Mi compadre y yo siempre hemos hecho buena pareja. Tan
distintos, hay algo o mucho que nos hace incondicionales; y la felicidad de
estar juntos —aunque él nunca se calle ni debajo del agua del Guadalquivir— es
algo que sabemos distribuir y que puede apreciar cualquiera que vea cómo él me
elige en unos grandes almacenes la talla del niqui —del alemán nicki, como decía mi madre— o del polo
—del tibetano pholo hasta el inglés polo— que quiero comprar; y cómo yo le
ayudo a emparejar el zapato que con tan buen gusto quiere llevarse. El
dependiente que nos atendió, sin duda alguna, supo que éramos compadres, cuando
menos. Lo supo desde el mismo momento en que me senté en el mullido asiento
circular de la sección de zapatería aquejado de una trocanteritis o bursitis de
cadera —otro diagnóstico certero de mi pareja— que se me va pasando a base de
reposo en sitios como este en el que escribo; o en el coche, si viajo, ida y
vuelta. Mi baño de sevillanía de este verano ha tenido en los libros un emblema
contundente, con piezas realmente admirables —aunque debería decir envidiables—
desde el siglo XVI al XX; pero también han sido la amistad y el disfrute de esa
exageración sevillana de que aquí como en ningún sitio o que en la bodeguita de
la calle Adriano se toma la mejor tortilla de patatas del mundo, que su
cántabra dueña no nos pudo servir por haberse agotado tal día como el de la
procesión de la Virgen de los Reyes, que anuncian con toques de muchas campanas
a primera hora de la mañana, aunque uno se haya acostado tarde. Sevillanía.
Mercado de Triana el día del cumpleaños de mi compadre, y un mojón de flautista en las Setas de la
Plaza de la Encarnación. El calificativo fue de un parroquiano que desayunaba
con su indumentaria de trabajo en el bar en el que curra otra de mis parientes, a la que no veía desde hacía
dieciocho años. De la Sevilla de Velázquez, de Bécquer, de Cernuda, de Juan
Belmonte y de la Niña de los Peines a la Sevilla La Chica en la que nací. De
paso para Cáceres, el otro día.
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