viernes, junio 07, 2019

Así se hace un libro


A mis alumnas de «Fuentes para el estudio de la literatura española», una asignatura optativa que he dado en los últimos seis cursos académicos, les ponía delante un libro para que hiciesen su ficha bibliográfica sintética, la más sencilla —autor, título, lugar, editorial y año. Por ejemplo: Enric Jardí, Así se hace un libro. Barcelona, Alfa & Alfil Editores, 2019—, y todas se ponían a escribir sin abrir el libro, casi sin tocarlo. Miraban la cubierta y copiaban lo que veían; y en una ocasión les dije que estaba seguro de que si fuesen a comprar una funda para el teléfono móvil darían la vuelta al envoltorio para ver si era compatible con su marca y su modelo. E incluso que, si pudiesen, lo abrirían. Para aquella primera práctica era imprescindible abrir el libro, porque un libro, para que te diga algo, tiene que estar abierto. «Como en un libro abierto / leo de tus pupilas en el fondo», escribió Bécquer; y «como un libro abierto» es una expresión de la franqueza. Qué más. Parece innecesario repetirlo; pero Enric Jardí, que es de quien se trata aquí, lo hace: «La cubierta o la tapa es una parte autónoma de la tripa. Recordemos que es algo distinto de la portada, una pieza que físicamente sí forma parte de esta, como su diseño refleja. […] Tradicionalmente, los libros salidos de las imprentas se vendían sin cubierta. Si el comprador lo deseaba, los hacía encuadernar a su gusto para protegerlos y para facilitar su identificación en los estantes. Cuando se empezaron a marcar las cubiertas, se hizo primero en el lomo y solo posteriormente en la parte frontal. Cuando un diseñador hoy nos dice que hace libros, lo primero en lo que pensamos es inevitablemente en su parte exterior, pero esto es solo el envoltorio, el componente que llama nuestra atención en las mesas de las librerías o los escaparates» (pág. 167). De haber tenido mi ejemplar del libro de Enric Jardí, que compré en enero, cuando ya se terminaron las clases de la asignatura, les habría insistido: «—¿Veis? No soy el único que os machaca con esto». Aunque tiene un título tan atractivo como Así se hace un libro, a alguien podrá resultar demasiado técnico, demasiado centrado en el uso de algunos programas de maquetación, como el estupendo InDesign; pero es una obra que recorre toda la anatomía del libro de una manera amena y amable, y que junto a una recomendación de cómo se marca el interletraje —Tracking/Kerning— en la aplicación, encontramos sugerencias sobre el uso de la negrita o de tipografías como la Bembo o la Garamond; alusiones a la mala costumbre de sangrar el primer párrafo de un texto, que provoca un mordisco visual en la caja de texto; a las ligaduras de pares de caracteres como «fl» o la expresiva manera de definir la línea viuda como la que no tiene futuro —la que ha quedado descolgada de su párrafo— y la línea huérfana que no tiene pasado, porque ha quedado aislada de la columna o párrafo anterior. «Las viudas y las huérfanas son una cuestión estética pero también práctica: los párrafos han sido creados como unidades de significado. Si quedan partidos de una forma tan abrupta y desequilibrada, no cumplen bien su función» (pág. 136). Fue curioso que cuando estaba terminando de leer este libro una alumna de ilustre apellido —Moñino— me preguntase por estos asuntos de la edición y composición de textos —me faltó tiempo para prestárselo y ya me lo devolvió—, y que yo ya tuviese subrayada una de las expresiones más repetidas de este apetitoso manual: «Llevamos más de 500 años haciéndolos prácticamente igual» (pág. 13); «Por ello, los libros impresos hoy se parecen bastante a los hechos hace 500 años» (pág. 41); «El libro es un artefacto que ha cambiado poco en los últimos 500 años» (pág. 167). En fin, fascinante esta demostración de amor al texto, que, aparte algún reparo por errata casi invisible o por otras debilidades de uso —la puntuación o el infinitivo independiente—, el único reparo que puede ponérsele a un título tan atrayente —Así se hace un libro— es que sea tan imperativo.

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