He terminado de leer Zadig-Micromegas (Barcelona, Editorial Fontamara, 1974), un pequeño volumen de unas cuantas novelitas de Voltaire, traducidas por el mal llamado abate Marchena, que compré este verano en Santander por cuatro perras. El penúltimo relato es la «historia filosófica» Micromegas, que Voltaire publicó en Londres en 1752, y que iba entre las Novelas traducidas por Marchena en 1819. En él, Micromegas, habitante del planeta Sirio, viaja por el espacio con otro de Saturno —como tal, Saturnino— y ambos —que son dos gigantes, de ocho leguas de alto el primero, y de dos mil varas el segundo, o sea, «enano»— avistan en el planeta Tierra a unos pequeñísimos hombres en un navío, por quienes se interesan sobre su naturaleza y, una vez comprobado que son «átomos inteligentes», sobre sus ideas. Asombrados, creen que estos deben de gozar de la verdadera felicidad, y uno de los hombres les replica: «¿Sabéis por ejemplo que a la hora ésta cien mil locos de nuestra especie, que llevan sombreros, están matando a otros cien mil animales cubiertos de un turbante, o muriendo a sus manos, y que así es estilo en toda la tierra, de tiempo inmemorial acá?» ¿Y por qué?, preguntó el viajero más pequeño; a lo que uno de los que llamaban filósofo respondió: «Trátase […] de unos pedacitos de tierra tamaños como vuestro pie, y no porque ni uno de los millones de hombres que pierden la vida solicite un terrón siquiera de dicho pedazo; que se trata de saber si ha de pertenecer a cierto hombre que llaman Sultán, o a otro que apellidan César, no sé por qué. Ninguno de los dos ha visto ni verá nunca el rinconcillo de tierra que está en litigio; ni menos casi ninguno de los animales que recíprocamente se asesinan ha visto tampoco al animal por quien asesina.» ¿Pero cómo es posible un despropósito así?, dijo el pequeño de los extraterrestres, que no se calló sus ganas de estrujar de tres patadas a esos asesinos ridículos. «No os toméis ese trabajo, le respondieron, que sobrado se afanan ellos en labrar su ruina. Sabed que dentro de diez años no quedará en vida el diezmo de estos miserables; y que, aun sin sacar la espada, casi todos se los lleva la hambre, la fatiga o la destemplanza, aparte de que no son ellos los que merecen castigo, sino los ociosos despiadados que, metidos en su gabinete, mandan, mientras digieren la comida, degollar un millón de hombres, y dan luego solemnes acciones de gracias a Dios» (págs. 198-199). Me ha recordado aquello de Las galas del difunto de Valle-Inclán, cuando el sorche repatriado se queja de la cochina vergüenza de la guerra y dice a la daifa: «El soldado, si supiese su obligación y no fuese un paria, debería tirar sobre sus jefes.». Las historias del librito son críticas, instructivas y entretenidas, y, en su mordacidad, una buena muestra de los más característicos «engendros volterianos», como dijo don Marcelino Menéndez Pelayo cuando en su Historia de los heterodoxos españoles se ocupó largamente del ateo y revolucionario José Marchena (1768-1821), que fue quien colaboró en traer aquellas nuevas ideas en tiempos poco propicios. Feliz Navidad.
martes, diciembre 23, 2025
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