Ayer estuve durante unos minutos ante el cuadro de Antonio Gisbert «Fusilamiento de Torrijos y de sus compañeros en las playas de Málaga», que se encargó por Real Decreto para que fuese ejemplo de la defensa de las libertades para las generaciones futuras. Me acordé de mi hermano Josemari, que escribió sobre él en su blog hace ya quince años, y quise volver a mirar la figura impactante de un extremeño de Almendralejo como el liberal Francisco Fernández Golfín (1777-1831), que fue diputado y ministro, con su venda sobre los ojos y a quien Torrijos da su mano izquierda. Por otras salas del Museo del Prado estaban nuestros estudiantes de Filología de segundo y cuarto cursos en Cáceres, y mis compañeras de departamento Pilar y Marisa Montero Curiel, Guadalupe Nieto, y Ramiro González, de Filología Griega. Me consta que a unos cuantos de nuestros jóvenes alumnos tuvieron que echarlos de allí diez minutos antes del cierre. Estaban entusiasmados. Como horas antes cuando visitamos la Real Academia Española. No es la primera vez, dichosamente, que notamos que esta extensión del aula habitual en la que damos clase produce un efecto tan evaluable. Del Museo del Prado me traje el catálogo de la exposición El Marqués de Santillana. Imágenes y letras (hasta el 8 de enero de 2023), comisariada por Isabel Ruiz de Elvira (Biblioteca Nacional de España) y Joan Molina Figueras (Museo del Prado), que es quien cuida la edición del libro. Ciento noventa páginas con ilustraciones a color que recogen textos muy documentados sobre la cultura literaria de la época del Marqués de Santillana, sobre su biblioteca o sobre la obra del pintor Jorge Inglés vinculada a Íñigo López de Mendoza, de quien escribe con espanto de quien lee Isabel Díaz Ayuso, que debería jurar ante todos si es verdad que ha escrito lo que firma. ¡Ay! (¿Cuándo se erradicará esta inane costumbre tan falsa?) Menos mal que el libro merece la pena, que se cita mucho a mi entrañable profesor Miguel Á. Pérez Priego, estudioso y editor del Marqués de Santillana, y que se remite a manuscritos iluminados que da gusto ver in situ —quince en el Museo del Prado y catorce en la Biblioteca Nacional, si no he contado mal. Lástima que no pudiese disfrutar de todo en el mejor estado de revista. Viajé con una prueba que negaba mi estado virulento; pero me dolió la garganta durante todo el día y la tos fue persistente —y reprimida— hasta la vuelta en autobús. Cómo estaría que esta mañana me he hecho otro test —negativo— y he comprado dos más por lo que pueda pasar. Lo que ha pasado ha sido un sábado estupendo con sol en que he recogido una edición que Marina Mayoral me dijo en Madrid hace un par de semanas —después de años sin vernos— que había publicado, además de la que yo ya conocía de La Quimera (Cátedra. Letras Hispánicas, 2022): la de Dulce Dueño (Clásicos Castalia, 2022), en esa colección que hoy no reconocería ni el padre que la parió, don Antonio Rodríguez-Moñino. He comprado la prensa, que trae, como siempre, mucho de lo que hablar, y mi quiosquero me ha dado El Cultural y La Lectura con contenidos, nombres y títulos tan coincidentes que uno no sabe ya qué pensar. Bueno, sí; que, dado este inmenso cúmulo de información y de recomendaciones imperativas que me hacen sentir mal por no haber leído a Kurt Vonnegut, no puedo asimilar más que lo que hago y vivo. Y que a veces comparto con un grupo de estudiantes experiencias con una tos que no se quitará más que con cuidado y sin leer prospectos ni prensa. Por eso he dejado otras cosas y me he puesto a anotar esto en este sábado.
sábado, noviembre 12, 2022
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