«Se acercó a lo que antes era una poblada y cálida y textil superficie de esbeltas filásticas y que ahora se asemejaba a una delgada lámina de tejido lanoso, se extendió a lo largo y cerró los ojos. Los mantuvo cerrados durante un corto período de tiempo, le era muy difícil abandonar el pensamiento extraño de su extraña sensación y no parecía convencido de la posibilidad del sueño o la alucinación. Abrió los ojos y se contempló en su nuevo estado, que persistía, desagradablemente humano. La brillante y cetónida negrura de su cuerpo se había transformado en una blanda amarillez que en algunas zonas enrojecía o cobraba tonalidades más vivas fruto de la presión ejercida bien en el suelo o bien sobre la propia superficie carnosa con una de sus manos, nuevas. Sentía enormemente disminuida su capacidad olfativa y, por el contrario, la claridad de su visión había aumentado considerablemente, así como su campo vertical. No sentía al palpar los objetos más que una sensación de contacto, con una casi nula sensibilidad a lo palpado. Así pasó largos ratos, en los que comprobaba las posibilidades que ofrecía su nueva apariencia. Sobreponiéndose al vértigo y la extrañeza, intentó en varias ocasiones levantarse sin conseguirlo, hasta, por fin, apoyar una de sus manos en el suelo, flexionar la pierna y elevar su articulación rocosa y redonda para tocar la alfombra; y, con miedo a que se fracturase, pudo elevarse hasta la altura del escritorio. La inseguridad le hizo resbalar y en la caída arrastró un paquetillo de tarjetas blancas que estaba sobre la mesa. Gregor Samsa. Viajante de comercio».
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