El martes volví al Gran Teatro para ver El cuarto poder, de Lauro Olmo, dirigido por Laura Durán como Taller Fin del Grado de Dirección Escénica y Dramaturgia de la ESAD de Extremadura tutelado por Andrés Mata. Del programa de mano me llamaron la atención dos cosas: que se dijese que Lauro Olmo es un dramaturgo «desgraciadamente desconocido en nuestros días» y que se anotase al pie con resalte: «¡Recuerden! Es un trabajo del Taller Fin de Grado de la especialidad de Dirección Escénica y Dramaturgia de la Escuela Superior de Arte Dramático». Lo primero pone de manifiesto cómo han cambiado las cosas; pues al autor de La camisa lo leímos en Bachillerato porque nos lo mandaban nuestros profesores. No me extraña que nuestros alumnos —Carmen Galán me lo confirma— se sorprendan de que conozcamos a ese Lauro Olmo «desgraciadamente desconocido en nuestros días». Lo segundo me parece una excusatio non petita que en modo alguno permite la acusación de que esto es un trabajo escolar, un montaje menor y que por ello hay que suplicar la benevolencia del público. Nego, que dijo aquel. Porque lo del martes tiene todos los méritos del trabajo de personas entregadas a una manera de sentir el teatro con el interés más limpio, por primicial. Y no tanto; pues junto a alguna actriz muy joven, en el montaje de El cuarto poder hubo gente formada que lo demostró con creces. Fulgencio Valares es siempre una garantía para levantar el ánimo escénico y cada vez se le captan más matices. Excelente. Y sobresaliente Isabel Parejo, una antigua alumna de Filología Hispánica a la que he seguido saludando en la calle durante años y con la que acabo de reencontrarme con gusto en uno de los lugares dignos de celebración: un teatro. Otro podría ser un aula. Hay que felicitar a Laura Durán por atreverse con esta pieza de piezas de un autor tan representativo de un tiempo de rupturas que a los historiadores se les olvida tomar en consideración como un género —un ejemplo— igual de rompedor —al menos— que la poesía o la novela: el teatro. Cómo no.
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