«El estudio del mundo antiguo tiene algo de treno», escribe Rafael Fontán en este libro (pág. 173). Salvo que esté en manos de gente sabia y apasionada como él, añado yo. Es verdad que estudiar la Antigüedad es lamentarse por no contar con fuentes directas, por el estado fragmentario en el que nos han llegado los textos o por las dificultades de entender los restos epigráficos; pero cuando, con esas carencias, el estudioso logra componer un relato coherente, argumentado y ameno, hay que celebrarlo. Y es lo que se nos ofrece en esta obra de Rafael Fontán Barreiro, La almazara de Catón. Olivos y aceite en Grecia y Roma (Barcelona, Godall Edicions, 2025), que nos lleva por la presencia del olivo y de sus frutos en los textos griegos y latinos. De las dos partes del libro, la primera es el recorrido de la mano del estudioso que quiere, a la vez, hacer un elogio de la vida del campo y un homenaje a quienes lo trabajan; la segunda es una antología de los textos pertinentes de Teofrasto (Historia de las plantas), Catón (Tratado de Agricultura), Varrón (Las cosas del campo), Columela (Los doce libros de agricultura), Plinio el Viejo (Historia Natural) y Paladio (Tratado de Agricultura), las fuentes principales que toman el testigo de este paseo del olivar al ánfora que se brinda a los lectores. La doble tipografía de La almazara de Catón permite diferenciar entre los comentarios del autor y los textos agronómicos antiguos, dándose las dos en la antología (Parte II) para mejor seguir las fuentes. Es una lectura amena y provechosa, nutritiva en todos los sentidos, gracias a un comentarista de excepción como Rafael Fontán —solvente traductor de la Eneida de Virgilio—, con quien comprobamos en la selección propuesta las invariantes de la naturaleza del árbol (Teofrasto, Plinio), de los preparativos del terreno (Catón, Columela) o del aliño de las aceitunas (Catón, Columela, Paladio). Ay, el aliño. Catón, en De agri cultura, 117 [CXXVI], sobre las aceitunas verdes: «Antes de que se pongan negras, macháquense y pónganse en un agua que se cambiará con frecuencia. Luego, cuando estén maceradas, escúrranse, échense en vinagre y añádase aceite y media libra de sal […] Métanse por separado hinojo y lentisco en vinagre […]» (pág. 106). Entonces, por ese extraordinario y enigmático placer de las lecturas concatenadas, termino de leer otro libro amable. Palabras (Editora Regional de Extremadura, 2024) se titula, y lo firma Simón Viola; que, con liberal intención, nos obsequia este puñado de hitos autobiográficos llenos de sentimiento, de literatura, y de tareas tan genuinas como el del aliño de unas aceitunas cornicabras: «entre verdes y pintonas, que he machado y a las que he cambiado varias veces el agua. A mi lado ya tengo todos los productos del aliño, la sal gorda, un par de puñados de dientes de ajo, tomillo y romero, varias cáscaras de naranja, tres pimientos rojos, hojas de laurel verdes y un manojo de fragantes ramas secas de orégano» (pág. 97). Yo, hasta que cojan el gusto las olivas de Simón, tengo a mi lado La almazara de Catón. Olivos y aceite en Grecia y Roma, que se presenta esta tarde (19:30 hs.) en el Ateneo de Cáceres, con la intervención de su autor, de Matilde Martínez, editora, y de Isabel Navarro.
miércoles, marzo 19, 2025
sábado, marzo 15, 2025
Hueso en astilla
La estructura visible de un libro de poemas no lo hace mejor que aquellos que consisten en una gavilla de unos textos en orden cronológico de escritura; pero lo hace libro, y su construcción es un significante que me gusta analizar y que valoro especialmente. Hueso en astilla (Barcelona, Tusquets Editores, 2024), de Alfonso Alegre Heitzmann (Barcelona, 1955) atiende al primer caso, el de una notable disposición orgánica de un libro de poemas. Está construido en cinco secciones de un número variable de textos: «El día blanco», «Labdácidas», «Décima luz», «Tinta y pinceles», dividida en dos secuencias, y «Semillas en lo oscuro». La composición de cada una de estas partes es tan precisable que ni siquiera el índice recoge con exactitud los textos que las conforman, pues no detalla que hay poemas que se dividen en dos o tres estancias, ni que hay series de varios monósticos que no están listados sumariamente. De modo que solo la tercera sección, «Décima luz», de diez décimas, se corresponde con el cómputo que establece el sumario, que da como total noventa y un textos. Dicho quede como indicativo de la pensada organización de esta obra. Se aprecia igualmente en cómo están dispuestos en las páginas los poemas que la componen, pues el criterio de la colección de dejar blanca la página par si no es continuación de texto, no se cumple en las dos secciones finales, en las que los títulos como marcas desaparecen en muchos casos y las unidades textuales, en ocasiones hasta el mínimo mencionado del monóstico, se suceden en una sugerente malla. Un entramado que yo veo igualmente en el conjunto de las cinco partes, un global que se abre y se cierra con variaciones sobre el hecho creativo o una especie de viaje a la semilla como vertebrador semántico de todo. Así es la obertura —matizo un valor musical muy presente— de «El día blanco», que, desde el sustrato de su primer poema —«Subnivium»—, cifra en el silencio, en lo quieto o en lo blanco una poética muy evidente en la escritura de Alfonso Alegre, sugerida en diversos referentes —literarios, cinematográficos, de la naturaleza...— que aparecen en esta parte del libro, en la que se tiende a la concentración expresiva, a veces al juego caligrámico («Retorno», pág. 75), y patentizada en la segunda con casi divisas como «Cada palabra es una huella de lo que una vez estuvo» (pág. 83), que me trae de inmediato «el residuo que sólo nos deja lo que ha sido llama» de José Ángel Valente. Así es también en la unidad de significado que se tiende entre el principio y el final, en donde las palabras, que son «como semillas en lo oscuro» (pág. 179), vuelven a la misma idea: «Hablamos para hacer sensible la inteligibilidad del silencio» (pág. 180). Otro registro o variante de esta indagación en los sentidos de la creación —y otro valor, otro aliciente— está en la propuesta de mirada hacia la tradición literaria, que corona la obra en el título que rescata el verso de un soneto de Francisco de Aldana («Hueso en astilla, en él carne molida») y que se incluye en un tramo bajo el de «Labdácidas», alusivo a la estirpe del ciclo de Tebas y el destino trágico, el de las pérdidas (Ángel Campos Pámpano, Manuel Hermínio Monteiro, el in memoriam de E. H....; a las que Alfonso Alegre tendrá que sumar la de Andrés Sánchez Robayna, su amigo, que ha impactado funestamente sobre el término de esta nota), y el del final del poeta en la batalla de Alcazarquivir. Me cautiva el eco de Aldana en una obra de esta hondura y me ha recordado la recreación que hizo hace ya años Gonzalo Hidalgo Bayal en El cerco oblicuo (1993), con los versos de la Epístola a Arias Montano —muy presente también en su brillante intensidad en el poeta barcelonés—: «Montano, cuyo nombre es la primera / estrellada señal por do camina / el sol el cerco oblicuo de la esfera». En el libro de Alegre, ese tramo contiene el mayor número de poemas en prosa como propuesta de expresión de un tanteo con las tradiciones poéticas, que funcionan como espejos de confirmación de una noción de la poesía o de la creación en general en tanto que búsqueda de una expresión que sea en sí misma la realidad expresada. La evocación del clásico —y del destino trágico— como actitud ante el hecho literario se complementa en el libro con la voluntad formal de adecuar los contenidos a formas prefijadas como la sección mencionada, enteramente compuesta en décimas, o como el soneto, que cierra («El sueño de Jacob») toda la obra... Hay otro soneto en la cuarta sección, como hay otro Jacob, más vertical, en la sección cuarta, por mencionar los muchos trenzados del libro. En fin, me satisface dejar constancia de una de mis más provechosas lecturas de poesía del final del pasado año, que he podido retomar ahora, para ahondar en este Hueso en astilla que celebro como otro regalo, después de El camino del alba (2017), del catálogo de los «Nuevos textos sagrados» de Tusquets.
Publicado por Miguel A. Lama en sábado, marzo 15, 2025 0 comentarios
sábado, marzo 01, 2025
Casa de los Ribera (III)
Suburbio camisolas. En varias ocasiones he escrito en la pizarra de clase estas dos palabras para apoyar una explicación sobre el desvío literario. Recuerdo haber puesto a dialogar allí —o me lo he imaginado— a Ignacio de Luzán con Rafael Cansinos Assens, que fue quien citó esas dos palabras como de Tristan Tzara en un artículo que tituló «Instrucciones para leer a los poetas ultraístas», y que se publicó en el número XLI de la revista Grecia, el 29 de febrero de 1920. Yo imagino que el escritor sevillano de La novela de un literato explica al autor de La Poética que la «poesía más oscura siempre transparenta un rayo de claridad perceptible por nuestra retina, y siempre nos brinda, aunque sólo sea mediante una palabra de nuestro lenguaje, el nexo referible a lo conocido». A ese Luzán que hace sonreír a la clase por sus reparos a la metáfora gongorina de la «inundación de casas» aplicada a la dilatación y grandeza de la ciudad de Madrid, y que manifiesta su empeño de que la fantasía, «como caballo ardiente, requiere mucho tiento para que no se desboque» y que sus imágenes tengan esa debida proporción a la que deben las metáforas su belleza. Y así solas se confrontan la tolerancia de la vanguardia con la estricta —pero no ciega— preceptiva neoclásica. A veces ha sido al tratar el hermetismo de César Vallejo, y he desempolvado en clase el ejemplo de «suburbio camisolas» al leer el poema XII de Trilce («Escapo de una finta peluza a peluza. / Un proyectil que no sé dónde irá a caer. / Incertidumbre. Tramonto. Cervical coyuntura. […]»), para intentar mostrar que hay siempre una conexión o zona compartida entre el autor y el lector para que este pueda hallar un resquicio de comprensión o interpretación de un verso. La poesía —decía Cansinos— es una ecuación o un valor convenido entre el poeta y el lector en el que, por muy oscuro que sea el lenguaje, su solo empleo es ya un vínculo de comprensión, ya que esa creación ha sido concebida por una mente humana en un lenguaje que está en cualquier diccionario, y es «mucho más asequible que el de las fórmulas algebraicas». Citaba un ejemplo de Apollinaire («un regimiento de días azules») que a mí me recuerda con gracia la «mentira azul de las gentes» de Calderón en El mayor monstruo del mundo que a Luzán tanto estragaba; y a continuación, después de las aceras que pasan por delante de Reverdy, traía la unión —«simplemente»— de «suburbio camisolas» de Tristan Tzara, que sigo utilizando en mis clases para ilustrar de algún modo el nexo que una imagen, por muy sorprendente que sea, mantiene con la realidad para que podamos «entrever la habilidad de la suplantación», como concluía Cansinos Assens.
Publicado por Miguel A. Lama en sábado, marzo 01, 2025 0 comentarios
miércoles, febrero 26, 2025
La imitación
La imitación del título de esta novela de Alonso Guerrero asume una de las finalidades más ambiciosas del desarrollo tecnológico que hoy se concreta en la inteligencia artificial (IA), esto es, la copia o emulación de las capacidades del ser humano. La aspiración de toda IA será imitar lo que hace el hombre y llegar a suplantarlo. En el ámbito académico, por ejemplo, muchos se afanan en detectar el fraude en una tarea escrita o discernir entre lo hecho por la máquina y lo aportado por el alumno. De la imitación, de la emulación, de la copia se trata en esta novela. Desde sus primeras páginas se habla de la «obsesión […] por que las copias no puedan diferenciarse del original» y de que una copia quizá «sea una forma de acercarse a la funcionalidad de dios.» (pág. 18). «La imitación anuncia lo que será el hombre cuando la inteligencia artificial alcance el suficiente grado de desarrollo como para remplazarlo», dice el texto de la contracubierta, por si el lector quiere conocer el asunto principal que desarrolla la obra, y que, supongo, ocupará la mayor parte de los comentarios que se profieran en torno a ella. Por ejemplo, siempre atento a lo que literariamente pasa, Enrique García Fuentes ha publicado hace pocos días que el autor de La imitación hace un «implacable anuncio del desconcertante futuro que nos espera». El mismo Alonso Guerrero ha tratado de esto en su blog DJ Lowry: «El futuro, al parecer, es el hombre máquina. Sólo servirá de transmisión, no de destinatario de lo que se hace, y menos de creador en sí mismo. La llamada inteligencia artificial generativa no va a impedir que sigamos haciendo obras de arte. No tendrá que impedirlo, simplemente no necesitaremos hacerlas. Seremos básicamente receptores, sin mucha conciencia, de todo lo que esa inteligencia de corta y pega haga para nosotros. Receptores, no destinatarios.» Pero dónde quedará la literatura, me pregunto, si nos enredamos en un debate sobre el auge y los límites de la IA en la sociedad actual en el que unos serán apocalípticos y otros menos apocalípticos. Alonso Guerrero no ha escrito un ensayo; ha elegido un discurso literario distópico que le devuelve a un terreno genérico en el que se ha desenvuelto muy bien con anterioridad, en obras como Un palco sobre la nada (2012), también en el mismo sello de De la luna libros que ahora publica La imitación. Es una novela dialogada, sin concesiones, que prescinde del narrador y de cualquier elemento no inmerso en el texto que pueda situar al lector en las categorías espacio-temporales o de identificación de los hablantes. Aparentemente, estamos ante un diálogo entre un hombre y una máquina, a la que se somete a un test: «—¿Eso ya es el test?», interrumpe el interlocutor ante la primera intervención: «—Va usted caminando por un puente cuando...» (pág. 11). El motivo —el test— se utilizará en el texto como un conector referencial que pespunta el diálogo desde el principio mencionado hasta el final («Estamos aquí para realizar un test», pág. 154), y las alusiones intermedias son reiteradas (págs. 66, 70, 81, 91, 94-95, 128) con esa misma función recordatoria de lo que justifica la entrevista. El conjunto se divide en dos partes desiguales: [1], de ciento veinte páginas, y [2], de tan solo veintitrés. Es un corte temporal el que las separa y marca una especie de evolución psicológica en las dos voces constitutivas del diálogo. Se convierte en otro recurso inmerso en este texto amebeo, cuya conformación como diálogo ya supone una elección por parte del autor, una manera de creer en una vía de comunicación que quizá se esté perdiendo en una deshumanización imparable, y se convierte en el único vehículo que transporta al texto, que lo hace avanzar. Hay en La imitación una conciencia literaria que acompaña al discurso de ese mundo distópico de las máquinas y que se explicita en las constantes referencias a la interpretación literaria de la vida —valdría el cine, Metrópolis (1927), Blade Runner (1982), Terminator (1984)...—, que saltean toda la conversación: Garcilaso y su soneto V (pág. 33), Tom Hood (pág. 63), la figura del romántico alemán Heinrich von Kleist (pág. 68), Ella, de Rider Haggard (pág. 111), Madame Bovary (págs. 102, 114), Dante (págs. 108-109)... Esta es la clave de una obra que pretende llevar al lector a la interpretación literaria de este universo artificial que se nos viene encima, al hecho autorreferencial de quien dice —uno de los dialogantes— que pretende escribir una novela, que no se venderá, «porque no hay lectores», y que los supuestos que haya solo tendrán literatura para tres horas —«Descartes dijo que en la vida de todo filósofo hay, a lo sumo, tres horas de metafísica» (pág. 122), que son las que, seguidas, tarda uno en leer La imitación. Se me ocurre. «El resto es barullo», leemos en esa misma página. Algo así parece querernos decir esta novela: que la lectura, que su lectura nos puede servir de algo, a pesar de que lo que miramos a nuestro alrededor nos parezca tan convulso y tan vacío. Interesantísima propuesta la de Alonso Guerrero, tan tentadora como poco convencional.
La imitación (Mérida, De la luna libros. Colección La luna del Norte, E, 2024) se presenta hoy miércoles 26 de febrero a las 20:00 en el salón de actos del Centro Cultural San Antonio de Almendralejo, con las intervenciones del escritor Jorge Márquez y del autor.
Publicado por Miguel A. Lama en miércoles, febrero 26, 2025 0 comentarios
miércoles, febrero 19, 2025
Teatro de Mauricio Kartun
No es muy común celebrar novedades editoriales del género teatral, y por eso es una alegría conocer una de esta faceta de las actividades de Teatro del Bufón que es su preciosa serie de textos dramáticos, de diversos autores, consagrados y noveles, que el pasado año 2024 ofreció un paquete de tres números para suscriptores con Pájaros negros, de Agnieska Hernández, El patio número 3, de Víctor Muñoz, y el más reciente, Par Simple, de Mauricio Kartun. Me quiero detener en las dos piezas que acoge este volumen del dramaturgo argentino Mauricio Kartun (San Martín, 1946): Terrenal. Pequeño misterio ácrata y La vis cómica, reunidas ahora con ese título que se aclara en el colofón de este bello librito: «En el póker, un par simple es la combinación de dos naipes iguales en valor. Y este Par Simple se formó, desafiando a dioses e imperios, en noviembre de 2024». Tampoco es frecuente leer fuera de las revistas especializadas una aproximación al teatro argentino contemporáneo o de un autor contemporáneo como Kartun, que es lo que ofrece el esclarecedor ensayo de Milena Bracciale que va como «Prólogo» y que lleva el título de «Escribir revolucionariamente para hacer la revolución. Mauricio Kartun y la necesidad de su teatro» (págs. 11-43); y se agradece esta presentación de un autor que es principal en el panorama del teatro de las cuatro últimas décadas en Iberoamérica. Además, me gusta leer un análisis que no se separa de la puesta en escena y, sobre todo, de la interpretación de actores vinculados al clown y «a los orígenes circenses del teatro criollo» (pág. 24). La primera de las piezas de Par Simple se estrenó en Argentina en septiembre de 2014, y La vis cómica se dio por primera vez allí en septiembre de 2019. Terrenal. Pequeño misterio ácrata, después de numerosas representaciones —mil funciones durante nueve temporadas consecutivas— que sumaron hasta cien mil espectadores, fue programada en España en el Teatro de La Abadía en las temporadas de 2017 y 2019 con extraordinarias críticas en la prensa nacional. El «pequeño misterio» de Terrenal es una lectura en clave absurda, y muy crítica, del episodio bíblico de Caín y Abel, dos hermanos que no pueden vivir juntos, que se oponen enfrentados por la defensa del terrenito y de la propiedad frente a la libertad y desapego inestable de bienes materiales —en un juego entre sedentarismo y nomadismo como propuestas tomadas de un libro que se tiene en cuenta aquí: Los mitos hebreos, de Robert Graves y Raphael Patai. La vis cómica es una estimulante reflexión escénica sobre el teatro que parte de El coloquio de los perros cervantino y convierte a Berganza en narrador, en el «mejor amigo del espectador» (pág. 109), porque «cuánto salvaría al teatro más perro contando» (pág. 93). Ambas obras tienen una sugerente intensidad dramática y un muy marcado sentido estructural —las tres partes de Terrenal son dos parcelas con un corte central en la «Escenita II», y en La vis cómica Berganza se ocupa de pautar el logrado ritmo de sus cinco jornadas y un cuadro final—; pero, sobre todo, proponen una lectura crítica en clave teatral popular no convencional que entiendo vinculada a la idea de «escribir revolucionariamente» de la que trata Milena Bracciale en su estudio introductorio. Una recomendación, por último, extensible al resto de propuestas que hace Teatro del Bufón en ese formato: el documento sonoro de menos de dieciocho minutos «Mauricio Kartun, escribir una trinchera», que nos reafirma en la necesidad de su teatro.
Publicado por Miguel A. Lama en miércoles, febrero 19, 2025 0 comentarios
lunes, febrero 10, 2025
Taracea
De mi Diccionario de citas previas. En la letra C, que podría llegar a volumen. [Al margen] Colorado. Ponerse colorado o rojo. Véase Rubor. Y el uso pronominal de Ruborizar. Podría entrar por sonrojo o sonrojarse. «En los pómulos, un tanto avanzados, bastante para dar energía y expresión característica al rostro, sin afearlo, había un ligero encarnado que a veces tiraba al color del alzacuello y de las medias. No era pintura, ni el color de la salud, ni pregonero del alcohol; era el rojo que brota en las mejillas al calor de las palabras de amor o de vergüenza que se pronuncian cerca de ellas, palabras que parecen imanes que atraen el hierro de la sangre. Esta especie de congestión también la causa el orgasmo de pensamientos del mismo estilo» (Leopoldo Alas, La Regenta. Edición de José Luis Gómez. Barcelona, Planeta, 1989, cap. I, págs. 21-22). Comadrona. Véase Nacido (Recién nacido). En Los recuerdos del porvenir, de Elena Garro, la comadrona dice sobre una criatura que acaba de nacer: «'¡Qué viva! ¡Qué bonita! Se ve que la hicieron con gusto!’, oyó decir a la comadrona que bañaba a Isabel recién nacida. 'Las niñas hechas así, así salen’, agregó la mujer» (Alfaguara, 2019, pág. 252). Conducir. Por Asfalto o Carretera también se podrá llegar. «Daniel veía pasar el mundo hacia atrás a toda velocidad. De nuevo había cambiado de escala bruscamente, del sendero mínimo de hormigas a los kilómetros que se escurrían como una cinta negra bajo sus pies». (Una noche con Sabrina Love, de Pedro Mairal. Libros del Asteroide, 2021, 1ª reimp., pág. 63). Por ahora, que de la prolijidad se suele engendrar el fastidio, como escribió Cervantes (Quijote, II, cap. XXVI).
Publicado por Miguel A. Lama en lunes, febrero 10, 2025 0 comentarios
martes, febrero 04, 2025
Soledad, salud y literatura
Me pregunté el otro día qué diablos hice el diez de septiembre del pasado año que me perdí la lección inaugural de este curso de la Universidad de Extremadura, a cargo de Francisco Vaz Leal. Ocupado en los preparativos de un viaje y en la lectura de un trabajo de fin de grado sobre las Cantigas de Santa María, dejaría en un segundo plano el acontecimiento sin reparar en el interés que para mí siempre suscita lo que tiene que decir este catedrático de Psiquiatría de la UEX que yo conozco desde los años ochenta como novelista. Su nombre comenzó a poblar las páginas literarias de aquella época al lograr el Premio de la Prensa de Badajoz en 1981 por su relato «Un patio con hiedra trepadora» (1981), y poco después apareció su primera novela, Los abismos de la sangre, premio Constitución en 1985. Hoy me alegro de saber que está pronta la publicación de su más reciente obra, una narración que pone en sus primeras páginas al pessoano Álvaro de Campos en una calle de Londres en 1930, Las sombras que traerá la noche, que se alzó con el Premio Cáceres de Novela Corta en su cuadragésima novena edición de 2024, un certamen del que hace muchos años quedó finalista con uno de los dos relatos que incluyó en el volumen Entre dos luces que publicó la Editora Regional de Extremadura en 1986, «Punto de distancia». Además, gozó de la confianza editorial de Manuel Vicente González y Ángel Campos Pámpano, cuando le publicaron en Del Oeste Ediciones dos novelas, No hay corazón que baste (1997) y Nada más le pido al mar (2010). Como puede verse, no es poco lo escrito y publicado por Vaz Leal en todos estos años, y prácticamente todo lo tengo en mi biblioteca y lo he leído. Así que estaba el otro día, jueves 30, en el despacho de mi decano, cuando vi sobre una mesa un ejemplar del discurso que pronunció el diez de septiembre Francisco Vaz Leal —actualmente, y desde 2016, también decano de la Facultad de Medicina y Ciencias de la Salud de la UEX—, y me mostré tan interesado que salí de allí con él como regalo. El título: Sobre erizos y glucocorticoides: algunas consideraciones acerca de la soledad y sus consecuencias clínicas, cuyas claves, al menos de la primera parte —erizos y glucocorticoides—, no tengo tiempo de explicar aquí. Tardé muy poco en sentarme a leer la disertación y dejarme envolver por las atrayentes e inquietantes consideraciones sobre la soledad y su morbilidad, en una línea de investigación que tiene treinta caracteres: Psiconeuroendocrinoinmunología. Prometen al principio las alusiones a media docena de escritores con cierta propensión al aislamiento social, como Emily Dickinson, Marcel Proust, Franz Kafka, Fernando Pessoa, Jerome David Salinger o Thomas Pynchon; pero es la única licencia literaria que nos regala la lección de Vaz, que inmediatamente se adentra muy técnicamente en la soledad como un problema de salud pública, con patologías como enfermedades cardiovasculares, trastornos neurodegenerativos, diabetes mellitus, cáncer y trastornos psicopatológicos como la depresión, la ansiedad, la esquizofrenia o el suicidio, que se suman a los efectos sobre el cerebro o el sistema inmunológico, entre otros. Confieso que cuando ya iba a abordar la lectura del último capítulo antes de las conclusiones —«¿Es posible paliar la soledad y atenuar sus consecuencias?»—, y se me estaba poniendo cara del Septimus de La señora Dalloway, sentía unas ganas incontrolables de bajar a la calle en busca de cualquier compañía, aunque fuese mala. Fuera de bromas, es muy interesante todo lo que contó Paco Vaz Leal en su conferencia, que yo he conocido por su versión impresa íntegra —con más de un centenar de notas—, absorbido por la sabia exposición de un problema que él cierra abriendo «una ventana a la esperanza» (pág. 24) y apuntando pasos muy sensatos para tratar este asunto con los medios de nuestro sistema sanitario, y que el autor quiso resumir en un artículo de carácter más divulgativo publicado en Hoy unas semanas después de aquello. Sigo solo, pero feliz, finalmente, con mi lectura de lo que no pude disfrutar junto a decenas de universitarios aquel día de septiembre en el Edificio Metálico del Campus de Badajoz. Y no menos sano, espero.
Publicado por Miguel A. Lama en martes, febrero 04, 2025 0 comentarios