sábado, agosto 13, 2011

Perros en la playa

Las circunstancias han traído estas líneas aquí en un momento en el que un título como Perros en la playa puede resultar muy oportuno. Ojalá no lo sea por asociarlo al verano. No lo es, aunque el título podría aludir, a mi entender, a una playa preferida que he visto más de una vez desde una habitación de hotel, y a la que me (nos) gustaría mucho volver. La de Gijón. La del Gijón de Jordi Doce, el autor de este libro, Perros en la playa (Madrid, La Oficina Ediciones, 2011, con dibujos de Javier Pagola), que contiene aforismos, poemas, apuntes, notas de una línea, textos largos que son como ensayos breves... Entonces, la playa no es la playa y la arena no es la arena, y los perros son borrones móviles (pág. 125) en la arena de la página. Pereza en píldoras. Píldoras para la pereza. Quiero decir que libros como éste son una especie de cajetín en el que el perezoso mental encuentra una afirmación luminosa, aquello en que uno estaba pensando; pero mucho mejor dicho. Me recuerdo hace años en la tarea intermitente de anotar en una base de datos pensamientos y hallazgos a propósito de todo, una memoria exenta para retener un buen texto sobre el oficio de escribir, otro sobre la crítica literaria, otros sobre corregir algo escrito, sobre la vida o sobre un amanecer. Una especie de diccionario de citas para andar por casa, valga la incongruencia. Perros en la playa, como anteriormente Hormigas blancas (Madrid, Bartleby Editores, 2005), de Jordi Doce, ofrece algo de esto de una manera brillante. Parece que estos libros se leen bien, rápido; sin embargo, no es así por mi experiencia. Permiten ser leídos a lo largo del tiempo y sobre ellos se cruzan otros muchos. Pongamos por caso que me quedo en "Existes siempre en el hueco que dejan los demás" (pág. 71). No me cuesta nada retomar la lectura donde la dejé y leer "La multitud se aparta con secreta y misteriosa unanimidad, y en el margen abierto surge un recién nacido", que está en la misma página. Y no tener que dar saltos, como parece que debe ser. Y es que parece que son libros fáciles de no leer; quiero decir, de leerlos incompletos, y no de punta a cabo, como una novela; cuando las novelas se leen de punta a cabo, claro. Le pasa lo mismo, o más, a El juego de la taba, de Elías Moro (Madrid, Calambur, 2010), que también he leído, de principio a fin y de varios modos. Me apetece decir que en el libro de Jordi Doce uno se baña y con el de Elías Moro uno se ducha. "Un lector que relee es la mitad del poema", dice Jordi en uno de esos textos breves que son poesía al fin y al cabo, como dejó dicho Álvaro Valverde. Luminoso, pero me quedo con los textos más extensos —una, dos o tres páginas a lo sumo— en los que el poeta, el traductor y el crítico se subsumen en el lector de tantas páginas como en Perros en la playa quedan como manchas palpitantes. Me gusta mucho lo que dice Jordi Doce de que se escribe a tientas, "por ensayo y error" (pág. 172). Da rabia que libros como éste no se encuentren con facilidad en las estanterías de las librerías de cualquier rincón de este país. Por recomendarlo, digo.

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