domingo, enero 12, 2020

La Fiesta del Chivo


Ayer estuve en el Teatro Infanta Isabel de Madrid para ver La Fiesta del Chivo, el montaje teatral estrenado el pasado noviembre de 2019, dirigido por Carlos Saura sobre la novela de Mario Vargas Llosa y en adaptación del controvertido Natalio Grueso. Aforo casi lleno —la butaca 17 de la fila 7, justo delante de mí, permaneció vacía durante toda la función, y creo que fue la única que no se ocupó de todo el patio. En la primera fila, el personal de sala acomodó a media docena de invidentes. Ha sido la primera vez que he visto a un grupo de ciegos acudir al teatro. La cercanía de la sede de la calle Prim de la ONCE puede explicarlo. Confieso que me ha llegado más la historia del dictador Trujillo por esta representación que por la novela de 2000 de Vargas Llosa, salvando las distancias de género, y no las del tiempo y circunstancias, después de memorables novelas de dictadores, desde Tirano Banderas a Yo, el Supremo. No se trata, por esto, de un asunto de calidad literaria, que parece innegable en el texto de la novela. Quizá, en la adaptación se trate del modo de intentar embutir el material novelesco en una situación dramática a partir de recursos como la utilización del personaje de Urania —la hija del senador Cerebrito Cabral, que representa una espléndida Lucía Quintana— como narradora, primero ante su padre, hecho un despojo, mudo y en silla de ruedas, interpretado por Gabriel Garbisu, y luego delante del público. Con el primero, el monólogo informativo funciona también como justificado reproche —casi sentencia ya tardía de la que ha sido víctima propiciatoria—; y con el público como captatio igualmente dirigida a abrazar y defender al único personaje femenino —salvas sean la Prestante Dama como su Graciosa Majestad Angelita I, esposa e hija del dictador, respectivamente, que se muestran en las imágenes del gran panel del foro, utilizado también para dibujos del propio director— de esta atractiva función. En montajes con actores tan portentosos como Juan Echanove —sin desmerecer el papel de Eduardo Velasco como el embajador Manuel Alfonso, que ayer no tuvo su tarde, el de Manuel Morón como el criminal coronel Johnny Abbes o David Pinilla que hace creíble al Presidente Balaguer— no sería justo poner todo el peso en la interpretación, que fue lo que anoche aplaudió el respetable, porque hay valores en la dirección y en la adaptación que la crítica más sabia y más distanciada podrá escribir en su momento. No sé si como debe ser. Algún día, como yo he hecho con obras teatrales de otros siglos, alguien manejará un caudal inmenso de información y referencias sobre una pieza teatral como La Fiesta del Chivo, y aportará datos e interpretaciones muy válidas sobre una representación convertida en texto. Pero hoy me quedo con haber estado ayer en una sala de teatro y escuchar decir al personaje de Urania algo parecido a que se siente vacía como un desierto, como el desierto en el que dice el personaje haberse convertido en la novela de Vargas Llosa. Ayer, por la acera de los impares de la calle del Barquillo, escuché al salir del teatro que una mujer decía a su acompañante que la obra le había sorprendido porque no había leído la novela. Quizá lo mejor de todo habría sido que al llegar a casa esa mujer buscase la novela, como hice yo anoche para acabar de dar sentido a todo.

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