sábado, junio 07, 2008

De libros

Este espacio, literariamente, es tan real como un libro; sin embargo, no comparte con la realidad ciertos imperativos que se traducen en modos y plazos. Que se lo digan, si no, a un amigo a quien estoy dejando mal por demorarme en la revisión de un trabajo compartido —en mi beneficio. O que se lo digan a un colega a quien he pedido una prórroga para la entrega de dos docenas de millar de caracteres. Me gusta la libertad de este espacio porque no siento, cuando se trata de un apunte de lectura, la imposición del tiempo. Y, eso espero, ningún reproche de nadie que me diga que no he hablado aquí de un libro enviado.
Me gusta hablar aquí de lo que leo. Leo lo que puedo, con la debida atención; que es la mejor manera de respetar a quien ha escrito. Escribo sobre lo que leo cuando puedo. Y si no escribo no es sólo por silenciar mi disgusto por lo que he leído, sino porque no tengo tiempo. Y escribo sobre lo que leo cuando quiero.
Es que estoy convencido de que la mejor reseña de un libro que fue novedad en 1999 está por aparecer; y de que la felicidad no está en el término de ninguna carrera de este mundo, como lo de aquel mísero jaco de La Regenta.
Sobre mi mesa hay unos cuantos libros sobre los que me gustaría decir algo, libros de poemas, ensayos, algunas novelas..., materia más que suficiente para mantenerse en este ejercicio placentero de escribir sobre lo escrito. Están tres narraciones tan distintas como el Cortejo de sombras, de Julián Ríos, La soledad de las vocales, de José María Pérez Álvarez y la nueva edición —que es como otro libro nuevo— del inconmensurable Campo de amapolas blancas de Gonzalo Hidalgo Bayal. Un triple regalo enriquecido por la diversidad de sus propuestas. Están también los libros de poemas de Alex Chico, La tristeza del eco, de José Antonio Llera, El monólogo de Homero, o de Pureza Canelo, Dulce nadie, entre otros, como la Poesía 1995-2005, de Antonio Méndez Rubio, Todo en el aire; que también suponen una travesía gustosa por lugares distintos. Y estoy con un libro de más de cuatrocientas páginas, que, ya que ando en lo diverso, es suma de todo, y es varios libros a la vez. Es, también, para mí causa de un temor sobre nuestra salud cultural, ya que me preocupa mucho que una obra con la hondura literaria de ésta no haya tenido más eco por estos pagos y otros. Se trata de Razón de mudo (Aprender a esperar), de Agustín Villar. Vamos, lo dicho.

1 comentario:

Los viajes que no hice dijo...

Creo que es de los textos más tiernos que te he leído últimamente.

Sí: veo cosas raras en las palabras. Ya lo sé.