Hay cartas que he recibido que me gustaría saber de memoria para poder leerlas cuando quiera y donde quiera. Son un tesoro íntimo sin valor alguno en otras manos y que, en las mías, casi siempre logran que sienta querer ser mejor persona. Hace muchos años, más de veinte, llené un cuaderno de cien hojas apaisadas con mi letra menuda con cartas ficticias de más de treinta personajes que formaban parejas de corresponsales en el conjunto de una especie de relato epistolar tan complejo y peregrino que hoy me sería muy arduo retomar, si se me ocurriese la disparatada idea de publicarlo. Ha pasado tanto tiempo que incluso lo que en esos textos hay de vivida verdad hoy me resulta muy ajeno e impropio. Por aquel tiempo, busqué todo lo referido a literatura epistolar y leí mucho. Todavía continúo con esa propensión; pues hace nada, unos días, en Santander, compré Cartas a Mercedes, de Miguel Espinosa (Cieza, Alfaqueque Ediciones, 2017), setecientas páginas de correspondencia dividida en tres épocas, desde 1956 a 1981, del gran novelista murciano con Mercedes Rodríguez, su amiga, confidente, esposa de amigo íntimo, y personaje, y no sé si musa, de sus novelas. Sí, por aquel tiempo vino a la Facultad Claudio Guillén para hablar sobre «La carta como ficción» y allí estuve yo, en primera fila; pero con la conferencia ya leída que se había publicado poco antes como artículo con otro título («El pacto epistolar: las cartas como ficciones») en Revista de Occidente (núm. 197, 1997). Leí cartas de John Keats a Fanny Brawne, las Cartas de Abelardo y Heloísa por nueva edición, incluso una comedia de José Garcés de 1734, Cuatro eses ha de tener amor para ser perfecto: sabio, solo, solícito y secreto —ignoro por qué—, también La filósofa por amor, de Francisco de Tójar, y El defensor, de Pedro Salinas, y aquella novela de Fernando Savater, El jardín de las dudas (Planeta, 1993). Leí las Últimas cartas de Jacobo Ortis, de Ugo Foscolo, y busqué un libro de Laurent Versini, Le roman épistolaire (Paris, PUF, 1979), y encontré La carta de amor, de Cathlenn Schine (Barcelona, Emecé Editores, 1995), que conservo en mi biblioteca, como el libro de Mario Pasa, El escritorio de las maravillas (Barcelona, Península, 1997). Todo de aquel tiempo. Demetrio, en De elocutione, dice la evidencia de que la carta es como una de las dos partes de un diálogo y Séneca en las Epístolas morales decía que las cartas nos procuran las huellas auténticas del amigo ausente, sus auténticos rasgos. Conservo muchas cartas. La mayor parte de ellas es reparadora y da gusto zambullirse en la relectura deleitosa de un tiempo que pasó, de unas circunstancias escritas en folios y cuartillas tan diversos como los formatos en los que sigo recibiéndolas inmaterial o electrónicamente; pero con la misma intensidad que algunas de aquellas misivas en tinta azul y papel verjurado que conservo y que me gustaría saber de memoria para poder leerlas siempre. En aquellas cartas de ficción que yo escribí hace tanto buscaba una posibilidad narrativa o cierta justicia poética que propiciase que lo que quedó escrito confluyese de algún modo al cabo de los años y que las palabras se encontrasen en un presente feliz. Me gustaría aplicar ese afán con la última recibida, por correo electrónico, y ya debidamente impresa y archivada en mi memoria personal. Y me gustaría saberla entera de memoria para poder, todas las veces que quiera, dar las gracias a quien se ha ocupado en escribirla.
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