sábado, agosto 10, 2019

Del asueto


Ayer a las ocho de la mañana estaba paseando por el parque de La Magdalena en Santander. Escribo en casa, con toda la ropa traída ya lavada y tendida. La maleta vacía, en su sitio, a la espera de ser reclamada para otro oficio, siempre dispuesta, y grande, acogedora. Ayer a las seis de la tarde me senté en una mesa de la Cervecería Santa Bárbara de Madrid y creo que por primera vez estuve solo, con la sola compañía de una camarera que me atendió dentro, de un camarero joven y extranjero —me pareció marroquí— en la barra, y de otro, mayor, que se ocupaba de la terraza, más concurrida que el interior vacío como mi maleta ya recogida a estas horas en el altillo del armario. Afuera, en la plaza, hacía más calor y más bullicio; y más libros en la librería-kiosco en la que compré minutos antes un par de títulos antiguos sobre teoría y crítica literaria, que hojeé pensando en un viaje que ha tenido de todo. No es, claro, la primera vez que escribo aquí sobre la experiencia de un viaje y la sensación que uno tiene cuando vuelve a acomodarse a su espacio. Una tontería comparada con las crónicas e impresiones de diario de los grandes viajeros. Me he traído la experiencia de estar con buena parte de mi familia, de haber conocido gentes y sitios, de haber hecho kilómetros caminando muy temprano como si me fuese la vida en ello, de haber conducido horas como antaño, tragando asfalto para llegar hasta donde nos habíamos fijado llegar, sin prisas y sin dilación. Me he traído más libros. Nada del otro mundo.

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