miércoles, junio 19, 2024

El castillo de Lindabridis

Es siempre un motivo de alborozo un título nuevo que refresque el repertorio habitual del teatro clásico español que puebla nuestros festivales, que haya una novedad que altere la persistente presencia en sus carteleras, como si se agotase ahí, de títulos como Fuente Ovejuna, La vida es sueño, La dama duende, El alcalde de Zalamea, La Celestina u otros que están en el canon más académico. Por eso, es para celebrar que en la trigésimo quinta edición del Festival de Teatro Clásico de Cáceres nos hayamos encontrado con esta esquinada pieza cortesana de Calderón de la Barca, El castillo de Lindabridis, que nos ha traído la compañía Nao d'amores que dirige Ana Zamora, a la que el Ministerio de Cultura y Deporte reconoció en septiembre del año pasado con el Premio Nacional de Teatro 2023, precisamente, «por su recuperación del patrimonio teatral español». La trayectoria de su equipo —que va reponiéndose con su trabajo riguroso de la ausencia de su directora musical Alicia Lázaro— acredita esta vocación de lectura e interpretación de nuestra literatura dramática antigua, y ha dejado estupendas huellas de su paso por el festival cacereño, si no estoy equivocado, desde 2008, con el Misterio del Cristo de los Gascones, y luego, con las Farsas y églogas de Lucas Fernández en 2012, la Comedia Aquilana de Torres Naharro en 2018, Nise, la tragedia de Inés de Castro o la Numancia de Cervantes en la edición número XXXIII de nuestro festival. Aunque creo que la primera presencia de Ana Zamora como directora de escena y autora de versión fue en el XVII Festival de 2006 con la Tragicomedia de don Duardos, de Gil Vicente, que trajo a Cáceres la Compañía Nacional de Teatro Clásico. El castillo de Lindabridis, quizá de 1661, es una comedia caballeresca, un género no muy bien considerado en el conjunto de la producción de Calderón, lo cual ha podido ser un acicate, un reto para Nao d'amores que, además, se ha fijado en un texto del XVII —eso sí, que remite a la novela de caballerías del quinientos— más alejado de su acostumbrado trato con el teatro prebarroco. Otro de los alicientes que para esta compañía ha debido ofrecer esta obra calderoniana es la presencia esencial de la música, inseparable de las propuestas escénicas de Nao d'amores, y, en este caso, uno de los atractivos del montaje que vimos la noche del domingo 16 en la Plaza de San Jorge. Más específico y destacado es el rescate de una tonadilla napolitana anónima del siglo XVII «Si li femmene purtassero la spada» («Si las mujeres portasen la espada»), que abre y cierra la función, y subraya el papel de unas mujeres que deciden sobre su destino; pero el contexto armónico no solo embellece sino que subraya los significados con la misma maestría y buen hacer que cabe atribuir a tantos recursos que convergen en la dinámica acción dramática. Uno de ellos es el uso de la escenografía, elaborada y compleja, movible como el castillo-palacio de Lindabridis —«pájaro del mar y pez del viento»—, descompuesta en piezas que encajan entre ellas y que enmarcan el espacio creando la sensación de que nos encontramos ante un teatro de títeres —el juego de las apariciones del Rey o de determinados movimientos de los actores—, acentuada por la disposición en el escenario de bancos laterales ocupados parcialmente por el público. Y realzado todo, diría yo, por el recogido espacio de una Plaza de San Jorge idónea para estas intenciones, a pesar de que sigue teniendo el problema de los ruidos incívicos que vienen de la Cuesta del Marqués y que tanto molestan al público situado en lo más alto de la grada. La plasticidad de otros recursos potencia el componente imaginativo, poético y fantástico de la obra, como ocurre con la recreación del hipogrifo o animal parecido que componen todos los actores del elenco en sugerente síntesis metateatral. En ella están fundidos los cinco ejecutantes, los actores que se reparten los papeles de Rosicler, Floriseo, Febo, Meridián, el Rey, el Fauno o Malandrín, que son Mikel Aróstegui, Miguel Ángel Amor y Alejandro Pau, muy solventes los tres, aunque el último con mayor y feliz notoriedad en el papel del gracioso muy particular de Malandrín que también hace de narrador distanciado que implica en ocasiones al espectador; y las dos mujeres, Inés González como Lindabridis, y una portentosa Paula Iwasaki como Claridiana a la que cabe adjudicar buena parte de la aprobación y el aplauso que mereció este montaje de Nao d'amores que ha vuelto a elevar el nivel de calidad del Festival de Teatro Clásico de Cáceres. Gracias.

lunes, junio 10, 2024

La discreta enamorada

Por una crítica de Javier Vallejo, publicada en El País tras una representación de La discreta enamorada en el Festival de Almagro en julio del año pasado, supe que la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico combinaba tres repartos para la ejecución del espectáculo que tuvimos la suerte de ver el sábado 8 en Cáceres. La fórmula tiene la bondad de repartir los papeles principales entre más actores y actrices, algo factible en una compañía copiosa, como es el caso, y de un incuestionable talento. Y a los estudiosos y al público apasionado permitirá comprobar los matices que dan al texto sus diferentes intérpretes. Pero cuando en uno de esos repartos interviene —en el papel del Capitán Bernardo, «con la nieve de sus canas»— el director de la compañía y eminente actor Lluís Homar, parece inevitable la prelación en lo que se pretende distributivo, y, sin faltar al joven Íñigo Arricibita (Bernardo en el Gran Teatro), echar de menos mayor notoriedad en la diferencia de edad del padre y galán y del hijo y la dama en el extraordinario enredo que ofrece Lope de Vega en esta entretenida comedia de 1606-1608. Del mismo modo que es inevitable pensar en las plazas principales en las que ha actuado Homar y en aquellas de gira por provincias sostenidas sobre el otro actor. Sea como fuere, el sábado, en esta periferia extremeña y en interior a la italiana, la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico nos trajo de nuevo —menos mal— uno de esos espectáculos totales, bien hechos y con voluntad de ensanchar generacionalmente la visión de nuestro teatro —¿antiguo? El sábado Cristina Marín-Miró fue Fenisa, Felipe Muñoz fue Lucindo y Míriam Queba fue Gerarda; pero imagine el espectador que de la discreta enamorada Fenisa hiciesen Nora Hernández —el sábado el criado Fulminato, piano y voz— o Ania Hernández, espléndida en Cáceres con su papel del caballero Doristeo —además de piano y voz, también—; o que el actor del Lucindo fuese Antonio Hernández Fimia, que el sábado interpretó a Finardo y en otro reparto es Fulminato. Sirva este carrusel para fijar una función única en la que destacó actoralmente Xavi Caudevilla en el papel del criado de Lucindo, Hernando, que tocó la guitarra, el trompón y cantó, colaborando con brillantez en uno de los atractivos del montaje, la música en directo. Una música —presente en algún momento del texto de Lope— que abre y cierra la función con el ritmo de lo festivo —la fiesta del teatro que va a comenzar, con todos sus preparativos, incluyendo a sus técnicos, maquilladoras, apuntadora..., y la fiesta de un final que exalta y celebra el trabajo bien hecho—, y que tiene el sutilísimo y bello contrapunto de la interpretación de una versión de «Vestida de nit» de Silvia Pérez Cruz. Pocas veces la contemporaneidad colorea una obra clásica con tanto gusto, también en la escenografía (Jose Novoa) y el vestuario (Deborah Macías), que armonizan con la presencia a veces coral de los actores; de tal modo que en sus circulaciones hay una especie de reflejo del movimiento de atracción que ejercen las mujeres (Fenisa y Gerarda) sobre las que pivotan las acciones dramáticas, pero, sobre todo, las figuras masculinas, que se mueven en los dos escenarios principales, la plataforma deslizante de la casa de la viuda Belisa y de su hija, y el andamio practicable que representa —también— la casa de Gerarda —la «cortesana, que vive en este balcón». Un espacio presidido por el anuncio luminoso de neón con un «Hope» (Lope) que es todo un símbolo de la frescura, el dinamismo y la brillantez de esta lectura —por qué no, esperanzada— de un texto clásico que se dio casi íntegro, tal cual se nos ha trasmitido desde el Fénix. De ahí las dos horas y pico que duró todo y que pasaron como se consume lo que complace mucho, prontamente. A la salida —doce menos cuarto de la noche—, los dos trailers que cortaban la calle de San Antón corroboraron la sensación de apretura del espacio escénico en el que tan bien se desenvolvió esa mujer enamorada, Fenisa, discreta por juiciosa e inteligente, que aportaba en el acto segundo una de las claves de su perfil: «Amor me dio la invención».

martes, junio 04, 2024

Melancolía y sueño

Tengo que enseñarle a Tomás Pavón, autor del penúltimo tratado de melancolía que conozco, este pequeño librito de 9,5 x 14 cm. editado por Olañeta con esmero en su colección Centellas: Alonso de Freylas, Si los melancólicos pueden saber lo que está por venir con la fuerza de su ingenio o soñando. Edición crítica de Felice Gambin. Palma de Mallorca, José J. de Olañeta, 2023, 197 págs. Con ese tamaño, se comprenderá que un texto que en su original ocupa menos de una docena de páginas —las últimas de una obra de Freylas publicada en Jaén en 1606 bajo el título de Conocimiento, curación y preservación de la peste— de para un volumen de casi doscientas. Lo acrecen la introducción («Melancolía y adivinación: soñar entre "amplios espíritus áureos y bellos"») de Felice Gambin, catedrático de la Universidad de Verona, que ocupa ciento veintiocho páginas, y el aparato crítico, la bibliografía y el índice onomástico que son las treinta finales, pues el texto es el tramo más corto (págs. 131-167). Gusta leer así, con ese cuerpo de libro, una obra tan curiosa en el contexto de los tratados médicos del siglo XVI y, en concreto, los centrados en el contagio de enfermedades como la peste, que en 1602 asoló Jaén, la ciudad de nacimiento del autor, el médico Alonso de Freylas (1558-1622), que fue discípulo de Francisco de Vallés, médico personal de Felipe II. De ese contexto trata Felice Gambin en su introducción, que nos presenta el breve discurso de un autor que renuncia a tratar la adivinación supersticiosa, la quiromancia, o, entre otras prácticas, la interpretación de los sueños, y que, sin embargo, tiene como objetivo «establecer si sería posible de forma natural, con la fuerza y la naturaleza del humor melancólico, saber y pronosticar los acontecimientos futuros, sin la intervención de ningún espíritu bueno o malo» (pág. 42 y, en el texto del discurso,134-135). El tipo de melancólicos en el que se fija Freylas es el del ingenioso y prudente, el virtuoso, y el tipo de adivinación del porvenir del que habla está relacionado con el sueño, lo que tratará Gambin en su estudio, que también hace un repaso histórico de la melancolía, que ya abordó en su libro Azabache. El debate sobre la melancolía en la España del Siglo de Oro (2008), un título que recuerda la analogía de Huarte de San Juan en su Examen de ingenios para las ciencias de la melancolía con la piedra negra y resplandeciente a la vez del azabache. En aquel libro de Gambin, que llevó una esclarecedora presentación de Aurora Egido y un sugerente prólogo de Giulia Poggi, vimos por primera vez la alusión al tratadito de Freylas que ahora se publica en esta atractiva edición que solo tiene de chico y de menor su tamaño. No imaginaba yo hace años acumular tanta bibliografía sobre el temperamentum melancólico, incluyendo lo de Tomás Pavón.

sábado, junio 01, 2024

Santo silencio profeso

El último fin de semana de este recién pasado mes de mayo escuché, en menos de veinticuatro horas, en dos ocasiones antes de sendas representaciones teatrales, los avisos encarecidos al público para que silenciase sus móviles, y en las dos ocasiones fue inútil. El domingo 26 por la tarde, en el Gran Teatro, sonó «Mi jaca» el tiempo suficiente para que cupiesen la letra de Ramón Perelló, la música de Juan Mostazo, y la voz de Estrellita Castro que inmortalizó la pieza. Lamentable. Fue en el último tramo de Santo silencio profeso, la obra de Fulgen Valares (1972-2018), que acudí a ver como un recuerdo en homenaje al actor, director y escritor cuya trayectoria literaria se truncó tan inesperadamente. A principios de 2007 había publicado en la colección «La luneta» de la editorial De la luna libros ese «monólogo para sillón orejero o mesita de noche» que tituló con el primer verso de una letrilla satírica de un inmortal Quevedo decidido a callar para no tener más problemas por hablar: Santo silencio profeso. Es un texto profundo y complejo, con extensas y detalladas instrucciones de dramaturgia en sus acotaciones, y en el que la voz de El hombre que es Quevedo, encerrado en San Marcos de León desde diciembre de 1639, asume («siempre a través de la boca del hombre») las de sus obsesiones presentes en los objetos de su fría celda, ofuscaciones representadas por el rey (La almohada), por su abuela (La cortina), por la dama de sus amores (La silla) y por su enemigo Luis de Góngora (El títere). Por eso es tan meritoria la adaptación firmada por Aurora García, que dirige el espectáculo e interpreta a La cortina, compartiendo el escenario con un elenco en el que destaca Juan Carlos Anuncibai en el papel de Quevedo/El hombre, nombrado en esta adaptación como «Q», muy bien arropado por las actrices Ángeles Horrillo y Ángela Pajuelo. El trabajo de la compañía de Villanueva de la Serena Desmotable Teatro merece la pena y algo más de respuesta que las escasas cuarenta butacas que se ocuparon la otra tarde. Yo tenía alguna referencia de un antiguo montaje de Santo silencio profeso de marzo de 2015 en el Gran Teatro, como un taller de fin de grado de Fulgen en la Escuela Superior de Arte Dramático de Extremadura; y me apetecía saber cómo había resuelto el texto el propio autor.  Sin quitarle valor a la adaptación que ha hecho Aurora García, he sabido, gracias a la actriz y directora cacereña Olga Estecha, que Valares ya resolvió el gran escollo interpretativo de un solo personaje con un elenco en el que a Rubén Lanchazo —que hizo de Quevedo— le acompañaron ella —Olga— como abuela, dos actrices más y otro actor como Luis de Góngora. Aurora García y la propuesta de Desmontable han convertido, con buen criterio, pues, el monólogo del escritor «de aspecto cansado, taciturno, de unos cincuenta años», que se aferra a su «Bueno está lo bueno», en una sugerente representación imaginaria de recuerdos y fijaciones que añade, con sus tres figuras femeninas, unos recursos dramáticos que el público agradece. Fue un buen motivo para recordar a Fulgen Valares, y la verdad y la intensidad de una vocación literaria que, lamentablemente, se silenció en el mejor momento creativo.