Contrastes. En el Hôtel du Palais cuesta una noche —por ejemplo, mañana— 525 euros, y en la Avenue Mariscal Foch hay un bar, el «Café Biarritz Red», en el que la cerveza no te la sirven fría —pero igual de cara que en otros sitios— y solo a algunos clientes ponen unas aceitunas para picar. No quiero pensar en que no fuese un despiste, por ser turistas españoles. Nos alegramos de la absurda discriminación cuando el camarero, al irse uno de los bebedores agraciados, devolvió al bote las olivas sobrantes, con caldo y todo. Malogros. Nos suele pasar, que el último día de un viaje descubres un rincón en el que te habría gustado estar desde la llegada. Puede ser un bar o un restaurante; o, como ocurrió el día antes de partir, una playa tranquila, amplia y cercana como la de Anglet —las de Anglet, más bien, concatenadas: Plage de Marinella, des Corsaires, donde comimos, de la Madrague, de l'Océan, des Cavaliers, de la Barre—, a la que se llegaba en autobús desde nuestro hotel en veinte minutos. Por allí hay un restaurante llamado «Le Rayon Vert», como la película de Rohmer y el relato de Julio Verne, y que ahora puedo relacionar con otro espacio que descubrimos en Biarritz casi por casualidad. Habíamos ido hasta donde teníamos aparcado el coche, y en el callejeo, dimos con la Avenue Beau Rivage, una de las vías que te saca del centro de la ciudad hacia España —lo indica que al lado esté la Rue d'Espagne y más adelante la Rue de Madrid—, y con una especie de chiringuito ubicado en un mirador hacia el mar lleno de gente, de mucha gente joven. Imagino ahora que se reunían allí para ver el atardecer y buscar el rayo verde, la estúpida leyenda que dice que si dos personas ven al mismo tiempo ese bellísimo fenómeno óptico quedarán unidas y enamoradas la una de la otra para siempre. Libros. Los que fotografié en el escaparate de una librería de la Rue Poissonnerie de Bayona: «Las 12 mejores novelas del verano... y las peores». Como me traje la foto, intento reproducir cada uno de los títulos expuestos: Une jeunesse perdue, de Jean-Marie Rouart, Dans la foret, de Jean Hegland, Équater, de Antonin Varenne, Née contente à Oraibi, de Bérengère Cournut, Les indésirables, de Diane Ducket, Dakota Song, de Ariane Bois, L'homme qui s'envola, de Antoine Bello, VIP, de Laurent Chalumeau, L’Arche de Darwin de James Morrow, Notre histoire: Pingru et Meitang, de Rao Pingru. No alcanzo a leer bien las reseñas de todas las novelas y saber cuáles son las mejores y cuáles las peores. Hay, además, dos traducciones de obras españolas: Deux hommes de bien, de Arturo Pérez Reverte, que merece el calificativo de «formidable roman», y La Table du Roi Salomon, de Luis Montero Manglano. De todas, solo he leído la de Pérez Reverte (Hombres buenos), que me regalaron mi cuñada Eva y mi hermano Josemari hace dos años por estas fechas; y me parece demasiado entusiasta el juicio, quizá por ser tan francés y tan clásico el motivo argumental del relato. Volvimos a Biarritz, a nuestros sitios de siempre.
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