nos atañe en clase, aunque en este curso no haya ninguna obra suya programada. Todavía no había leído la novela; pero sí el «Prólogo» que firman los hijos del escritor, Rodrigo y Gonzalo García Barcha, en el que justifican lo que llaman «un acto de traición» al padre que había dicho: «Este libro no sirve. Hay que destruirlo»; y también la nota del editor, Cristóbal Pera, sobre algunas circunstancias antetextuales. Pero lo que más me interesó compartir, aparte la novedad, fue la posibilidad de una propuesta para un trabajo de fin de estudios sobre esa vida póstuma de algunas obras literarias; abrir una vía, no tanto de investigación, sino de elaboración de un estado de los estudios —para un trabajo de fin de grado— sobre los problemas de carácter filológico que se dan cuando en lo que leemos no consta la última voluntad definitiva del autor. Anoté para la clase algunos casos, como el de Lagartija sin cola (2007), de José Donoso, cuyo texto fue establecido por el crítico Julio Ortega a partir del original descubierto por la familia del escritor; o el de la obra diarística póstuma de Alejandra Pizarnik y el estado de los diversos escritos hoy conservados en la Universidad de Princeton. Me acordé de la posteridad de Ricardo Piglia y de su taller secreto —al que Tinta libre dedicó unas provechosas páginas de su primer número de este año 2024—, y de la novela póstuma Aquiles o el guerrillero y el asesino (2016) de Carlos Fuentes. A Roberto Bolaño sí lo tenemos en el programa del curso —Estrella distante— y su caso sigue siendo notorio, no solo por el abultado corpus de su obra póstuma desde su muerte en 2003, sino por la pura gestión de su memoria. Hace unas pocas semanas, en su columna de El Cultural, Ignacio Echevarría se lamentaba («Páginas en blanco», 2 de febrero de 2024, pág. 32), de que en algunas recientes antologías de la poesía chilena y mexicana la publicación de los poemas de Bolaño había sido vetada por la «dura custodia que la agencia y la heredera de Roberto Bolaño ejercen sobre su obra», según se puede leer en la explicación de Rubén Medina, el editor de una de esas publicaciones, Perros habitados por las voces del desierto (México, Aldus, 2014), que recoge la obra de diecinueve poetas infrarrealistas. Rastrear estos y otros casos de la literatura iberoamericana y comprobar el eco crítico que han tenido, sin entrar en los turbios y desagradables pormenores del círculo de los herederos legales —más legales que literarios— de un autor, podría ser un modo atractivo de iniciarse en una investigación y un análisis básicos en la culminación de los estudios de grado o de máster. Como el título de Donoso que dicen que descartaron para la novela de 2007, la cola de la lagartija sigue moviéndose separada del cuerpo, como las obras póstumas por manos distintas a las de quienes las escribieron. La publicación de En agosto nos vemos me llevó a pensar esto en voz alta en la clase del jueves, y hubo cierto interés. Ahora, leída ya la novela, y aunque sea difícil abstraerse de otras motivaciones del lanzamiento editorial, creo que su publicación es un regalo, pequeñito, mera muestra de lo que podría haber sido otra cosa, pero suficientemente evocador —y añorante— del grandioso narrador García Márquez, lo justo para reencontrarse —aunque sea con la levedad de lo breve— con un modo reconocible de presentación de los personajes en el tablero amoroso tan del gusto del colombiano, con puntadas de su inventiva, de su humorismo, y la habilidad en el uso de lazos narrativos como el del billete de veinte dólares lleno de carga argumental capítulos antes, a su debida y calculada distancia, en la propina que la protagonista da a un peluquero, advirtiéndole feliz: «Úselos bien […]: Son de carne y hueso» (pág. 56). Es poco, un sorbo solo para probar; pero suficiente para no sentirse ufanamente defraudado después de tanto ruido. 

viernes, marzo 08, 2024

Elena Garro desde España

Tuve la satisfacción el curso pasado de tener a Adriana Sánchez Vaquero (Zafra, 2001) como alumna en su Trabajo de Fin de Grado sobre «La novela hispanoamericana en el siglo XXI: la presencia de Elena Garro en España», que recibió la máxima calificación y este enero un accésit en la IV Edición de Premios al Mejor Trabajo de Fin de Estudios en materia de Igualdad de Género de la Universidad de Extremadura. Hoy me ha remitido el enlace a su artículo «Homenaje a Elena Garro en el 8-M. Cruce de caminos con la escritora mexicana», que me anunció que estaba escribiendo, publicado en la revista mexicana Replicante con motivo del Día Internacional de la Mujer. Merece la pena leer a esta joven filóloga y cómo transmite su entusiasmo, gracias a su trabajo académico, por haber conocido la obra de una gran autora como Elena Garro y personalmente a su estudiosa Patricia Rosas Lopátegui, presentes ambas en lo que fue el punto de partida de su estudio: la publicación en Extremadura en 2018 de la obra poética de Elena Garro, Cristales de tiempo, en edición de Patricia Rosas, en la editorial La Moderna, que dirigen Lidia Gómez y David Matías, otro antiguo alumno sobresaliente. 

domingo, marzo 03, 2024

Un deambular circular

Leí hace pocos días un excelente artículo de Ana Calvo Revilla publicado en el último número (vol. 85, núm. 170, de 2023) de la Revista de Literatura, que me llegó por un aviso del programa gestor de revistas electrónicas del CSIC: «Reescritura del perseguidor cortazariano: Campo de amapolas blancas, de Gonzalo Hidalgo Bayal» (págs. 597-616), y que me completa una lectura importante de la que quiero hacerme eco en este espacio tan predispuesto al escritor extremeño. Me estimula, por fin, a poner en orden mis notas sobre el libro de Ana Calvo Revilla Un deambular circular. Estudios sobre la obra literaria de Gonzalo Hidalgo Bayal (Madrid, Visor Libros, Biblioteca Filológica Hispana, 280, 2023), en cuya bibliografía (pág. 279) figura «en prensa» el artículo mencionado arriba. Para quien conozca las novelas de las que se ocupa, leer este ensayo proporciona el placer de volver a visitar un territorio siempre propicio para el estímulo del gusto literario y de la salud intelectual; permite recordar una experiencia de lectura, principalmente, de El espíritu áspero (2009), Nemo (2016) y La escapada (2019). Un deambular circular es un brillante estudio sobre una de las narrativas más interesantes y sugeridoras del panorama de la literatura española contemporánea, elaborado por alguien que conoce muy bien la obra de Gonzalo Hidalgo Bayal. Ana Calvo Revilla, catedrática de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad San Pablo CEU de Madrid, ha publicado un buen número de trabajos sobre la obra anterior de Hidalgo Bayal, casi sin dejar ningún texto sin analizar: Mísera fue, señora, la osadía, El cerco oblicuo, Paradoja del interventor, Amad a la dama, Campo de amapolas blancas, La sed de sal…; todas han merecido un trabajo crítico publicado en revistas especializadas en los últimos diez años, y entre los que destaco el que se editó dentro del libro El efecto M. Territorios narrativos de Gonzalo Hidalgo Bayal (Ed. de Felipe Aparicio, Jaraíz, Ediciones de La Rosa Blanca, 2013), con el título de «Incertidumbres de un Ulises kafkiano en Paradoja del interventor». Pero hay otros luminosos acercamientos a novelas como Amad a la dama, y su relación con el cervantino El celoso extremeño, o como La sed de sal y sus ecos literarios y cinematográficos, que están recogidos en un nutrido apartado de «Referencias bibliográficas» en el que se relacionan en primer lugar las obras de Hidalgo Bayal, desde sus poemas de Certidumbre de invierno (1986) hasta su contribución al volumen en homenaje a Julián Rodríguez publicado en 2022; y luego las «Obras citadas», entre las que está casi toda la bibliografía hasta el momento publicada sobre GHB. Aprovecho que hablo de esas páginas de información bibliográfica para volver a sugerir que se incorpore a ellas el relato titulado «Espíritu áspero», de Manuel Vicente González —en su libro Relatos de un trashumante. Badajoz, Los Libros del Oeste, 2011, págs. 107-125—, una singular pieza llena de cerebral sorna sobre un lector de la novela de GHB que busca al autor Saúl Olúas. El ensayo de Ana Calvo Revilla hace suya desde el título una reflexión de Gonzalo Hidalgo sobre las obras de Ferlosio, que tienen siempre el mismo centro, según este perspicaz lector, porque en literatura, «a partir del primer fruto maduro, no hay evolución ni progresión, sino un deambular circular». Lo escribió GHB en su ensayo El desierto de Takla Makán (Lecturas de Ferlosio) (Mérida, Editora Regional de Extremadura, 2007, pág. 32) y lo recuerda en el suyo Ana Calvo Revilla (pág. 61) cuando precisa la materia sobre la que gira la obra del autor extremeño, cuyos motivos temáticos, desde el eterno retorno o la reescritura del mito de Sísifo, hasta la frustración o la infelicidad, va a recorrer en su brillante análisis. Tras unos capítulos preliminares que presentan el propósito del libro, sitúan biográficamente a su autor y a su ruta por el ensayo —ostensible y ontológicamente ferlosiano— y resumen las invariantes del universo narrativo bayaliano, las secciones quinta a séptima son las que albergan los estudios de las tres novelas: 5. La laguna estigia y el último nemosín. El espíritu áspero. 6. Variaciones del silencio. Nemo. 7. Crónica de un sábado de noviembre. La escapada. Cada uno de estos tres bastidores del estudio general ofrece una certera lectura de las claves principales de esas narraciones extraordinarias, e invitan, como decía arriba, a revisitar unos textos recorridos ya antes con gusto y con provecho. Es como si el estudio de Calvo Revilla ejerciese en el lector con respecto a la obra de GHB lo que ésta en relación a una tradición literaria y filosófica que discurre nutriente en todos los escritos del autor, una tradición contabilizada y reseñada en varios momentos de este libro, cuyos efectos beneficiosos, como lector de Gonzalo Hidalgo, me gustaría saber comunicar. Del mismo modo que el artículo de Ana Calvo al que aludí al principio ha completado la lectura de su Un deambular circular, espero ansioso sus nuevos análisis sobre títulos como Hervaciana, que apareció en 2021, y de Arde ya la yedra, cuando aparezca dentro de unas semanas (Tusquets Editores), para seguir mirando al mismo centro.