miércoles, agosto 20, 2025

Del viaje


Leo y escribo en estos días sobre literatura de viajes en el siglo XVIII. Es el centenario del nacimiento de Antonio Ponz y los LIV Coloquios Históricos de Extremadura en Trujillo estarán dedicados, del 22 al 28 de septiembre, a viajes y viajeros de Extremadura. Quiero creer que no es lo mismo andar leyendo estos papeles después de haber tenido la experiencia de un viaje que comparte con aquellos de antaño algunas motivaciones y beneficios: desde la adquisición de conocimientos, o el contacto con modos y costumbres distintos, hasta el puro goce estético. No así el deber —que decía el abate Prévost— de escribirlo y publicarlo, aunque estas líneas vendrán a ser como una puntita visible de las notas que servirán, como siempre, para reavivar el recuerdo; o de guía en otra futura ocasión de repetir lo hecho. Haber recorrido lugares como Toulouse, Montpellier, Annecy, Narbonne o Taninges y las poblaciones de la cuenca del río Giffre, ya en la Alta Saboya, representa ahora una suerte de paralelo con los textos que me llevan a muy diferentes puntos de la geografía peninsular, por limitarme al ámbito que me interesa ahora en mi estudio. «¿Hay por ventura un medio más seguro de conocer bien los pueblos y provincias de un reino que el de ir a los lugares mismos y aplicar la observación a los objetos notables que se presentan?», escribió Jovellanos, precisamente a Antonio Ponz, en unas cartas que vieron la luz después de la muerte del historiador levantino. Incluso encuentro guiños como lo que escribe Alejandro Cioranescu en la introducción a su edición del Viaje a La Mancha en el año de 1774 de José Viera y Clavijo, que tomó el Quijote como el manual para ir a los «santos lugares» manchegos: «Con el libro en la mano, el viaje es diferente». Yo creo que sí, y, en esta ocasión, me llevé Anna Karénina, pues no hay libro inapropiado para un viaje, al que en cualquier pormenor cabe encontrar acomodo en la lectura. Por ejemplo, que Tolstói ponga a hablar en francés a los personajes de las altas esferas de la sociedad rusa de su tiempo, que utilizan ese idioma con frecuencia, y con frecuencia para no ser entendidos por la servidumbre. Si, bajando a Chamonix en el tren cremallera desde Montenvers, un perro posaba para sus dueños como una estrella, o en Lérida un pomerania ladraba embutido en una mochila rígida y panorámica, yo recordaba al volver a la novela que Tolstói permite al lector conocer el pensamiento de una perra cazadora en el sexto libro. Cuando uno disfruta, los imperativos del viaje se tornan lecciones esenciales y una mera parada intermedia para reponer fuerzas resulta una provechosa enseñanza sobre un lugar tan singular como la Cartuja de Miraflores en Burgos, cuya exposición permite ver desde un bojarte en madera policromada del XV hasta incunables (la Cronica de Nuremberg de 1493), como detalles de un conjunto histórico de especial relieve. Más didáctica y entretenida es la visita que ofrecen los responsables de la exposición en la Chartreuse de Mélan de Taninges sobre la Edad Media —Quoi de neuf au Moyen Âge?—, que hacen de la visita todo un descubrimiento. Transiciones, derivaciones o pausas enjundiosas de un viaje son al tiempo ratos y tramos de la lectura que uno comparte sin venir a cuento. Así, esa comida de Oblonski y Lievin que motiva el comentario del primero al celebrar el menú de que el objeto de la civilización estriba en que todas las cosas se conviertan en placer; a lo que responde el campesino alter ego del autor: «—Bueno, si ese es el objeto de la civilización, prefiero ser salvaje» (I, x) 

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