Se lo decía ayer a C. En la ficción, sobre todo en esos telefilmes de las tardes del domingo —ayer, Carnada (Bailt, Kimble Rendall, 2012), que fue película de tsunami y tiburones—, se sabe quiénes van a tener los papeles más cortos, los primeros en caer como víctimas del tremendo peligro al que están expuestos casi desde que arranca la acción. Suelen ser los más feos, los menos atractivos, los moralmente reprobables —justicia poética—, y en muchas historias, algún negro o algún oriental —como ayer en la tele. En la vida real, sin embargo, todo es distinto. Los que someten a los demás, los que roban —aunque sea un poquito—, los egoístas y malas personas campean a sus anchas por el mundo y mueren viejos. Por el contrario, sucede con frecuencia maldita que los que se van antes son los mejores. Intempestivamente, antes de que se acabe esta película mala que a veces es la vida. No se van sin más, es verdad; dejan multitud de amigos y de testigos agradecidos de su paso. Tras la ficción de ayer, la verdad nos ha llegado hoy; tarde, ciertamente. No menos sentida por la demora. Dos ejemplos: Álex Angulo y Fernando Arias. Buenas personas, honradas, divertidas. Algo más que secundarios de lujo, estos hombres dejan dolientes crónicos, es decir, los que harán que su recuerdo sea indeleble, y, por eso, jubiloso. Y que nadie me pregunte quién fue Álex Angulo.
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