jueves, agosto 22, 2019

Julián


En varias ocasiones hoy he evocado a Julián Rodríguez por la razón de que este jueves habría cumplido cincuenta y un años. Una en Zafra, otra en Burguillos del Cerro y la última aquí en Cáceres. Con el mismo lamento que hoy mismo lo habrán hecho su familia y sus amigos. Yo tenía la costumbre desde hacía años de enviarle un escueto mensaje al móvil con mi felicitación, con la complicidad infantil de alguien que también nació en agosto. Antes de su muerte, entre mis notas para publicar en este cuaderno, estaba una que iba a titular «Movida y movimiento», a costa de la escritura de un texto que debí entregar hace mucho tiempo sobre creación literaria y movida en Cáceres en los años ochenta. En cerrar esa tarea estoy aún y por eso he vuelto a publicaciones y revistas, a noticias y a recuerdos de aquellos años en una ciudad universitaria casi recién nacida y en la que muchos nos formamos. Es un regalo poder retomar contacto con personas como Vicente Pozas o Tomás Pavón, con las que nunca he dejado de compartir afectos, inquietudes y situaciones de civil convivencia; y es triste constatar que ahora no puedo preguntar a Jesús Alviz, a Diego Ariza o a Julián Rodríguez por alguna circunstancia o detalle de aquel tiempo, que yo viví sin la conciencia que luego sí tuve de que todo lo que pasase tenía que contarlo, o anotarlo, o guardarlo en la materialidad de un recorte de periódico, de una fotografía o de un afiche. Aun así, guardo mucho. Y aun así, ahora ya uno confía en lo que se acumula en la nube global e incierta para encontrar con asombrosa rapidez un dato, un título, una fecha. Una mañana de julio, en casa, hablé sobre Julián con alguien más joven que le conoció hace menos que yo —claro— y por razones distintas, aunque tan cercanas y familiares como su colaboración de años con el proyecto de la Editora Regional de Extremadura. También a los más jóvenes fascinó su capacidad y su gusto. Me acuerdo ahora igualmente de Ninguna necesidad, de su novela, y de otro apunte antiguo que no llegué a materializar en esta página. Fue el 8 de agosto de 2006 cuando quedamos en el entonces Hotel Meliá de la cacereña plaza de San Juan, en donde me la dedicó «con la amistad de siempre». Escribía yo que antes de abrirla, había pensado en la fotografía de la cubierta, que me recordó, y no sólo por la perspectiva, aquella de una de las primeras ediciones de Encerrados con un solo juguete, de Juan Marsé, quizá una de Seix Barral, si mal no recuerdo. En blanco y negro, y sobre una cama, una chica leyendo una revista de época. En la novela de Julián eran dos los personajes de la fotografía, en color, y los elementos que aparecían quizá no tuviesen nada que ver con aquella antigua ilustración de la primera de Marsé, pero a mí me vino a visitar esa imagen. A mí me valió. Después de abrir y de leer la novela, pensé en la melancolía, y también recurrí a un elemento externo: una conversación publicada en el periódico El País entre Joan Manuel Serrat y José Luis García Sánchez en la que el cantante hablaba de «no estar demasiado a disgusto con lo que ha sucedido y pensar que la vida es lo que tienes y lo que te queda por delante», y el director de cine que decía que no, que eso era nostalgia, y que lo único que podía admitirle era la melancolía. Entonces, Serrat decía que él amaba la melancolía, corrigiendo. Hay dos interpretaciones de la elipsis. Una, que sugiere mucho. Otra, que esconde demasiado. Acostumbrado como estoy a leer textos del siglo XIX y novelas como las de Marsé, que tanto deben a las grandes novelas tradicionales, si se entiende por esto la novela tradicional, la lectura de la de Julián me chocó por algunos procedimientos y, por eso, me interesó, porque honraba el género. Me resultó admirable que la literatura difícil se convirtiese con un texto tan tenue en literatura admitida por aquellos que sólo leen literatura fácil. Ahora, todo, lectura, melancolía, movida, movimiento, nostalgia, agosto y toda necesidad tienen otro sentido. Lástima.

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