sábado, octubre 26, 2024

El mundo de ayer

Via Matteo Renato Imbriani, 13. Perugia. No sé por qué me traje aquí este libro. Quizá porque no lo leí completo cuando tuve conocimiento de que Stefan Zweig había escrito unas memorias poco antes de suicidarse junto a su pareja en 1941. Estoy casi seguro de que aquella lectura por partes fue por uno de los tomos de las Obras completas que publicó Editorial Juventud. O quizá viajé con El mundo de ayer porque ya he recorrido lo suficiente como para encontrar ejemplos inapelables para volver sobre lo leído, en los que encuentro, como decía Borges, formas verdaderas de la felicidad. Lo cierto es que aquí he terminado de leer las quinientas cuarenta páginas de esta edición, bella como todas las de Acantilado, en traducción del alemán de Joan Fontcuberta y Agata Orzeszek. Estar aquí no sé si me sugiere un ánimo distinto para pensar en la idea de Europa que sobrevuela un libro así, que lleva por subtítulo Memorias de un europeo; pero realmente he tenido una predisposición cuando me he dejado llevar con placer por el relato de un contemporáneo de las mayores calamidades del siglo XX, y, desde esta cómoda distancia relativa, una singular percepción de un contexto geopolítico (Ucrania, Gaza…) que llena de sentido frases como «la arbitrariedad de una estúpida política mundial» (pág. 125) o «No se puede armonizar la guerra con la razón y el sentimiento de justicia» (pág. 299). Zweig, que conoció bien a Rilke y a Richard Strauss, fue un humanista perseguido por la inhumanidad. Fue alguien que percibió con el recuerdo vivo de una guerra pasada otra brutal guerra que comenzaba con la invasión alemana de Polonia en el otoño de 1939. Fue un hombre de una extraordinaria sensibilidad que supo encontrar y decir en la escritura poética —más allá de su género— todo lo que «había tenido que callar en la conversación con los hombres» (pág. 324) y su lectura ahora me ha complacido de un modo muy especial que intento expresar torpemente en estas líneas que escribo con el eco persistente de sus últimas líneas: «Pero toda sombra es, al fin y al cabo, hija de la luz y sólo quien ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra y la paz, el ascenso y la caída, sólo éste ha vivido de verdad» (pág. 546). Así termina este admirable y conmovedor libro. 

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