Haber compartido durante tanto tiempo el relato en primera persona del personaje de esta novela, Aidan Fitzwater —joven irlandés de veinte años en la página 188—, es lo primero que me viene a la cabeza cuando escribo sobre esta obra. Tengo mi ejemplar desde el verano de 2018 y lo he leído a sorbos en los desayunos durante casi un año. ¿Se puede leer así? Yo creo que se puede. De hecho, creo que ha sido una de las claves de mi grata lectura de esta obra de Selena Millares, poeta, novelista y profesora de literatura hispanoamericana en la Universidad Autónoma de Madrid. Leo otros comentarios sobre la novela poco después de su publicación —dos especialmente queridos, de Santos Domínguez y de Fernando Valls— y me siento fuera de lugar, como un advenedizo que se pone a escribir sobre una novedad del año pasado. Me pasa mucho. Lo cierto es que este modo de lectura me ha permitido reproducir la travesía del personaje, que parte de un puerto, Waterford, y que llegará hasta las Islas Canarias, de donde proviene la autora de esta historia. Está escrita en primera persona y se inicia con el relato del comienzo de una travesía y como la puesta en marcha también de unos recuerdos, de tal manera que la lectura va avanzando o acompañando al lector en ese mismo periplo del personaje que habla desde su «extraño encierro» (pág. 9) —que cobrará sentido al final— a un lector que escucha. Perdón, que lee. Y es que una de las claves de esta historia articulada en siete capítulos sin titular y solo numerados es que haya unos ojos que le den «sentido, alma y resurrección» (pág. 210). El lector acompaña a esta búsqueda de una especie de tierra prometida que también es un paraíso perdido, una utopía que siempre tiene su lado de amargura y de frustración. Selena Millares sabe contarlo, sabe de sobra trenzar su relación autobiográfica, con sutiles cambios al tú que implica a la amada —«Ahora que te recuerdo en la distancia, Marella mía, desde este extraño encierro en que te pienso y te espero, me parece que fue ayer aquella noche última en que nos despedimos» (pág. 77); «mi bella Marella, mi cautivadora leanhaun shee, qué lejos te siento y qué cerca también» (pág. 146)—, en un texto que se lee con mucho gusto. Millares de besos a la autora por eso. No me gustan tanto los tramos del relato en los que se nota un afán documental de «novela histórica» —y esta no lo es— y cierta voluntad de dar detalle de lugares verificables; pero, afortunadamente, son pocos. Hay en esta novela muchos guiños —ya que soy el lector, me los tomo así— que me la hacen especialmente cercana. Que su tiempo sea el penúltimo decenio del siglo XVIII y que de pronto aparezcan figuras como Feijoo o como ese «viejo amigo», director del Real Gabinete de Historia Natural, José Clavijo —el de El Pensador. O que, además, en esta novela se use la referencia mítica a la isla de San Borondón o San Brandán, esa superficie fantasma y cambiante, aislada, esquiva, legendaria y utópica, que es la «razón social y literaria» de una editorial tan próxima a mis intereses como Ediciones Liliputienses que lleva con buena mano José María Cumbreño, cuya infancia, si no estoy equivocado, estuvo vinculada a un sitio en el que nació un ilustrado como José de Viera y Clavijo —del que me gustaría hablar aquí un poquito después de la exposición Viera y Clavijo. De isla en continente, que se montó en la Biblioteca Nacional de España entre enero y mayo de este año. Ojalá esta novela no pase inadvertida, como tantas; y ojalá sigan cayendo lectores con quimérica sensibilidad, de los que no solo leen lo más visible y mediático. [Selena Millares, La isla del fin del mundo. Madrid, Ediciones Barataria, 2018]
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